Las atípicas heroínas románticas de Éric Rohmer

Por Yanina Gruden

Paulina en la playa
Nacido en la Nouvelle Aquitaine de Francia, Maurice Henri Joseph Schérer (1920-2010) fue crítico, director de cine, periodista, novelista, guionista, montajista, actor, profesor e incluso dramaturgo -suya es la obra de teatro Trío en Mi Bemol-, siempre firmando con su nom de plume Éric Rohmer.

Figura emblemática -junto a otros críticos de la revista Cahiers du Cinéma, devenidos directores- de la innovadora Nouvelle Vague que arrancó a fines de los años '50 del siglo XX, Éric Rohmer, hombre de vasta cultura, fue y sigue siendo objeto de culto de cinéfilos.as del mundo. Como diría François Truffaut, más que un realizador fue un auteur de films en los que obstinadamente construía su propio universo audiovisual. Si bien pertenecía a una generación que se propuso romper con las narrativas convencionales, Rohmer apostó siempre a un cine literario, habiendo tomado de la dramaturgia la importancia del texto.

Como un escritor que compone una novela dividida en capítulos, É.R. se colocó durante años detrás de una cámara para construir un trabajo coherente poblado de amores, amoríos, amantes, amistades, playas y ciudades.  Sus películas, expresión de una subjetividad desbordante, son conducidas principalmente por los diálogos, mezcla de escritura romántica y documental neorrealista actualizado; diálogos donde los personajes se sinceran y, a la vez, desgranan pensamientos filosóficos. Nunca encontraremos en su cine ampulosas tramas ni tragedias solemnes. “Me gusta situarme en lo anodino y, por debajo, presentar una situación bastante tensa que evoluciona hacia la comedia más que a la tragedia”, solía decir.

 En el cine de Rohmer, los sentimientos y pensamientos importan más que las acciones; por lo tanto, son expresados verbalmente con total claridad. Su fórmula parecería ser: decir las cosas más profundas de la manera más simple. A la vez, prefería hacer muy pocas tomas, escapando de los efectismos y los alardes estéticos. Elegía centrarse en el instante, en el paisaje y darle a sus personajes tiempo para caminar, detenerse, hablar, incluso no hacer nada... No es de sorprender que un cineasta con este perfil haya declarado que detestaba las interpretaciones psicoanalíticas porque tienden a reducir la libertad individual. Es que Rohmer consideraba que las personas deberían actuar guiadas por la intuición, sin perder por ello un ápice de su libre albedrío. La austeridad de su puesta en escena, su presencia casi invisible en el set, la inclusión del azar y la improvisación han hecho que su cine resulte tan singular como vital.

Comedias y Proverbios (1981-1987)

Cineasta de los sentimientos, Eric Rohmer nos revela desde su enfoque las sacudidas del amor en tres sagas: Cuentos Morales, Comedias y Proverbios, y Cuentos de las Cuatro Estaciones.  La segunda propone seis películas. La estética de esta serie está entre las obras fílmicas iniciadoras de lo que se considera PosNouvelle Vague. Un paisaje sonámbulo que le hace honor al realismo poético de Marcel Carné marca la atmósfera de este ciclo, y al mismo tiempo pone en escena cierto pintoresco ambiente francés de los años ochenta. Cada comedia ofrece un proverbio que aparece al comienzo, una suerte de dicho sentencioso y edificante ilustrando alguna cita tomada de la literatura clásica, de la tradición oral o de la pura imaginación de Rohmer. Con un tono ligero, se presenta una amplia gama de opciones, traiciones y negociaciones amorosas. Dotados de la aparente sencillez de una comedia romántica, estos films de Rohmer ofrecen diálogos profundos, irónicos e intelectuales. Maravillosos primeros planos o largas secuencias de caminatas con actrices o actores monologando durante varios minutos durante los cuales el pensamiento y las emociones se traslucen a través de la palabra.  Rohmer es un maestro en describir los sentimientos amorosos, sobre todo los coups de foudre, a través de sus intensas y divertidas tramas con relaciones triangulares. Ellos y ellas se enamoran, se encandilan ante los ojos de un otro, bailan, se van de vacaciones, engañan, comparten un amor,  sufren, se pelean, lloran, vuelven a amar.

