![]() |
Después del baile (1895), Ramón Casas y Carbo |
La
borrachera de lecturas en estas fechas anómalas puede tener los ritmos más
diversos. Cada quien se la administra como puede: a grandes tragos o a sorbitos
degustadores de variados sabores, siempre exquisitos.
Pero,
¿de qué hablamos cuando hablamos de leer?
Para
muchas personas, leer es leer largo. Para otras, leer es leer los clásicos. O
leer es leer novelas. O leer es leer con orden y sistema: todos los libros de
un autor, todas las novedades, todos los policiales o, como leía el estudiante
de La náusea, de Albert Camus, a
partir del fichero de la biblioteca y ¡por orden alfabético!
“¿Qué
es un lector?”, pregunta Ricardo Piglia en El
último lector. Y comenta en ese texto: “Una de las claves de ese lector
inventado por Borges es la libertad en el uso de los textos, la disposición a
leer según su interés y su necesidad. Cierta arbitrariedad, cierta inclinación
deliberada a leer mal, a leer fuera de lugar, a armar relaciones y series
imposibles”.
Gustos,
velocidades, apetencias, tentaciones, capacidad o disponibilidad de atención de
diferentes alcances. Que incluso se modifican en la misma persona día a día o
de la noche a la mañana.
Me
pasa: mientras me lavo los dientes después del desayuno pienso que es un
momento excelente para encarar La guerra
y la paz, y transportarme a la época de Napoleón, montada a los hombros del
viejo Tolstoi. Pero, hacia la media tarde, ni siquiera he bajado el tomo de mi
biblioteca, y en cambio veo la pila que ha quedado diseminada al lado de la
compu donde trabajo: Obras completas (y
otros cuentos) de Augusto Monterroso, uno de los más diestros con el microrrelato,
los cuentos de Haroldo Conti (no tan breves) y el infaltable de Saki, que
anduve picoteando entre un llamado, y algo de trabajo durante el día que ya se
acaba. Claro que en la mesa de luz tengo la pila oficial de la noche encabezada
por Mujercitas (versión completa de Louisa M. Alcott, con
las ilustraciones de Frank T. Merrill, realizadas en 1880, un lujo) y me
deleito con uno o dos capítulos antes de que se digne llegar el sueño.
Deleite y chispazos
![]() |
Mujer leyendo, Mary Cassatt |
Porque
en realidad no existen de antemano textos largos o cortos, sino la profundidad
del encuentro en la lectura. El chispazo y también el deleite. “¿Nunca les ha
sucedido, leyendo un libro, que tuvieron que ir parando continuamente a lo
largo de la lectura, y no por desinterés sino, al contrario, a causa de una
gran afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no
les ha pasado nunca eso de leer levantando la cabeza?”, pregunta Barthes en su
texto Escribir la lectura (incluido
en El susurro del lenguaje).
¿Qué
escribimos en nuestra cabeza cada vez que la levantamos? Esta pesquisa
barthesiana busca ese chispazo íntimo, sensual, dado por una palabra, una
imagen, una frase... El encendido de la mente, el cuerpo, los poros. El click
que nos obliga a levantar la cabeza para paladear, absorber, seguir degustando.
Una acción personal y profunda, movilizadora y sutil.
Tanto
para quienes se embarcan en las mareas de Tolstoi (o Dostoievski, Proust o los
más contemporáneos Orhan Pamuk, Karl Ove Knausgård y compañía), como para quienes
encaran producciones ágiles, escritores Bartleby o escritores del No, como los
rotuló Enrique Vila-Matas, en ninguno de estos casos, la lectura tiene que ver
con extensiones, peso o tamaño, sino que se trata del goce inmensurable,
siempre incompleto y renovado que implica el encuentro con imágenes, escenas o
ideas, hechas de palabras. Ese chispazo. Que incluso conmueve hasta el punto de
tener que levantar la cabeza para reubicar el horizonte (¿cierto mareo
embriagador?) y nuevas sensaciones. El cuerpo en la lectura.
Leer
de todo y todo como se lee la ficción. Laura Devetach lo dice así en El camino lector: “No existen lectores
sin camino y no existen personas que no tengan un camino empezado aunque no lo
sepan. Es importante reconocer la existencia de textos internos: todo lo que
uno percibió, escuchó, recibió por distintos medios, cantó, copió en cuadernos,
garabateó, etcétera”. Y prosigue: “Muchos de nosotros nos percibimos como
no-lectores, y la ansiedad por llegar a serlo, por cumplir con imperativos no
siempre claros, nos lleva a contabilizar solo lo que leímos, o no leímos, según
cánones escolares o académicos generados en base a normas discutibles. Sin
embargo, la mayoría de las personas no carecemos de lecturas realizadas si
ampliamos los conceptos de lectura y de lector. Permanentemente hacemos
diversas lecturas de la realidad, o a través de la escucha, o en situaciones no
formales que no se valoran por considerarse asistemáticas o eventuales: algún
texto que nos impactó, fragmentos de poemas o poemas enteros, frases que quedan
en la memoria, lecturas imprecisas que no recordamos, pero que ocupan espacio e
intervienen en la dialéctica entre el lector y el texto”.
