Balcones

Por Silvina Quintans

La Valeta, Malta
El balcón, aquel apéndice olvidado de nuestros domicilios, morada de tenders, bicicletas viejas y macetas sin desmalezar, se convirtió de un día para otro en el lugar más codiciado de la casa.   ¿Qué sucede con ese espacio rezagado que cabalga entre lo público y lo privado, que nos protege y nos expone al mismo tiempo? Atalaya y refugio, panóptico y escondite, megáfono y susurro, el balcón es la frontera en la que se detiene la intimidad. 

Papas, reyes, nobles y plebeyos han salido a los balcones a lo largo de la historia para pronunciar discursos, formular promesas, elevar oraciones o declarar la guerra. Y mientras todos ellos subrayaban la importancia de los balcones en la vida pública, la literatura rescataba su aspecto más íntimo como escenario de declaraciones de amor. Desde los fogosos versos de  Romeo a Julieta, hasta la famosa escena del balcón en la que Cyrano de Bergerac, oculto entre las sombras, le dicta al rudimentario Christian las palabras de amor para Roxane.

Los poetas argentinos también balconearon con palabras. Oliverio Girondo se asomó al erotismo de las chicas de Flores, que colgaban “sus pechos sin madurar del ramaje de hierro de los balcones, para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas”. Baldomero Fernández Moreno, en cambio, se indignó con la aridez del paisaje urbano: “Setenta balcones hay en esta casa, setenta balcones y ninguna flor. ¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa? ¿Odian el perfume, odian el color?”

Pero de todos los balcones posibles, en estos días recordé una y otra vez los de La Valeta, en Malta. Recordar viajes durante el confinamiento es una manera de ampliar el horizonte, de esperanzarse con volver a ver aquello que alguna vez admiramos, confirmar que el mundo todavía sigue en su lugar, listo y dispuesto para cuando queramos regresar.

Mis recuerdos vuelven a Malta, la isla de las mil culturas con sus historias de fenicios, griegos, romanos, árabes, cruzados, templarios, italianos, españoles y británicos. Y allí, entre cúpulas, torres y fortalezas que se superponen en precario equilibrio como cajitas de fósforos, contemplo los balcones de madera que estiran sus cogotes para aspirar la brisa del Mediterráneo. Un guía nos contó que aquellos balcones eran herencia de árabes y españoles; las mujeres, confinadas a la vida doméstica, solían sentarse allí para respirar la brisa del mar y espiar la calle sin ser vistas. El balcón era un escape del confinamiento, un contacto con el mundo exterior.

Me pregunto por esos balcones, y los de otras ciudades bellas y distantes que alguna vez conocí. ¿Qué pasará en los balcones de la antigua Lima, tan lujosos y barrocos? ¿Saldrá la gente a aplaudir en los 33 balcones de hierro forjado de La Pedrera, esa maravilla diseñada por Gaudí en Barcelona que parecen olas robadas al mar? ¿Saldrá en los balcones de Cartagena o en las ventanas en relieve del Palacio de los Vientos en Jaipur?

En estos días, los balcones de todo el mundo se pueblan de gente ansiosa por tomar aire, por ver el sol, por comunicarse con sus vecinos, por aplaudir a los trabajadores que cada día salen a cuidarnos. Algún día contaremos a nuestros nietos sobre los músicos que salían a regalar su arte a los vecinos, balcones de los que salían las melodías más maravillosas de las voces más hermosas del mundo, pianos que sonaban a través de las ventanas abiertas.

Los balcones vuelven a ser el espacio que conecta nuestras vidas con todo aquello que dejamos afuera. Los queremos llenos de plantas, de flores, que rompan la maldición de Baldomero, los queremos con la brisa y los colores de los balcones de Malta, con la magia gaudiana de todo aquello que recuerda al mar.