La buena boda
En esta exploración del azar amoroso que, como un juego de escondite separa y luego une a las personas, Rohmer prefiere de protagonistas a las mujeres. A diferencia de los Cuentos Morales (1962-1972), que parten del  punto de vista de un varón en pos de amor o aventuras, en su siguiente ciclo explora las calamidades de la vida cotidiana y sentimental desde la mirada femenina. Estas heroínas rohmerianas, enfrentadas a la inconstancia y cobardía masculinas, muestran un espíritu de libertad muy firme. Son personajes locuaces que no tienen miedo a expresar sinceramente sus deseos e ideas en relación a los demás y al mundo.

¿Cómo conocer el amor y la felicidad? Voilà la gran pregunta que intentan resolver las protagonistas de estas historias. Como es el caso de Marion en Paulina en la playa (1983) quien afirma: “Quiero encontrar el gran amor”. Estas mujeres no se conforman ni con la lujuria momentánea ni con el amor excluyente. Viven en una constante contradicción: desean encontrar el amor verdadero pero no saben si quieren las responsabilidades de la vida en pareja, porque la libertad es para ellas el bien más que preciado. El gran conflicto sigue latente: azar o libertad, pasión o razón. Ellas, tentadas de abandonar sus convicciones, se refugian en la indecisión hasta que un albur revierte su rumbo. En dichos de Rohmer, su obra es un constante intento de abordar “una lucha entre la voluntad de infidelidad y la necesidad de fidelidad”.

Mujeres que van por las suyas

La mujer del aviador
La primera película de la saga, La mujer del aviador (1981), propone como eje a un hombre (Philippe Marlaud) muy celoso porque su novia (Marie Rivière) tiene un amante. Entonces, persigue a su rival con la esperanza de descubrirlo en brazos de otra mujer. En medio de la búsqueda se encuentra en el parque con Lucie, una joven estudiante, quien inmediatamente se pliega a la aventura seudodetectivesca y lo ayuda a elaborar innumerables teorías sobre su adversario. Si bien en este relato el protagonista es un hombre joven, la aparición de Lucie (Anne-Laure Meury) conduciendo la acción verbal, hace que la película se convierta en una auténtica maravilla. Este personaje que aparece como por azar en el camino del celoso, lo hace dudar de su elección amorosa. Con un personaje extraño y brillante, Meury hace magia en las escenas de detectives. Su actuación es fresca, jovial y divertida; una especie de versión francesa de la inolvidable Annie Hall de Diane Keaton.

En La buena boda (1982), Rohmer nos presenta a la sorprendente Sabine, interpretada por Béatrice Romand. Sabine decide separarse de su amante porque ha llegado el momento de casarse y, muy segura, define que ese año deberá tener lugar su boda, sin importarle con quién. Su amiga Clarisse, interpretada por la deliciosa Arielle Dombasle, le presenta a su primo Edmond y ahí comienza la travesía de Sabine resuelta a conquistar ese amor para alcanzar su ansiada meta. Aunque parezca una trama un tanto absurda, la intensidad, el desparpajo y a la vez, el nivel de verdad con que trabaja Béatrice Romand logran que la película se vuelva irresistible. Más que un tratado reduccionista del rol de la mujer, el film es una excusa para trazar una línea divisoria entre el deseo y la realidad. Sabine no se erige como símbolo de un supuesto capricho femenino sino más bien en un paradigma de lo contrario: una mujer llena de deseos y objetivos, que sabe lo que quiere y así lo hace patente desde el minuto uno. Vemos pasear a Sabine por el pueblo de Le Mans, recorriendo sus calles angostas, sus casas cálidas empedradas, y advertimos hasta qué punto la personalidad de la chica es ese pueblo, y cómo los personajes se fusionan con sus paisajes. Las mujeres de Rohmer son mujeres y son ciudades.

Paulina en la playa
Paulina en la playa es acaso una de las películas más bellas de Rohmer. Se podría afirmar que en esta saga Rohmer es el cineasta del verano, ya que muchas de sus películas transcurren durante las vacaciones, en balnearios, en casas junto a la playa. Para relatar un primer amor  estival, Rohmer ha elegido a un personaje adolescente como protagonista, la cándida Amanda Langlet, una joven de 15 años que pasa vacaciones en la costa atlántica francesa con Marion, su prima, interpretada estupendamente por Arielle Dombasle, intérprete seleccionada nuevamente por Rohmer para dar vida a esta balbuceante sirena dorada.

