¿Somos de la materia remixada de lo que leemos?

Por Gabriela Baby

Después del baile (1895), Ramón Casas y Carbo 
La borrachera de lecturas en estas fechas anómalas puede tener los ritmos más diversos. Cada quien se la administra como puede: a grandes tragos o a sorbitos degustadores de variados sabores, siempre exquisitos.

Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de leer?

Para muchas personas, leer es leer largo. Para otras, leer es leer los clásicos. O leer es leer novelas. O leer es leer con orden y sistema: todos los libros de un autor, todas las novedades, todos los policiales o, como leía el estudiante de La náusea, de Albert Camus, a partir del fichero de la biblioteca y ¡por orden alfabético!  

“¿Qué es un lector?”, pregunta Ricardo Piglia en El último lector. Y comenta en ese texto: “Una de las claves de ese lector inventado por Borges es la libertad en el uso de los textos, la disposición a leer según su interés y su necesidad. Cierta arbitrariedad, cierta inclinación deliberada a leer mal, a leer fuera de lugar, a armar relaciones y series imposibles”.

Gustos, velocidades, apetencias, tentaciones, capacidad o disponibilidad de atención de diferentes alcances. Que incluso se modifican en la misma persona día a día o de la noche a la mañana.

Me pasa: mientras me lavo los dientes después del desayuno pienso que es un momento excelente para encarar La guerra y la paz, y transportarme a la época de Napoleón, montada a los hombros del viejo Tolstoi. Pero, hacia la media tarde, ni siquiera he bajado el tomo de mi biblioteca, y en cambio veo la pila que ha quedado diseminada al lado de la compu donde trabajo: Obras completas (y otros cuentos) de Augusto Monterroso, uno de los más diestros con el microrrelato, los cuentos de Haroldo Conti (no tan breves) y el infaltable de Saki, que anduve picoteando entre un llamado, y algo de trabajo durante el día que ya se acaba. Claro que en la mesa de luz tengo la pila oficial de la noche encabezada por Mujercitas  (versión completa de Louisa M. Alcott, con las ilustraciones de Frank T. Merrill, realizadas en 1880, un lujo) y me deleito con uno o dos capítulos antes de que se digne llegar el sueño.

Deleite y chispazos

Mujer leyendo, Mary Cassatt
Porque en realidad no existen de antemano textos largos o cortos, sino la profundidad del encuentro en la lectura. El chispazo y también el deleite. “¿Nunca les ha sucedido, leyendo un libro, que tuvieron que ir parando continuamente a lo largo de la lectura, y no por desinterés sino, al contrario, a causa de una gran afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no les ha pasado nunca eso de leer levantando la cabeza?”, pregunta Barthes en su texto Escribir la lectura (incluido en El susurro del lenguaje).

¿Qué escribimos en nuestra cabeza cada vez que la levantamos? Esta pesquisa barthesiana busca ese chispazo íntimo, sensual, dado por una palabra, una imagen, una frase... El encendido de la mente, el cuerpo, los poros. El click que nos obliga a levantar la cabeza para paladear, absorber, seguir degustando. Una acción personal y profunda, movilizadora y sutil.

Tanto para quienes se embarcan en las mareas de Tolstoi (o Dostoievski, Proust o los más contemporáneos Orhan Pamuk, Karl Ove Knausgård y compañía), como para quienes encaran producciones ágiles, escritores Bartleby o escritores del No, como los rotuló Enrique Vila-Matas, en ninguno de estos casos, la lectura tiene que ver con extensiones, peso o tamaño, sino que se trata del goce inmensurable, siempre incompleto y renovado que implica el encuentro con imágenes, escenas o ideas, hechas de palabras. Ese chispazo. Que incluso conmueve hasta el punto de tener que levantar la cabeza para reubicar el horizonte (¿cierto mareo embriagador?) y nuevas sensaciones. El cuerpo en la lectura.

Leer de todo y todo como se lee la ficción. Laura Devetach lo dice así en El camino lector: “No existen lectores sin camino y no existen personas que no tengan un camino empezado aunque no lo sepan. Es importante reconocer la existencia de textos internos: todo lo que uno percibió, escuchó, recibió por distintos medios, cantó, copió en cuadernos, garabateó, etcétera”. Y prosigue: “Muchos de nosotros nos percibimos como no-lectores, y la ansiedad por llegar a serlo, por cumplir con imperativos no siempre claros, nos lleva a contabilizar solo lo que leímos, o no leímos, según cánones escolares o académicos generados en base a normas discutibles. Sin embargo, la mayoría de las personas no carecemos de lecturas realizadas si ampliamos los conceptos de lectura y de lector. Permanentemente hacemos diversas lecturas de la realidad, o a través de la escucha, o en situaciones no formales que no se valoran por considerarse asistemáticas o eventuales: algún texto que nos impactó, fragmentos de poemas o poemas enteros, frases que quedan en la memoria, lecturas imprecisas que no recordamos, pero que ocupan espacio e intervienen en la dialéctica entre el lector y el texto”.

