Marcas de lectura: Marguerite Duras

Por Reina Roffé


Comencé a leer a Marguerite Duras a mediados de los ochenta, poco después de mi regreso a la Argentina tras una larga temporada en Estados Unidos, cuando la vuelta a la democracia había cambiado el semblante de la gente, de los míos, golpeados por años de terror institucional, violencia y tortura, que generaron dolor, impotencia y ese miedo que impregnó la atmósfera del siglo XX, siglo de totalitarismos, crímenes de Estado y exilios. Pronto me vinculé con un grupo de poetas que ya habían publicado algunos libros o estaban por hacerlo. Gracias a la poeta y traductora Mirta Rosenberg -que pasaba largas temporadas en Buenos Aires hasta que decidió trasladarse definitivamente de Rosario a la capital- conocí a Graciela Safranchik, que daba cursos sobre cine y, sobre todo, leía con una fiebre lectora y analítica inigualable. Por entonces, estaba volcada, con particular entusiasmo, en la obra de la escritora francesa que, de inmediato, se convirtió en centro de nuestras conversaciones.

Poco a poco me fui enterando de que Duras, asociada a los círculos existencialistas, había sido militante del partido comunista durante un tiempo y colaboradora activa de la Resistencia en París. Había oído hablar de ella especialmente como guionista y directora de cine. De su dilatada vinculación con el séptimo arte, conocía el fervor que despertaban entre los cinéfilos los guiones que había escrito para las películas Hiroshima mon amour (1959) y Moderato cantabile (1960), dirigidas respectivamente por Alain Resnais y Peter Brook, películas que yo había visto con interés en los setenta. También sabía que se la reverenciaba entre los amantes del cine-club y de las salas especializadas donde se realizaban retrospectivas de su filmografía por ser la directora de La música o India song, ambas protagonizadas por la mítica Delphine Seyrig. Pero lo cierto es que no había leído su obra literaria hasta que conocí a Graciela Safranchik, que me abrió a ese mundo-Duras de extravío y soledad, a ese estilo o temperamento de su escritura cercano a la poesía. Empecé a leerla, creo recordar, por aquellos libros que le sirvieron para consolidarse como escritora, Un dique contra el Pacífico y Días enteros en las ramas, títulos que la situaron entre los principales exponentes del nouveau roman. Pronto advertí que la mayoría de sus novelas, como El amante (Premio Goncourt 1984), llevada al cine por J.J. Annaud en una versión que la escritora rechazó, están elaboradas con elementos autobiográficos, escasa acción y una escritura elusiva que se centra en sí misma para sugerir antes que nombrar, haciendo posible, no obstante, una comprensión más pormenorizada de los sentimientos personales y de las circunstancias de ciertos episodios históricos. Este modo de construcción, tan propio de Duras, a mi entender, alcanza su cima más alta en los seis magníficos textos reunidos bajo el título de El dolor, dados a conocer por su autora en 1985 y que leí en castellano viviendo ya en España, en una buena traducción de la poeta catalana Clara Janés.

El primero de ellos, el más extenso, El dolor, se presenta con la forma de un diario redactado por Duras entre los últimos días de la ocupación alemana y los primeros de la liberación. El telón de fondo es el final de la Segunda Guerra Mundial; el escenario, un París convulsionado que recibe a los prisioneros de guerra en tanto que otros miles aún siguen en los campos de concentración alemanes, mientras los ejércitos aliados avanzan. Pero lo que esta crónica narra es el transcurrir de una espera atravesada por el miedo y por una imagen subalterna que emerge de la realidad y se instala como un fantasma: la de un cuerpo tendido en una cuneta. Ella aguarda, abolida por la espera, el regreso de su marido -Robert Antelme- de un campo nazi. No sabe exactamente dónde está y cómo se encuentra, tampoco si continúa con vida. Lucha “contra las imágenes de la cuneta oscura” que se superponen una y otra vez componiendo un clima de angustia, un perfil narrativo de intriga y suspenso. Este eje estructurador del relato, enraizado en lo individual, en la voz más íntima de Duras, propicia un recorrido vehemente por un período de consternación en el que “todo el mundo está en espera”, sacudido por lo acaecido, por lo que todavía sucede y sin respuestas válidas que permitan explicar lo inexplicable: el genocidio, el crimen, la tortura, el odio. Algo similar a lo que nosotros habíamos padecido en la Argentina durante la última dictadura, que se extendió entre 1976 y 1983, como si tiempos y espacios se hubieran equiparado en algún punto, en la incesante factoría del horror.

Por las páginas de este diario -que puede ser leído como un poema épico, es casi un cantar de gesta, una epopeya en la que su autora resulta sujeto de la historia y hacedora de sus días, de su destino- transitan mancomunadas las filiaciones y fobias que suscitaron en Duras ciertos personajes políticos. Nos deja entrever, por ejemplo, los lazos de amistad con François Mitterrand (alias Morland), en ese momento jefe de uno de los grupos de la Resistencia. También su opinión sobre cómo “la derecha se ha reconcentrado en el gaullismo incluso a través de la guerra”, a la vez que De Gaulle es un “ensalzador de la derecha por definición”. Un De Gaulle en el poder que ya no espera nada, nos dice, porque “solo nosotras esperamos aún, con una espera de todos los tiempos, la de las mujeres de todos los tiempos, de todos los lugares del mundo: la espera de los hombres volviendo de la guerra”.

