Por Guadalupe Treibel
De arrimar una etiqueta, habría que decir que la suya es música de raíz con una mirada contemporánea, donde fusiones varias -de jazz, de tango, de música clásica- atraviesan algunas de las más preciosas composiciones del cancionero folclórico. “Las categorías han quedaron vetustas”, subraya Belén Mackinlay, y la prueba salta a la primera escucha: nomás dar play a su tercer y último disco, Encuentro Sur, recibe una arrebatadora versión de Romance de la luna tucumana que, desde el prisma de la música de cámara, eleva esos versos evocadores. Bajo el puñal del invierno/murió en los campos la tarde/con su tambor de desvelos/salió la Luna a rezarle / Rezos en la noche blanca / tañen las arpas del aire / mientras le nacen violines / a los álamos del valle, entona con voz cálida, rica, una Mackinlay que sabe caminar los caminos con su escolta de azahares. Y con magníficos arreglos del pianista Juan Esteban Cuacci, todo sea dicho, para clásicos más y menos transitados como La Pomeña, Del 55, Zamba de mi esperanza… Versiones que demuestran hasta qué punto ha fructificado la persistente búsqueda de BM por dar con una sonoridad propia, distinta, que ya había iniciado en trabajos previos, como los celebrados álbumes Trébol blanco y Huellas.
Acerca del flamante Encuentro Sur, disponible en el Club del Disco y en todas las plataformas digitales, conversa con Damiselas en apuros una Belén que, en los últimos años, se ha presentado en escenarios de diferentes ciudades de Europa y de Estados Unidos, dando incluso workshops sobre folk argentino a niños de escuelas municipales en el pueblito medieval galo Le-Puy-en-Velay. Esperando retornar los escenarios cuando finiquite la actual, omnipresente distopía, repasa sus inicios en la canción, sus antecedentes como intérprete de teatro musical (fue parte de las despampanantes puestas de Los miserables y La Bella y la Bestia, entre otras), su pasión por los números, su (segundo) despertar al folclore, entre otras cuestiones.
Aunque vivís en Capital, ahora mismo estás en Ayacucho pasando la cuarentena.
- En verdad yo nací en Ayacucho y viví acá hasta los 5 años: cuando llegó la edad escolar, primer grado, nos fuimos a Capital. Mi papá, que era administrador agropecuario, seguía yendo y viniendo. Y mi marido, que tiene el mismo trabajo, mantiene una rutina similar: de martes a viernes, Ayacucho; el resto de días, Capital. Podría decirse que -en tiempos no pandémicos- tenemos una relación semi-a-distancia (risas). Por suerte sus actividades no se interrumpieron, a diferencia de lo que pasó con mi rubro, donde se canceló todo de la noche a la mañana. Trabajo mucho dando conciertos en eventos de “turismo receptivo”, para extranjeros, y en hoteles, un combo que lamentablemente va a tardar en regresar. Cuestión que, poco antes de que se decretara la cuarentena, con mis fechas dadas de baja y las clases de mi hija Antonia dictadas en forma remota, nos instalamos acá, en mi casa de infancia, que se construyó antes siquiera de que se fundara la ciudad. Una decisión acertadísima, porque es un lugar muy tranquilo, con gente muy amable, que se cuida mucho. Se circula con más libertad, el verde -sobra decir- ayuda a sobrellevar la situación, no estamos entre cuatro paredes en un departamento chiquito de Capital…
Tu casa ha de ser una verdadera reliquia si es anterior a que don Zoilo Miguens fundara Ayacucho; un amigo de José Hernández, dicho sea de paso, que menciona el pueblo en el Martín Fierro.
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Con sus papás en la casa de Ayacucho |
- Es antiquísima, de mis tatara… tatara… tatata… abuelos. Está a tres cuadras de la plaza central con sus preciosos rosales, de la iglesia, de la municipalidad; y del único semáforo de Ayacucho, que apareció hace solo dos años, antes no se necesitaba. Es una casa de campo, colonial, tipo chorizo, sobre la que se ha ido construyendo con el correr de las décadas: primero dos cuartos, luego otros dos, más tarde techar el patio para convertirlo en living, y así todos los que la han ido habitando le han puesto su toque. Ojo, siempre respetando el estilo original: ninguna refacción moderna al estilo palermitano, ningún tirar abajo y reciclar a nuevo. Para que te hagas una idea: la cocina es moderna, sí, a gas, pero es un aditamento, como un objeto foráneo dentro de algo muy conservado; las arañas, de tiempos de Maricastaña; y permanece el santito en tamaño natural…
¿Santito tamaño natural…?