La cita permite saltar del libro a la realidad. Da cuenta de la lectura como un ejercicio amplio: leer las noticias, leer el mundo -ahora por la ventana o por las pantallas- y otra vez volver al libro, a los textos fragmentados por la (des)memoria, al cóctel personal: un cuento de Monterroso dialoga con un posteo de este mismo blog, que a su vez entran en serie con un poema módico de Mariano Blatt (argentino, contemporáneo) y vuelve a Alcott antes de que termine el día. ¡Glup!

Estamos borrachas.os de libros, posteos, poemas, clásicos o actuales, largos o en twitts. Estamos hechos.as de la materia -remixada- de lo que leemos y procesamos en esta licuadora sin stop que pone a nuestro alcance tantas propuestas, muchas más de lo que cualquier vida pueda procesar. ¡Salute!

Una nota sobre la obligatoriedad

Cuando los niños se han dormido,
Thomas Faed
Pero hubo otro tiempo que fue hermoso, fuimos libres de verdad, y nos mandaron al colegio. Y allí estaba la materia Literatura. Por exceso, opacidad, entusiasmo contagioso, malversación o malapraxis, esta materia siempre fue polémica. Agradecida en algunos casos, y una condena al tedio en otros.

En la vertiente tedio, el chileno Alejandro Zambra, en una colección de ensayos titulada No leer propone el artículo Lecturas obligatorias, en el que recuerda una escena de su experiencia como alumno del secundario. Colegio prestigioso y exigente. Dictadura pinochetista, varones de uniforme, pelo engominado. Silencio en el aula. La profesora escribe en el pizarrón “Viernes examen. Madame Bovary, de Gustave Flaubert: lectura obligatoria”. Terror, sudor frío, chirriar de tiza sobre la pizarra (¡era martes!). Dice Zambra: “Así nos enseñaron a leer: a palos. Todavía pienso que los profesores no querían entusiasmarnos sino disuadirnos, alejarnos para siempre de los libros”.

 ¿Quién no ha vivido esta escena? ¿Dónde estaba la idea de “placer de la lectura” en este aula? ¿A esa profesora le gustaba leer? ¿Le gustó alguna vez?

Muchos escritores, apasionados lectores, confiesan que en sus épocas de estudiantes, la imposición de lecturas –combinadas con fechas de exámenes, otra aberración que el sistema educativo propina como puñetazos contra probables lectores y su encuentro disfrutador con la literatura– solo provocaban tedio, desazón, terror, hartazgo. Pablo de Santis dijo alguna vez: “Los únicos libros aburridos los leí en la facultad”: por supuesto no se trataba de los libros sino de los modos de llegar a esa lectura. Otro chiste académico del arcón personal: “¿Quién puede hacer que la literatura francesa sea aburrida? Las profesoras de la cátedra de literatura francesa”. ¡Fíjense que tener habilidad para lograrlo!

La lectura será por placer o no será. Y más que placer, goce: “El placer tiene que ver con la euforia, con la confirmación social (del encuentro con el cuerpo del texto)”, dice Roland, nuestro semiólogo inoxidable; el goce, en cambio, pone en estado de pérdida, desacomoda, “hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje”.

La lectura desacomoda incluso a la propia lectura. Por eso, una novela o un cuento o un poema -y el mismo lector- es diferente en cada lectura: cada vez que lo volvemos a leer desacomoda la estantería interior, el orden/caos de nuestra cabeza lectora, de nuestras lecturas realizadas. El camino lector despliega laberintos, espirales, encrucijadas, avenidas veloces, calles con adoquines, y más. 

Y además, todos leemos o volvemos de manera diferente el mismo libro, el mismo texto.

La lectora, Van Gogh
Otra escena personal. Desde que comenzó la pandemia coordino un taller de lectura de cuentos. Me inspiré en la propuesta de Sarah Hirschman que en Gente y cuentos. ¿A quién pertenece la literatura?  despliega su experiencia e interesantes reflexiones sobre la práctica de taller de lectura con comunidades en riesgo. Se trata de leer en voz alta y en ronda (ahora por zoom) un cuento, para luego conversar y desgranarlo. No es crítica literaria, ni hay lectura guiada, ni se “explican” los textos: no son clases de literatura, sino que se trata de la conversación como un modo de ejercer la lectura.