Marion se encuentra en ese paraíso veraniego con su antiguo amigo Pierre (Pascal Gréggory) de quien advertimos que está enamorado de ella desde la primera toma. Sin embargo, Marion prefiere a Henri (Féodor Atkine), un donjuanesco cuarentón de elocuente discurso libertario. Pero la muchacha intuye que su relación con él será efímera. Entre los conflictos e incertidumbres de su prima respecto de los dos hombres en cuestión, Pauline creerá conocer el amor a través de un petit romance con un joven del balneario. Las confusiones y cruces que se producen entre personajes resulta hilarantes, mientras que las reflexiones que ellos mismos arrojan sobre las relaciones humanas cruzan sutilmente esta comedia con el melodrama. En Paulina en la playa, todos los elementos se orquestan de manera perfecta: los memorables planos de caminatas en la playa o el bosque, las secuencias plano/contraplano que enfatizan la importancia del espacio, el dominio absoluto de la poética visual del fuera de campo (es decir, lo que no nos muestra la cámara, pero nos lo sugiere el plano).  En cuanto a las protagonistas Paulina y Marion, son bien diferentes: mientras que la primera conserva la ingenuidad, la timidez y la ternura propia de la flor de la edad, la segunda es seductora, indecisa y extrovertida. “En el pasado me dejé llevar por un hombre que me persuadió de que me amaba y de que yo lo amaba, y le creí. Pero eso no era amor, eso era fidelidad. Le di un gran peso a la fidelidad, aún lo sigo haciendo. Pienso incluso que no hay amor sin la creencia de que es eterno. Pero claro, una tiene derecho de equivocarse”, dice Marion a viva voz, sin rodeos. Tanto Domblasle como Langlet juegan a fondo este dúo magnífico  sacándose chispas, y nos hacen pensar, suspirar y sonreír con sus reflexiones sobre el amor.

Las noches de luna llena
Las noches de luna llena (1984) cuenta con las sobresalientes actuaciones de Pascale Ogier (que le valió el premio de mejor interpretación femenina en el Festival de Venecia, en 1984) y del encantador Fabrice Luchini. Pascale Ogier encarna a Louise, la protagonista de esta historia que vive con su novio Rémi (Tchéky Karyo) en las afueras de París. A pesar de estar juntos, Louise no quiere perder su estilo de vida que incluye salir con sus amigos a bailar y a conocer gente los viernes por la noche. Para no molestar a Rémi, que se acuesta temprano y a quien no le gusta esa clase de ocio, la chica decide arreglar un departamento de su propiedad en París donde quedarse a dormir sin Rémi tras sus noches de fiesta. La idea no le gusta nada a su novio que teme perderla. En la ciudad, Louise tiene a su gran amigo Octave (Fabrice Luchini), a quien le confesará todas sus intimidades y sentimientos amorosos a sabiendas de que él está perdidamente prendado de ella. Louise tiene en claro que ama a Rémi, pero sus ansias de libertad y diversión sumadas a su química con Octave, la hacen dudar hasta último minuto sobre si jugarse por una relación monógama con su novio, o lanzarse a una vida de soltera en París en busca de nuevos entusiasmos. Louise tiene un espíritu libre y se pregunta si el amor de una sola persona le concederá toda la felicidad a la que aspira. Con mucha valentía, esta heroína rohmeriana se cuestiona por qué el amor de una pareja tendría que valer más que el amor de los amigos. Con Octave goza de un espacio de libertad para disertar con total tranquilidad acerca de sus conceptos sobre las relaciones, la amistad, el amor, la pareja, mientras que con Rémi se siente en una falta continua. Louise es un personaje de una inusual complejidad filosófica al que Pascale Ogier sabe jugar de manera brillante. Ella seduce, teme, se cuestiona y, a la vez, es sumamente cálida. Rohmer se concentra en su mirada intensa, que expresa un constante asombro por lo cerca que se encuentra de su deseo. Ogier murió poco tiempo después de trabajar en este film, víctima de su adicción a las drogas. Las noches de luna llena la convirtió en ícono total de la melancolía en Francia.