- Efectivamente, un San Braulio enorme que trajo Braulio, el tío de mi papá, cuando era dueño de la casa. Parece que es un nombre que va de antepasados en antepasados. Y te diré que, cuando era chica, me pegué mis buenos sustos con semejante estatua, que por entonces me ganaba en altura. Decí que con la convivencia lo terminé normalizando, y acá estamos mi marido, mi hija y yo, viendo tele con San Braulio en el living.
Con su hija Antonia hoy, en la casa de Ayacucho |
Tu apellido, Mackinlay, suena a origen escocés.
- Sí. Según tengo entendido, los Mackinlay fueron una de las primeras 50 familias que llegaron a Argentina y se instalaron por Parque Lezama. Por aquel entonces era un apellido compuesto, Mackinlay y Zapiola, pero habrá habido alguna pelea porque pronto cayó el Zapiola… Esto, de la rama paterna de la familia de mi viejo; los de Ayacucho son por el lado de su mamá, mi abuela.
Llevás largo tiempo subiéndote al escenario, primero como intérprete de teatro musical, luego como cantante. ¿Cómo empezás a arrimarte a las artes?
- El folclore me viene de muy chica, de escuchar a mi mamá y a mi tío cantar acompañándose con guitarras en todas las reuniones familiares: navidades, cumpleaños, fechas patrias; cualquiera fuera el motivo había encuentro y música. Ella, que es mendocina, se trajo esa costumbre cuando vino a Buenos Aires. Mi abuela cocinaba comidas típicas deliciosas y, nomás terminar de comer, todos nos apiñábamos para escuchar el repertorio, siempre folclórico y latinoamericano: La Virgen de la Carrodilla, Estoy en el rincón de una cantina, Patios de la casa vieja, algunos tangos…
¿Ella se dedicó a la música o era un hobby?
Con su mamá
- Era un
hobby, pero estoy segura de que, de haber tenido oportunidad, le hubiese
gustado dedicarse a las artes. Porque también bailaba bárbaro. Fijate que a los
13 ya era parte de compañías de baile mendocinas, con chicas más grandes, y la
llevaban de gira, incluso llegó a presentarse en Chile. Pero al no haber
antecedentes en la familia, ni en familias de amigos, pesaron ciertos
prejuicios y mis abuelos dijeron: “Listo, hasta acá. Ya basta”. Por suerte,
mamá nos educó con muchísima libertad a mi hermana y a mí: las dos somos
cantantes… Pero cuando yo empecé a cantar a los 17, 18, esos años de rebelión,
quise despegarme de lo que ella hacía, de las canciones populares, soltar
amarras. Entonces ví mi primer musical, y quedé inevitablemente prendida, un
flechazo rotundo. No podía creer lo que pasaba sobre el escenario, esa alquimia
que se creaba al unir canto y actuación. El teatro siempre me había gustado
mucho, mi abuela materna me llevaba desde pequeñita, por ejemplo a ver obras de
Hugo Midón. Era una mujer muy cultura, tenía un universo interior enorme;
siempre dejaba notitas con alguna reflexión, tomando citas prestadas: “Como
dice el poeta…”.
¿Tenía algún oficio aparte de ser ama de casa?
- Nació y se crió en Junín, Mendoza, era maestra de tercer grado. Igual, cuando yo la conocí, ya no laburaba. Entiendo que dejó de hacerlo al venirse a Capital con mi abuelo, un abogado que llegó a diputado, y después fue ministro del Interior del gobierno de Frondizi. Alfredo Vítolo, se llamaba.
Mackinlay de niña, tocando la guitarra
Retomando
la dirección del flechazo, ¿cuál fue ese primer musical que te dejó tan
enganchada?