A partir de distintos cuentos -a veces poemas- surgen en el taller muchísimos temas, asociaciones, recuerdos, enojos (con el narrador, con los personajes, entre participantes del grupo), pasiones, chistes, y, sobre todo, un ejercicio productivo y enriquecedor del sentido. El grupo es diverso y los cuentos crecen a partir de las distintas miradas, ideas, suposiciones y emociones que vamos compartiendo cada semana.  

El límite es el texto, al que volvemos para buscar imágenes, asociaciones, hipótesis, palabras. Cada quien hace su lectura y esgrime en cada intervención su derecho a leer. Las lecturas diversas amplifican el horizonte del sentido.

La conversación sobre un texto es un modo de leer y de escribir: esa escritura interna que mencionaba Barthes que ocurre al levantar la cabeza, en este caso se proyecta en la voz, en el decir. El texto oral viene a desacomodar(nos) y a pedir un nuevo (des)orden. Escuchamos y nos desordenamos. Decimos y volvemos a ordenar. Y así.

Los talleres de lectura y las conversaciones entre lectores generan sentidos nuevos, modos de hacer circular los textos y las palabras, permiten apropiarnos de nuestras propias ideas, enriquecerlas, tomar partido, poder ceder y complejizar, buscar siempre nuevos chispazos. 

Leer es decir, debatir, polemizar, arrojar el libro por la borda, hacer silencio. Derechos irrevocables de los lectores.

Derecho humano

Vieja leyendo, Rembrandt
Fue Daniel Pennac en su libro Como una novela quien esgrimió los derechos del lector. Y estos derechos tienen una historia, que el autor cuenta en el mismo libro. En la década del ochenta, el profesor Pennac tomó la experiencia de otro profesor, Georges Perros, y decidió que lo mejor que podía hacer frente a su clase de literatura con jóvenes apáticos, resistentes a la voz de los adultos, era ponerse a leer. Sin más. Como había hecho Perros (así lo cuenta Pennac): “Cuando vieron salir El perfume de la mochila del profesor pensaron al momento en la aparición de un iceberg. Precisemos que el profesor en cuestión había escogido a propósito la edición de Fayard, con grandes caracteres, paginación espaciada, vastos márgenes, un libro enorme que prometía un suplicio interminable a los ojos de esos refractarios a la lectura. Pues bien, comienza a leer y ven como el iceberg se derrite entre sus manos”, cuenta Pennac. Como una novela recorre un camino lector cuyo arco va de un comienzo de lecturas de padre y madre al pie de la cuna (hadas, príncipes y enanitos amorosamente mediados), pasando por el adolescente resistente y distraído -con la tele, en épocas de Pennac- hasta la enunciación y desglose de los derechos del lector, zona de gran interés para quienes eligen caminos diversificados, digitales, ladrillescos, enmarañados.

“El derecho a no leer, el derecho a saltarse páginas, el derecho a no terminar un libro, el derecho a releer, el derecho a leer cualquier cosa, el derecho al bovarismo, el derecho a leer en cualquier parte, el derecho a picotear, el derecho a leer en voz alta, el derecho a callarnos”, enuncia y luego desglosa Daniel Pennac.

Cada lector ejerce sus derechos según su propia voluntad, o mejor, como su (in)consciencia lo guíe: puede leer largo o corto, arrojar el libro cuando aburre -nada de escalar capítulos como si se tratara de una montaña o una prueba de resistencia-. También hay derecho de volver a mirar, detenerse las veces que se desee en el mismo párrafo o en la misma palabra; derecho a asociar cualquier cosa con un recuerdo personalísimo, parar en una frase y levantar la cabeza y no volver a bajarla, reírse con un texto que no fue escrito de manera cómica (la construcción del sentido, ¡y del sentido del humor!), llorar a mares con lo que sea que fuere porque sencillamente se eligió llorar a mares.

Y como toda lectura implica escritura, propongo deliberadamente que las damiselas (y damiselos, que somos inclusivas) que leen esta nota escriban su propia lista de los motivos por los que leen. Hagamos el ejercicio. Doy ejemplo y avanzo con mi lista: leo para olvidarme y para no olvidar; leo para irme del presente, para asociar, para jugar, para volver, para relamerme en el uso del lenguaje más que con bombones Lindt; leo para sufrir con otros y con otras -me encanta leer y sufrir-. Leo para no escuchar el mundo, y también para escuchar mejor el mundo. Leo para seguir leyendo.