Pensar en tiempos de peligro: apuntes sobre un curso que une feminismo y ambientalismo

Por Diana Fernández Irusta

Un curso puede nacer a partir de una imagen. Así lo cuenta la escritora, ensayista y gestora cultural Gabriela Massuh, intensa y clara desde la pantalla que -estamos en pandemia- me permite escucharla.

Es sábado por la mañana, la casa se sumerge en un bienvenido silencio, y yo asisto, plataforma Meet mediante, al taller de lectura que dicta Massuh en el marco de la Fundación Filba. Un taller que me cautivó desde su mismo nombre: “El bucle del amor y la rabia: ¿Quién cuida y restaura lo dañado?”.

El bucle. El cuidado. “La lectura al crochet” (así se la propone) de textos de mujeres enormes: Silvia Federici, Naomi Klein, Rita Segato, Donna Haraway, todas ellas enlazadas por el modo en que entienden que feminismo y ambientalismo debieran formar parte de una misma, única, cosa.

Y entre tanta imagen, está la que fue germen del curso, y que rememora Massuh este sábado por la mañana. Era diciembre del año pasado, cuenta, y participaba de una de las marchas por el clima que por esos días se habían realizado en las proximidades del Congreso. Entonces, miró hacia avenida Rivadavia, y vio que estaba ocupada por una manifestación del movimiento NiUnaMenos. “Pero si son la misma marcha”, se sorprendió pensando, frente a esas dos convocatorias que estaban allí, tan cerca y tan lejos, reunidas en paralelo y un poco indiferentes la una de la otra. 

Sin embargo, ¿cómo  pensar en la violación de la naturaleza sin pensar también en la violación de los territorios de las mujeres?, se preguntó y se sigue preguntando Massuh, al tiempo que establece, desde el vamos, lo que será la trama, el pulso del crochet bravo y amoroso tejido por el cuarteto de autoras que estamos a punto de leer.   

Palabras, acción, cuidados

“Prohibido no pensar”: ese era el cartel, escrito a mano y con rabia, que Maricarmen pegó en una pared de su casa, en plena dictadura militar. Porque afuera, en la calle, en la universidad, en cada rincón de la ciudad, todo era muerte. Y para mantener esa muerte a raya, para decirle que no, que a su casa y a su alma no entraba, Maricarmen, que había estudiado Letras, organizaba grupos de lectura en su hogar. Allí, entre mates y cigarrillos se leían textos de Barthes, Derrida, Deleuze. Y el cartel era un grito de guerra, de amor, de coraje. Porque cuando la muerte ronda, la vida se refugia en las palabras, y es imperativo prohibirse no pensar.

La anécdota me sobrevuela: allá afuera, hoy, no hay dictadura pero la muerte sobrevuela en forma de virus, árboles destrozados, clima hostigado, planeta exhausto. Sobrevuela y duele en las múltiples formas de dolor, humano y no humano, que, lo sabemos, se despliegan a toda hora y en casi todos los espacios. Del otro lado de la pantalla, sigue su curso el primer encuentro de “El bucle del amor y la rabia”, y escucho el nombre de Hannah Arendt, la frase “Entender es entender lo que está puesto en juego”. Pienso en Degüello, la última novela de Gabriela Massuh -la misma Massuh que ahora habla del otro lado de la videoconferencia-, y recuerdo que uno de sus personajes también cita una frase de Arendt, y señala: “Entender es resistir”.

Es primer día del curso y nos sumergimos en Silvia Federidi, que hace unos cuantos años se sumergió en El capital y vio lo que Marx no había visto: el trabajo femenino. La activista y profesora ítaloestadounidense fue una de las primeras en arrojar luz sobre ese descomunal punto ciego que ha sido y sigue siendo el trabajo doméstico.

Al desmenuzar la historia del capitalismo -y reparar en lo que no pudo ver uno de sus mayores exégetas- Federici señala que, mientras los obreros generaban riqueza a cambio de un salario, las mujeres de esos obreros garantizaban la reproducción de esa misma fuerza de trabajo: la alimentaban, la cuidaban, la contenían emocionalmente, la satisfacían sexualmente… a cambio de nada. Siglos y siglos de trabajo gratuito que, en Calibán y la bruja, Federici describe como fundamental para el funcionamiento de la maquinaria económica capitalista. Aún más: instala ese trabajo en una inquietante secuencia donde explotación colonial, esclavismo y “domesticación” del trabajo femenino forman parte de una misma, invisible y poderosa, dinámica. Durante 500 años, asegura Federici, el “contrato entre iguales” permaneció en la zona iluminada de la economía, mientras en las sombras crecían los recursos provistos gratuitamente por las colonias, el trabajo esclavo y, hasta el día de hoy, las mujeres. 