- La puesta original de Los Miserables, en Londres; se acababa de estrenar… Yo tenía 17, eran los 80s, y por haber terminado el secundario, papá me regaló este viaje, que hice con amigas y una señora que nos cuidaba. También vimos El fantasma de la ópera, no te puedo explicar la sensación…
¡Te inauguraste en las huestes del musical por todo lo alto!
- Sí, aparte en esa época no había internet, no era fácil acceder a videos, a esas canciones. Así que volví con la novedad… además de remeras, jarritos, programas, ¡de todo! (risas). De tan inasible la experiencia, necesitaba tener algo tangible para retener ese momento de algún modo. Obvio que también me traje el casette de Los miserables: hice que mi hermana se aprendiera las canciones para que juntas, disfrazadas, actuáramos las escenas.
En la puesta original estaba la gran Patti LuPone en el rol de Fantine, muy, muy celebrado.
- Ay, sí, pero yo debí haber visto a un reemplazo, porque en esa función Patti no estaba. Sí estaba la francesa Frances Ruffelle, que hacía de Éponine con una voz chiquita, chiquita… Después cambiaron la onda con Lea Salonga, conocida por su Miss Saigón, a quien también tuve la fortuna de ver en vivo. Igual, me saqué la espinilla con LuPone años más tarde, a principios de los 90s, con Sunset Boulevard. No sabés lo que era su Norma Desmond… Im-pre-sio-nan-te cómo, con su metro cincuenta, se comía el escenario. En esa oportunidad, había viajado con amigos que, como yo, eran fanáticos del musical; a tal nivel que en dos días vimos la obra tres veces. La esperamos a la salida de una función con un ramo de flores, nos sacamos fotos, se nos caían las lágrimas…
Por esos años, ya habías debutado en teatro musical ¿Cómo fue que, estudiando para contadora, terminaste sobre las tablas?
Como Evita
- Aunque
adoraba cantar y tomaba clases en un lugar que se llamaba Pianissimo, no lo
veía como una posibilidad de laburo. Entonces, porque me encantan los números,
estudié para contadora. Estando ya en el último año de la carrera, mi novio de
ese momento, que era exalumno del San Andrés, me contó que en el colegio se
estaba preparando la obra de fin de año y siempre necesitaban gente que cantara
bien. “¿Te animás?”, me preguntó. Y yo me mandé. Y quedé fascinada: era la otra
cara de lo que me había flechado de chica, ya no desde la butaca sino sobre el
escenario. La coreógrafa de la obra trabajaba en el Blanca Podestá, ahora Multiteatro,
que regenteaba Gustavo Levit. Él vino a vernos, a ver a estos jóvenes
entusiastas, y como tenía el espacio vacío durante el verano, nos propuso hacer
algo. Llamaron a Peter Macfarlane para montar una obra y así nació Broadway
2 en 1993, que fue un flor de éxito: durante un año entero, llenamos
todas las noches, de martes a domingo; de pronto éramos “los chicos que
revolucionan la calle Corrientes”; hasta ganamos un premio Ace. Había entrado
por la puerta grande y ya no había forma de salir, me quedó clarísimo que no
podía hacer otra cosa. Así que me recibí en Administración de Empresas pero
colgué Contaduría, me quedó un final pendiente.
En Broadway 2 se sucedían cuadros de distintos musicales, con intérpretes y bailarines: de El fantasma de la ópera, de Los miserables, de Jesucristo Superstar, de Cats…
- Tal cual, yo protagonizaba el bloque de Evita y de Miss Saigón, pero también hacía de coro en otros momentos de esta obra que resultó ser una usina: entre mis compañeros, Lucila Gandolfo, Héctor Pilatti, Ezequiel Rocha, Fernando Margenet y Alice Penn (ambos de Stage Company), Clara de Aclaval, Fabiana Bravo (soprano que luego cantaría con Pavarotti)… Al año siguiente, en el ’94, hice New York, New York en el Astral, sobre el nacimiento del jazz, con una orquesta grandísima, Tato Turano, Zenón Recalde, Pili Artaza…
Aunque hay algunos exitosos antecedentes de décadas anteriores como Aquí no podemos hacerlo, fuiste testigo y protagonista de una época de auge y suceso del teatro musical, que se instala con potencia, empieza a forjarse un público cautivo…
Como Bella en La Bella y la Bestia
- Sí, el
gran hito del musical argentino es Drácula, de Cibrián y Mahler, un
antes y un después en la tradición local, y sucede por esos años, a partir del
1991. También hubo puestas como Gipsy, con Sandra Guida como gran
figura… Y hacia fines de la década se da otro gran quiebre cuando empiezan a
venir los grandes musicales de afuera; el primero fue La Bella y la
Bestia, en el ’98.