No menos testimoniales y conmovedores son los siguientes textos de El dolor. En “El señor X. Aquí llamado Pierre Rabier”, Duras vuelve a tratar “una historia verdadera hasta en sus detalles” mediante la composición de un correlato cronológicamente previo a los hechos registrados en el diario. Así, nos enteramos de que su marido, miembro de la Resistencia, estuvo preso antes de ser enviado al campo de concentración. A partir de aquí se engarzan episodios en los que se va cimentando la extraña relación que ella mantiene con un agente de la Gestapo, el mismo que arrestó a su marido. El relato se arma como una espiral entretejida alrededor de una cacería: uno acosa al otro, juega con su miedo. Él puede destruirla, ella puede entregarlo a la Resistencia, cosa que finalmente hace. Los personajes son reales, insiste la autora, también la muerte, el hambre, la desesperación de la guerra. Sin embargo, la historia está minada por una tensión narrativa que gana la escena autobiográfica. Duras logra fabular(se) al tiempo que acuña una pieza literaria de excepción.

De igual modo, en “Albert des Capitales” y “Ter el miliciano” el lector se encuentra con narraciones más ficcionales que miméticas. Ambos relatos se apoyan en figuras que se reinvierten en algún sentido y presentan paradojas. Los verdugos se transforman en víctimas; los humillados, humillan; los que tuvieron miedo, suscitan miedo.  En “Albert des Capitales”, Duras cuenta su activa participación durante un largo interrogatorio al que es sometido un soplón, a quien se golpea duramente hasta conseguir saber lo que ya sabían: que era un delator de judíos y resistentes. Mientras el delator produce en Duras repugnancia y, solo en ocasiones, conmiseración, Ter le inspira sentimientos ambiguos, incluso deseos sexuales. Pero tanto el uno como el otro simbolizan para ella esa clase de seres huecos que, seducidos por la idea de ostentar un poder de pacotilla, son capaces de cometer todo tipo de atrocidades con tal de obtener algún beneficio. El chivato da el soplo, no por anticomunista y antisemita, sino para sacar un dinero que invertir en pequeños lujos. Ter entra en la milicia, un organismo paramilitar, impulsado por la ambición de poseer armas, coches, mujeres. Acoge las consignas nazis de forma inconsciente, irresponsablemente, del mismo modo con el que acata su destino en manos de los liberadores. Ter, en palabras de Duras, “no tiene orgullo, nada en la cabeza”, porque pertenece a ese sector de la sociedad “en el que el dinero es fácil, en el que la idea es corta, en el que la mística del jefe hace las veces de ideología y justifica el crimen”. Hay en los dos relatos situaciones de violencia inexcusables, pero Duras rehúsa la representación brutal y pone el acento en el conflicto moral y político que genera todo combate, el que se impone entre vencedores y vencidos y desencadena otras violencias.

Las últimas historias de El dolor, “La ortiga rota” y “Aurélia Paris”, son “inventadas”, según indica Duras en unas notas, pero ambas están ambientadas en la misma época y conservan la fuerza de matices de las anteriores, interactuando y completándolas. En una, el cielo se ilumina con bombardeos, se eclipsa por los fogonazos antiaéreos; en la otra, aún se oyen las sirenas y los francotiradores apuntan a matar. Ter vuelve a aparecer camuflado de forastero en “La ortiga rota”, posiblemente ha escapado de la cárcel, interpreta la propia autora, y “se aleja de la ciudad para buscar un lugar donde morir”.  La protagonista de “Aurélia Paris” es una niña judía abandonada que aprende a leer con periódicos que comentan las operaciones del ejército del Reich y canta para no oír los ruidos de la guerra.

Todas las historias que se cuentan tienen un denominador común: la impresionante y estremecedora recomposición psicológica de coyunturas y escenarios cargados de estupor. Cada texto contiene un tramado de sensaciones que suturan tanto como las palabras que le dan cuerpo. En Escribir, Marguerite Duras reflexionaba sobre el ejercicio de la escritura y su trascendencia, decía: “No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos”. Quizá ésta sea la forma más sencilla y, a la vez, perfecta de definir El dolor. Indudablemente, un gran libro, el que dejó más huella en mí de todos los que leí de esta autora.

Me gustaría decirle estas cosas a Graciela Safranchik, preguntarle si ella también leyó El dolor y los textos que acompañan a la edición de Alba de 1999, a ella que me transmitió la fascinación por la obra de Marguerite Duras. Pero hace décadas que no sé nada de Graciela. Tampoco tuve la oportunidad de comentarle lo mucho que me gustaron sus dos nouvelles publicadas en la primera mitad de los noventa, Kadish y El cangrejo, que me llegaron de la mano de Mirta Rosenberg, otra gran lectora.

Precisamente en Kadish, relato de una singularidad estética teatral y deslumbrante, Safranchik manifiesta algo que suscribo: “No importa cuánto se haya vivido, el recuerdo siempre es asombroso”. En efecto, recordar aquellos momentos de charlas tan enfáticas, tan librescas, llenas de intercambios literarios y culturales, formativas en varios aspectos, me despierta asombro y también encanto por una época, breve en realidad -pronto volví a partir-, pero muy intensa, que atesoro en la memoria y asoma cada vez que abro un libro amado.