¿Cómo se enlaza todo esto con la cuestión ambiental? Para Federici, el capitalismo siempre necesitó, de manera estructural, disponer de poblaciones con derechos restringidos, que redunden en la reducción del costo laboral. En términos de esta intelectual feminista, lo que surge de ahí es una maquinaria voraz, que “tiende a desvalorizar las actividades que crean la vida.”                                         

Desde su punto de vista, ser feminista implicaría ir más allá de la búsqueda de la igualdad: lo que propone es impugnar un sistema que tiende a la mercantilización total y mortífera de todo lo que hay en el planeta; impulsar una suerte de “ecofeminismo” que  proponga una “política de lo común”.

Federici va al hueso; su crítica al sistema económico es tan radical como amorosa su apuesta a “reencantar” un mundo al que, dice, se despojó de todo misterio a los fines de dominarlo.

Su postura enlaza con la de la canadiense Naomi Klein que, más conocida por su militancia antiglobalización que por sus posturas feministas, reflexiona en un sentido muy similar. Si Federici alerta sobre un capitalismo que en la actualidad amenaza decantarse en mayor violencia y agresividad, Klein insiste en que, si no se modifica sustancialmente la concepción de nuestro lugar en el planeta (o sea, si no se desmonta cierta espiral de violencia, agresividad y afán de dominio económico), nos estaríamos encaminando a una lisa y llana crisis civilizatoria.

¿Quiénes nos cuidan? ¿Cómo cuidarnos? ¿Cómo cuidar? Parece ser tiempo de que este tipo de preguntas dejen de considerarse eminentemente femeninas. Cuando Rita Segato estudia las “pedagogías de la crueldad” y el modo en que estructuran determinada concepción de la masculinidad, señala también una dinámica social que conspira contra la empatía o el cuidado, y promueve lo voraz, lo dominante, lo violento.

Para cuidar y cuidarnos -lo dice Segato, lo podría decir Federici, lo aprobaría Klein- es necesario tejer redes de empatía; construir en lo pequeño, bordar una cotidianeidad de escucha y atención. Contraponer estas redes sensibles al despojo que es violación cuando se ejerce sobre el cuerpo de una mujer, y  devastación cuando arrasa con poblaciones y territorios enteros.

Y entonces llega la voz de la más disruptiva, audaz y fascinante de estas cuatro pensadoras. Donna Haraway, que, sin un rastro de ingenuidad (en todo caso, y si valiera la comparación, más cerca del punk que del hipismo) piensa que hasta que no se entienda que un ser humano no vale más que una piedra o un animalito del bosque, esto no se va a solucionar. Dueña de un radiante, humano y paradojal antihumanismo, autora en los años 80 del Manifiesto Cyborg, Haraway piensa más allá de los géneros. No le teme a la tecnología, no le teme al mundo natural; propone sacar el anthropos del centro y construir “comunidades de cuidado y atención” que incluyan “nuevos parentescos” entre humanos y no humanos. En el documental Story Telling for Earthly Survival, la complejidad del pensamiento de Haraway se despliega en un tránsito sencillo, poético, incluso risueño.

Esta bióloga, filósofa y escritora estadounidense tiene el optimismo de los lúcidos; sin duda, sabe de la gravedad del momento actual, conoce lo que está en juego. Y apuesta, ella también, a la potencia de la palabra, a lo expansivo del encuentro con los otros. Sostiene que en momentos de “profunda destrucción” como el que atravesamos, hay que apostar a las redes que contienen, a las metáforas que nutren y al diseño, cuidadoso y constante, de "las artes de vivir en un mundo dañado”.

“El bucle del amor y la rabia: ¿Quién cuida y restaura lo dañado?”. Curso virtual de cuatro encuentros (11, 18 y 25 de julio, 4 de agosto), coordinado por Gabriela Massuh y organizado por Filba.