Obra en la que trabajaste como reemplazo de Bella…
- Sí, tuve esa fortuna. Desde el primer día de cásting, había una mística… No estábamos acostumbrados a ese modo de laburar tan organizado: ensayábamos en el Club Español con las marcaciones escénicas, mientras la gente de técnica “refaccionaba” el Ópera. Y un día nos llevaron al teatro y nos sentaron en la platea para que viéramos cómo entraba el castillo: nos quedamos todos de piedra, ¡era Broadway en Argentina! No sabés lo que era el vestuario con sus flores de tela añejadas, pintadas a mano… Pensá que cada reemplazo tenía su propia pilcha. Como Bella reemplazante de Marisol Otero, tenía mi traje hecho a medida.
En La Bella y la Bestia
¿Tenías que
estar todas las funciones a tiro, en caso de alguna eventualidad?
- No sé cómo será hoy en día por una cuestión de costos, pero en esa puesta de Disney cada personaje tenía dos reemplazos, que a su vez oficiaban de ensamble, eran parte del elenco estable de la obra. Y había cinco swings, que no estaban en escena pero sí cantaban en una cabina. Los swings reemplazaban al ensamble cuando los del ensamble reemplazaban a los protagonistas. Mi personaje era la escoba y, además, me correspondía la sigla F1. F por female, 1 por Bella, el rol principal. Por suerte pude interpretarla un montón de veces; pensá que fue un año, con vacaciones de invierno incluidas, donde hacíamos dos funciones cada día.
Qué maravilla hacer a una de las grandes heroínas de Disney: una princesa altruista, desprejuiciada, tan entregada a la lectura…
- Era un personaje hermoso de interpretar, por su espíritu rebelde, su seguridad en sí misma, su empuje. Bella sabe lo que quiere, lo que puede, y se hace valer. Uno de los momentos más lindos que me tocó vivir, de esos que atesoro con mimo, es el comienzo de la obra: yo paradita en el escenario con un libro tapándome la cara, que voy bajando para empezar a cantar frente a un Ópera repleto. De solo acordarme, se me caen las medias.
Aparte de haber tomado clases de canto, ¿tenías formación actoral?
- En esa época no existían las escuelas específicamente dedicadas al teatro musical, así que me iba anotando en cursos de armonía, de baile, también de actuación… pero sueltos, armando mi propia currícula. Teatro estudié, por ejemplo, con Joy Morris, que junto a su esposo Eric Morris crearon un sistema de actuación basado en los trabajos de Lee Strasberg. Ella venía de Los Ángeles y se quedaba varios meses enseñando.
Según decía Debussy, la música es la aritmética de los sonidos, como la óptica es la geometría de la luz. En ese sentido, tus dos grandes pasiones dialogan…
En Los miserables
- Claro que
hay un vínculo, una conversación entre dos disciplinas que son dos artes.
Durante un tiempo me zambullí a la lectura de estudios sobre Mozart y las
matemáticas, y cómo determinadas composiciones potencian ciertas partes del
cerebro. Ya que estamos en ciencias, te cuento que ahora mismo estoy asistiendo
virtualmente a un curso que organiza el Konex sobre el cerebro, la mente y las
emociones.
Retomando los hilos biográficos, en el año 2000 te reencontrás con el primer amor, Los miserables…
- ¡El sueño de esta piba! Así como para un bailarín las mejores coreos son las de Chicago o West Side Story, sinceramente creo que no hay partitura más bella para cantar que la de Los miserables. Aunque me presenté para hacer a Fantine, el director -el inglés Ken Caswell- me vió y me dijo: “Fantine es una mujer pequeña, no tenés chance”, y se me fue el alma al piso. Igual terminé quedando como doble reemplazo, tanto de Éponine como de Cosette. Por suerte, a Cosette la interpreté menos veces: era una tesitura demasiado aguda, que puedo hacer pero no me queda especialmente cómoda, tuve que trabajar muchísimo la parte. Independientemente del rol, fuera Éponine, Cosette o ensamble, cada noche era una fiesta, un regalo subirse a ese escenario giratorio con esas músicas y esos compañeros. Juan Rodó como Javert, Carlos Víttori como Valjean, Elenita Roger como Fantine, Zeón Recalde como Marius, Pili Artaza como Eponine, Rodolfo Valss como Thénardier, Liliana Parafioriti como Madame Thénardier, Silvia Luchetti como Cosette...