La
cita permite saltar del libro a la realidad. Da cuenta de la lectura como un
ejercicio amplio: leer las noticias, leer el mundo -ahora por la ventana o por
las pantallas- y otra vez volver al libro, a los textos fragmentados por la
(des)memoria, al cóctel personal: un cuento de Monterroso dialoga con un posteo
de este mismo blog, que a su vez entran en serie con un poema módico de Mariano
Blatt (argentino, contemporáneo) y vuelve a Alcott antes de que termine el día.
¡Glup!
Estamos
borrachas.os de libros, posteos, poemas, clásicos o actuales, largos o en
twitts. Estamos hechos.as de la materia -remixada- de lo que leemos y
procesamos en esta licuadora sin stop que pone a nuestro alcance tantas
propuestas, muchas más de lo que cualquier vida pueda procesar. ¡Salute!
Una nota sobre la obligatoriedad
![]() |
Cuando los niños se han dormido, Thomas Faed |
Pero
hubo otro tiempo que fue hermoso, fuimos libres de verdad, y nos mandaron al
colegio. Y allí estaba la materia Literatura. Por exceso, opacidad, entusiasmo
contagioso, malversación o malapraxis, esta materia siempre fue polémica.
Agradecida en algunos casos, y una condena al tedio en otros.
En
la vertiente tedio, el chileno Alejandro Zambra, en una colección de ensayos
titulada No leer propone el artículo
Lecturas obligatorias, en el que
recuerda una escena de su experiencia como alumno del secundario. Colegio
prestigioso y exigente. Dictadura pinochetista, varones de uniforme, pelo
engominado. Silencio en el aula. La profesora escribe en el pizarrón “Viernes
examen. Madame Bovary, de Gustave
Flaubert: lectura obligatoria”. Terror, sudor frío, chirriar de tiza sobre la
pizarra (¡era martes!). Dice Zambra: “Así nos enseñaron a leer: a palos.
Todavía pienso que los profesores no querían entusiasmarnos sino disuadirnos,
alejarnos para siempre de los libros”.
¿Quién no ha vivido esta escena? ¿Dónde estaba
la idea de “placer de la lectura” en este aula? ¿A esa profesora le gustaba
leer? ¿Le gustó alguna vez?
Muchos
escritores, apasionados lectores, confiesan que en sus épocas de estudiantes,
la imposición de lecturas –combinadas con fechas de exámenes, otra aberración
que el sistema educativo propina como puñetazos contra probables lectores y su
encuentro disfrutador con la literatura– solo provocaban tedio, desazón,
terror, hartazgo. Pablo de Santis dijo alguna vez: “Los únicos libros aburridos
los leí en la facultad”: por supuesto no se trataba de los libros sino de los
modos de llegar a esa lectura. Otro chiste académico del arcón personal:
“¿Quién puede hacer que la literatura francesa sea aburrida? Las profesoras de
la cátedra de literatura francesa”. ¡Fíjense que tener habilidad para lograrlo!
La
lectura será por placer o no será. Y más que placer, goce: “El placer tiene que
ver con la euforia, con la confirmación social (del encuentro con el cuerpo del
texto)”, dice Roland, nuestro semiólogo inoxidable; el goce, en cambio, pone en
estado de pérdida, desacomoda, “hace vacilar los fundamentos históricos, culturales,
psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores y de sus
recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje”.
La
lectura desacomoda incluso a la propia lectura. Por eso, una novela o un cuento
o un poema -y el mismo lector- es diferente en cada lectura: cada vez que lo
volvemos a leer desacomoda la estantería interior, el orden/caos de nuestra
cabeza lectora, de nuestras lecturas realizadas. El camino lector despliega
laberintos, espirales, encrucijadas, avenidas veloces, calles con adoquines, y
más.
Y
además, todos leemos o volvemos de manera diferente el mismo libro, el mismo
texto.
![]() |
La lectora, Van Gogh |
Otra
escena personal. Desde que comenzó la pandemia coordino un taller de lectura de
cuentos. Me inspiré en la propuesta de Sarah Hirschman que en Gente y cuentos. ¿A quién pertenece la
literatura? despliega su experiencia
e interesantes reflexiones sobre la práctica de taller de lectura con
comunidades en riesgo. Se trata de leer en voz alta y en ronda (ahora por zoom)
un cuento, para luego conversar y desgranarlo. No es crítica literaria, ni hay
lectura guiada, ni se “explican” los textos: no son clases de literatura, sino
que se trata de la conversación como un modo de ejercer la lectura.