El Rayo Verde
En El Rayo Verde (1986) Rohmer opta nuevamente  por la exquisita Marie Rivière que en esta película interpreta a la melancólica, desconsolada Delphine. Una joven que luego de sufrir una ruptura amorosa debe decidir qué hacer con sus vacaciones veraniegas. Delphine va a la playa, vuelve a París, va a los Alpes, regresa nuevamente; ella viaja sin descanso todo el metraje. La vemos, entonces, atrapada entre París y la costa, entre la tristeza y el tedio. Las emociones de esta mujer son imágenes especulares que se ponen en sintonía con los innumerables paisajes que nos va mostrando la película: otra vez paisaje y personaje son indivisibles: los viajes de Delphine representan simplemente el afán de encontrarse a sí misma. Si bien para esta intensa protagonista todo lo que le sucede es como una gran tragedia, Rohmer sabe mostrarnos con humor e ironía sus frustraciones amorosas. Marie Rivière, no solo actriz sino también guionista y colaboradora del cineasta, despliega con inteligencia su angustia melodramática haciéndonos empatizar inmediatamente con su pérdida. Tal una suerte de homenaje literario, Rohmer utiliza como referencia El Rayo Verde, de Julio Verne, para dar el gran giro a esta historia. Por casualidad, una tarde la chica escucha a unos desconocidos hablar sobre esa novela. Según Verne, cuando alguien logra ver un raro destello verde al atardecer, los propios pensamientos y los de otros se revelan como por arte de magia. Varios de estos elementos simbólicos relacionados con el conocimiento de uno mismo y  las contingencias de la vida se hacen presentes en esta comedia. En esas coincidencias azarosas, ella cree estar viendo su destino. Delphine, recordando esta conversación que escuchó en forma eventual, esperará el rayo verde. Cuando este se haga realidad, ella se detendrá un momento para contemplar la belleza de la naturaleza: en el momento de reconocimiento interior, ocurre el milagro...

El amigo de mi amiga
La última película con la que se cierra esta imperdible saga se llama El amigo de mi amiga (1987) y narra un juego amoroso entre cuatro personajes que se irá desarrollando con el telón de fondo de la arquitectura de la ciudad y el precioso paisaje de un lago. Otra vez Rohmer destaca las características de los ambientes donde sucede la trama, sincronizándolos con las personalidades diversas de sus personajes. Por un lado, tenemos como personaje principal a la tímida e insegura Blanche (Emanuelle Chaulet), y como contraparte a la desenvuelta e impulsiva Léa (Sophie Renoir). Aunque muy distintas, desde el primer día que se conocen se hacen amigas. A su vez, Léa tiene un novio, Fabien, joven deportista (Éric Viellard), pero a Léa a no le gusta esa actividad; en cambio a Blanche, sí. Como está soltera, Lea le presenta a  Alexandre (Éric François Gendron). En el transcurrir de la historia veremos a Blanche intentar sin éxito una y otra vez conquistar a Alexandre; y a Lea cada día más atraída por él, en tanto que Fabien se interesa más en Blanche que en Léa. Como una gran comedia de enredos asistiremos a encuentros casuales, salidas, comidas y fiestas, donde los dilemas de estos personajes salen a la luz. Quizás sea en este film integrante de Comedias y Proverbios donde más sufre una protagonista romehriana por causa de dilemas morales. Su gran derrotero comienza cuando se empieza a sentir atraída y deseada por el ex novio de su amiga. Fabien se ha separado de Léa y busca constantemente la compañía de Blanche, quien confundida, enamorada y culposa, luchará para vencer esta suerte de encantamiento en el que se encuentra inesperadamente. Intentará dilucidar si el amor puede ser una fuerza tan grande como para romper una entrañable amistad. Emanuelle Chaulet encarna con total naturalidad a la indecisa Blanche. Sus escenas de amor apasionado con Fabien en medio de la naturaleza, y luego de congoja por el arrepentimiento son memorables. Rohmer trabajó más de dos años con estos jóvenes actores y actrices para lograr mostrar con absoluta precisión, de forma espontánea, las emociones variopintas que genera amar y ser amado.

Este creador tan afecto a los juegos del amor y el desamor les ha conferido a sus personajes femeninos la libertad de elegir cómo y a quien amar o no amar. De esta apertura mental nacen heroínas románticas atípicas idealmente interpretadas por las actrices escogidas. Sin ellas no se puede pensar el cine de Éric Rohmer, sus formas de jugar en torno de las relaciones amorosas y amistosas. Así habló Marie Rivière de su feliz encuentro con este incomparable artista: “Quería ser actriz, pero sin él, probablemente habría permanecido en un estado de sueño”.