Sacrificado el trabajo del reemplazo: tenías ¡tres! papeles aprendidos.
- Y muy ensayados. Es que, imaginate, una obra de esa envergadura no puede frenarse porque uno se lastima o se enferma. Y si a mitad de función, alguien se accidenta, hay que estar a tope para salir al ruedo. Son piezas donde no hay figuras: es el personaje lo que importa, y la obra está por encima de las individualidades. Al final del día, todos fueron elegidos para que la máquina, siempre aceitada, funcione y siga adelante.
En paralelo a estas experiencias, ya habías empezado a presentarte en Clásica y Moderna con Freeway, banda de la que también formaba parte tu hermana ¿Qué clase de repertorio ofrecían?

- Éramos Verónica (mi hermana, que también trabajó mucho en teatro, sobre todo infantil, para Disney), Cristian Bruno, Delfina Oliver y yo, haciendo versiones de temas de Cabaret, El mago de Oz, Los miserables, Chicago, Porgy and Bess, etcétera. Música de películas y musicales pero como una vuelta jazzera, con piano, batería y contrabajo. Hicimos muchas temporadas con este show de café concert, pero cuando quedé embarazada de Antonia, sentí la necesidad de volver a la matriz, a esas canciones que había escuchado de chica, que para mí significaban el hogar, el abrazo familiar, un lugar de amparo y contención: la canción de raíz, el folclore. Pero con mi impronta, con el bagaje acumulado y desde mi historia urbana. Necesitaba partir de un lugar sincero para hacer algo original, propio… Para mí, la clave siempre ha sido ser ciento por ciento honesta, no especular; algo que la gente percibe, hace que reciba bien tu propuesta.
Queda clara esa aproximación escuchando tus versiones de Bajo el sauce solo, La añoradora, Cadencia y trigo, algunos de los temas que forman parte de Trébol blanco, tu primer disco solista, de 2012, que te valió una nominación a los premios Gardel en la categoría “Mejor Álbum Nuevo Artista de Folclore”. Y el disco que le siguió, Huella, con La chacarera del barro, Canción del Jandadero, La palliri…

- Una emoción esa nominación, un reconocimiento a un trabajo verdaderamente independiente, que remamos mucho. Alejandro Kalinoski, el pianista de Freeway, también estaba con ganas de trabajar en algo nuevo, y le propuse abordar este repertorio. Él, que venía del jazz y del tango, pudo poner lo suyo a esta música, su propio bagaje. Y empezamos a presentarnos con contrabajo y batería, que más tarde reemplazaríamos con percusión. Yo había comenzado a tomar clases con el gran Carlos Rivero, profesor de la Escuela de Música de Avellaneda, autor del libro Bombo legüero y percusión folklórica argentina. Un día lo invité a tocar con nosotros y nos dimos cuenta que habíamos encontrado el sonido cálido, bien de raíz que necesitábamos para empezar a jugar con una cosa más volada y armónica, sin perder la rítmica tan característica de nuestra música popular.
Encuentro Sur, tu flamante tercer disco, reafirma esa búsqueda; acaso sea el material más maduro en cuanto a dar un enfoque nuevo y contemporáneo al repertorio popular, sin que pierda su esencia.

- Cada disco es una foto de un momento, madurativo, sí, también de un equipo. Porque la música es colaboración, y si algo aprendí del musical es que armar buenos equipos de trabajo donde todos tengan espacio, donde todos se luzcan, es fundamental para llegar a buen puerto, para generar un hecho artístico. Sin mezquindades, sin egocentrismo. En lo personal, no podría entregarme a esas poesías si no existiera una complicidad tan linda con los músicos que me acompañan; con los que se genera una conversación tácita en vivo que permite que la canción nunca salga exactamente igual, que esté viva.
