No
importa lo que escriban las mujeres. La pregunta siempre está ahí. ¿Es
autobiográfico? Cuando los hombres escriben autobiografía, se lee como novela;
cuando las mujeres escriben novelas, se leen como autobiografía.
Nada
que objetar, porque como se sabe, toda creación es autobiográfica porque está hecha de resonancias de historias que
leímos, que nos contaron, que nos imaginamos, que soñamos. Cuando le pregunté a
la cineasta Jeanine Meerapfel qué parte de su historia estaba en sus películas,
me respondió: “¿Parte mía? ¡Toda! Escribí los guiones, hice las películas...”.
Pero
aquí se trata de la jerarquización de lo que se escribe, según quien lo
escribe. Cuando el noruego Karl Ove Knausgård en Mi lucha describe a lo largo de casi mil páginas con lujo de
detalles su experiencia de la crianza y aborda el tedio del cambio de pañales,
las tareas domésticas y los platos sin lavar, su novela se convierte en un
best-seller.
Si
lo mismo lo hubiese escrito una autora mujer, es probable que semejante
historia no hubiese encontrado editorial o, en caso contrario, se habría
perdido entre los trastos de autoayuda y oscuros anaqueles. Siri Hustvet en su
magnífico ensayo La mujer que miraba a
los hombres que miraban a las mujeres analiza a fondo esta jerarquía cuando
su colega Knausgård le dice abiertamente que para él “las mujeres no son
competencia”, es decir, que su mirada se orienta a una liga de -presunta-
“grandeza masculina”.
Meret
Oppenheim, esa artista que provocó a los surrealistas supermachos que entonces
creían haberse apropiado de la genialidad y la invención y el supertalento,
escribió en clave autobiográfica: “Todos
los pensamientos concebidos alguna vez rotan alrededor de la tierra, en la gran
esfera inteligente. La tierra estalla, la esfera revienta, los pensamientos se
dispersan por el universo, y siguen viviendo en otras estrellas.”
Y
yo misma, sin ir más lejos, también escribo fragmentos autobiográficos en una
épica titulada La Ilíaca, que
comienza con la sabia Hipatia y desemboca en las Madres.
Hubo
que esperar al siglo XXI para que aparecieran otras formas de ejercer la
ocupación de lo autobiográfico. Desarticulando y generando otras grietas. Otras
junturas. Por ejemplo, Gabriela Wiener.
Sin
explicación alguna -o quizá acaparando todo el espacio de la reflexión y
montándose en ella para desestructurarla- , la escritora, periodista, cronista,
performática Gabriela Wiener (Lima, 1975) decide escribir y escribirse en el
cuerpo y en sus relaciones desde la mirada indiscutiblemente autobiográfica.
Con tan autobiográfico desparpajo que perfora los límites extremos de la
ficción, si es esto posible.
Además
de numerosas crónicas en medios de Europa y América, Wiener ha publicado varios
libros como Sexografía, Nueve Lunas, Llamada perdida, Kit de
supervivencia para el fin del mundo, Ejercicios
para el endurecimiento el espíritu, entre otros títulos. Textos, relatos,
cuentos, guiones que exploran su vida y la de sus relaciones más íntimas: su
esposo, su esposa, su hija, el hijo de su esposa y esposo…
En
esta nota quiero referirme brevemente a su libro Dicen de mí. La cita a Tita
Merello -“Se dice de mí...”- lo hace
adorable desde el primer momento.
A
simple vista es un libro periodístico, testimonial si se quiere, con todo lo
que ese género requiere: veracidad, investigación, la palabra de quien te
escribe tal como la dice; es decir, más objetividad imposible. Y sin embargo,
con distancia y todo, la subjetividad se traga y muta lo verosímil.
“Este libro es el libro de una
periodista que usa y fuerza sus herramientas de trabajo para huir del
periodismo. Este libro está hecho de conversaciones impúdicas con conocidos,
cercanos, familiares y con gente que creía conocer y no conocía en absoluto...”, escribe Wiener a manera de
introducción. “En este libro por fin no
hablo de mí. En este libro todos hablan de mí (…), en este libro hago las
preguntas que nunca me atreví a hacer”.
Porque
la autora Gabriela Wiener entrevista a su hija, a su amante, a su esposo, a sus
antiguos amantes, a su padre, a su editor, a su hermana, a su ex mejor amiga, a
su crítico preferido, a su cronista más admirada... A todos, acerca de Gabriela Wiener.
Es
decir, una polifonía de voces “reales” construyen la persona que escribe. Para
quien lee, las personas entrevistadas bien pueden ser protagonistas de una
novela. La novela de mi vida (una de las versiones), la de Gabriela. Que puede
ser veraz y ella asegura que lo es, pero de tan veraz, el deseo de ser verdad
se desplaza para transformarse en una ficción verosímil. Una ficción donde el
yo cobra carácter superlativo. Con los tapones de punta para contar, interpelar
a la pregunta o duda. ¿De veras? ¿Es que puede una desnudarse tan, pero tanto?
¿Es que no hay nada de artificio ni de decorativo ni de cuidado ni de sutileza
para decir lo que hay que decir?
Tuve
el placer de ver la performance Qué
locura enamorarme yo de ti, el unipersonal de Gabriela Wiener, durante el
Congreso de Hispanistas el año pasado en Berlín donde ella participó como
invitada. Esta performance, que relata en primera persona las tribulaciones,
aventuras y desventuras del poliamor, tuvo momentos de especial belleza y
plenitud el año pasado en Lima en presentaciones teatrales bajo la dirección de
Mariana De Althaus, y luego en Madrid hasta marzo de este año, cuando se
clausuraron las funciones por las medidas antipandemia.
Gabriela
Wiener es pequeña y es enorme, su pelo oscuro cae como una capa protectora
cubriéndole las espaldas, su voz tiene registros de todo orden. Hasta para
cantar la letra de esa música de salsa que inspira su performance: Qué locura enamorarme yo de ti…
Autobiográfica.
Superlativamente autobiográfica. Otra que Simone y Jean Paul, soy yo, parece
decir Gabriela Wiener, despachándose por lo alto, con humor a prueba de todo
drama, provocadora y desafiante, revelándose en la escritura con una
contundencia como no son capaces los señores, que, digan lo que digan, se la
pasan novelando.