A
partir de distintos cuentos -a veces poemas- surgen en el taller muchísimos
temas, asociaciones, recuerdos, enojos (con el narrador, con los personajes,
entre participantes del grupo), pasiones, chistes, y, sobre todo, un ejercicio
productivo y enriquecedor del sentido. El grupo es diverso y los cuentos crecen
a partir de las distintas miradas, ideas, suposiciones y emociones que vamos
compartiendo cada semana.
El
límite es el texto, al que volvemos para buscar imágenes, asociaciones,
hipótesis, palabras. Cada quien hace su lectura y esgrime en cada intervención
su derecho a leer. Las lecturas diversas amplifican el horizonte del sentido.
La
conversación sobre un texto es un modo de leer y de escribir: esa escritura
interna que mencionaba Barthes que ocurre al levantar la cabeza, en este caso
se proyecta en la voz, en el decir. El texto oral viene a desacomodar(nos) y a
pedir un nuevo (des)orden. Escuchamos y nos desordenamos. Decimos y volvemos a
ordenar. Y así.
Los
talleres de lectura y las conversaciones entre lectores generan sentidos
nuevos, modos de hacer circular los textos y las palabras, permiten apropiarnos
de nuestras propias ideas, enriquecerlas, tomar partido, poder ceder y
complejizar, buscar siempre nuevos chispazos.
Leer
es decir, debatir, polemizar, arrojar el libro por la borda, hacer silencio.
Derechos irrevocables de los lectores.
Derecho humano
![]() |
Vieja leyendo, Rembrandt |
Fue
Daniel Pennac en su libro Como una
novela quien esgrimió los derechos del lector. Y estos derechos tienen una
historia, que el autor cuenta en el mismo libro. En la década del ochenta, el
profesor Pennac tomó la experiencia de otro profesor, Georges Perros, y decidió
que lo mejor que podía hacer frente a su clase de literatura con jóvenes
apáticos, resistentes a la voz de los adultos, era ponerse a leer. Sin más.
Como había hecho Perros (así lo cuenta Pennac): “Cuando vieron salir El perfume de la mochila del profesor
pensaron al momento en la aparición de un iceberg. Precisemos que el profesor
en cuestión había escogido a propósito la edición de Fayard, con grandes
caracteres, paginación espaciada, vastos márgenes, un libro enorme que prometía
un suplicio interminable a los ojos de esos refractarios a la lectura. Pues
bien, comienza a leer y ven como el iceberg se derrite entre sus manos”, cuenta
Pennac. Como una novela recorre un
camino lector cuyo arco va de un comienzo de lecturas de padre y madre al pie
de la cuna (hadas, príncipes y enanitos amorosamente mediados), pasando por el
adolescente resistente y distraído -con la tele, en épocas de Pennac- hasta la
enunciación y desglose de los derechos del lector, zona de gran interés para
quienes eligen caminos diversificados, digitales, ladrillescos, enmarañados.
“El
derecho a no leer, el derecho a saltarse páginas, el derecho a no terminar un
libro, el derecho a releer, el derecho a leer cualquier cosa, el derecho al
bovarismo, el derecho a leer en cualquier parte, el derecho a picotear, el
derecho a leer en voz alta, el derecho a callarnos”, enuncia y luego desglosa
Daniel Pennac.
Cada
lector ejerce sus derechos según su propia voluntad, o mejor, como su
(in)consciencia lo guíe: puede leer largo o corto, arrojar el libro cuando
aburre -nada de escalar capítulos como si se tratara de una montaña o una
prueba de resistencia-. También hay derecho de volver a mirar, detenerse las veces
que se desee en el mismo párrafo o en la misma palabra; derecho a asociar
cualquier cosa con un recuerdo personalísimo, parar en una frase y levantar la
cabeza y no volver a bajarla, reírse con un texto que no fue escrito de manera
cómica (la construcción del sentido, ¡y del sentido del humor!), llorar a mares
con lo que sea que fuere porque sencillamente se eligió llorar a mares.
Y
como toda lectura implica escritura, propongo deliberadamente que las damiselas
(y damiselos, que somos inclusivas) que leen esta nota escriban su propia lista
de los motivos por los que leen. Hagamos el ejercicio. Doy ejemplo y avanzo con
mi lista: leo para olvidarme y para no olvidar; leo para irme del presente,
para asociar, para jugar, para volver, para relamerme en el uso del lenguaje
más que con bombones Lindt; leo para sufrir con otros y con otras -me encanta
leer y sufrir-. Leo para no escuchar el mundo, y también para escuchar mejor el
mundo. Leo para seguir leyendo.