En el caso de Encuentro Sur, con el aporte de Juan Esteban Cuacci, a cargo de los arreglos magistrales y de la dirección musical. Para quien no lo sepa, es el hijo de Juan Carlos Cuacci e Inés Rinaldi, ha tocado con Olga Guillot, con Raphael, con Paloma San Basilio.
- Juan es un mago, hace maravillas en el piano; realmente es un lujazo trabajar con él. Yo venía con ganas de hacer algo más grande; mis discos anteriores habían sido con trío porque era lo que podía sostener en vivo. Y a él se le ocurrió grabar con un quinteto de cuerdas mientras probábamos repertorio a distancia, vía Whatsapp: él en España, donde vive, yo acá en Argentina. Propuso una mirada más clásica, de música de cámara y no podría estar más contenta con el resultado. Grabamos el disco en un solo día, aprovechando que Juan venía de Madrid a Buenos Aires para presentar su disco, pero aún con el modo express ¡nos sobró tiempo! Con semejantes músicos -Pablo Agri y Rodrigo Beraldi en violines, Ricardo Bugallo en viola, Jorge Pérez Tedesco en cello, Juan Pablo Navarro en contrabajo, Cuacci en piano y Carlos Rivero en percusión-, hasta podríamos haber grabado uno o dos temas más, mirá lo que te digo.
¿Cómo te decantás por estas ocho composiciones?
Durante la grabación de Encuentro Sur
- Romance
de la luna tucumana, el track que abre el disco, era una canción que venía
cantando mucho en vivo, en homenajes a Atahualpa Yupanqui, y que necesitaba
grabar en disco. A partir de los arreglos, Juan logró darle una impronta
cinematográfica, además de ese puntito tanguero: como si fuera una escena donde
la cámara va deteniéndose en distintos momentos del paisaje sonoro,
descubriendo nuevos lugares. La seca es un tema de Ana Robles,
una compositora joven que me encanta, que aquí relata la historia de José, un
personaje que sentí conocer a la primera escucha, que me recordaba mucho a
Ayacucho. Del 55 es una zamba emblemática: mucha gente piensa
que tiene contenido político, pero en verdad habla de un boliche donde la
bohemia tucumana se juntaba a tomar. A Madre del maíz la
busqué especialmente: quería incluir un homenaje a la Madre Tierra, a la
Naturaleza, algo que faltaba en mis álbumes previos. A monteros es
una zamba carpera que ya había probado en shows tributo a Mercedes Sosa: es tan
fresca, tan alegre que no podía faltar. Porque quería sumar un tango, pero un
tango-canción romántico, que tuviera que ver conmigo, no una historia dramática
de arrabal, elegí Cualquiera de estas noches, temazo de Eladia
Blázquez. Zamba de mi esperanza la sugirió Juan y, para serte
franca, al principio yo estaba un poquito renuente; pero de pronto redescubrí
esa letra que había repetido 25 millones de veces sin detenerme demasiado en su
poesía, y conecté desde un lugar distinto, como nunca. Además es un tema que
hoy, dado el contexto tan difícil, cobra nueva importancia, otro sentido.
Y La pomeña, de Manuel Castilla y el Cuchi Leguizamón, es un
clásico que adoro; no solo por su musicalidad sino también por la historia
detrás de la canción: cómo esta jovencísima pastora de cabras, Eulogia Tapia,
acepta el desafío de Castilla durante un carnaval salteño de cantar en
contrapunto y, con toda esa inocencia y esa timidez, gana con sus coplas
improvisadas.
Aunque todavía no lo han podido tocar Encuentro Sur en Argentina por obvias razones, sí han presentado los temas en una gira europea por Dinamarca, Luxemburgo, Francia, España, Suecia…
- Sí, el pasado año hicimos una prepresentación. Menos mal que ya tiene un pequeño recorrido, si no la angustia por este parate obligatorio sería todavía más honda. Por suerte, ya sabemos que suena hermoso en vivo, que la gente lo recibe con emoción genuina. Ahora estamos evaluando hacer un concierto por streaming en octubre, es una posibilidad que estamos charlando.
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