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La Valeta, Malta |
El balcón, aquel apéndice olvidado
de nuestros domicilios, morada de tenders, bicicletas viejas y macetas sin
desmalezar, se convirtió de un día para otro en el lugar más codiciado de la
casa. ¿Qué sucede con ese espacio
rezagado que cabalga entre lo público y lo privado, que nos protege y nos
expone al mismo tiempo? Atalaya y refugio, panóptico y escondite, megáfono y
susurro, el balcón es la frontera en la que se detiene la intimidad.
Papas, reyes, nobles y plebeyos han
salido a los balcones a lo largo de la historia para pronunciar discursos,
formular promesas, elevar oraciones o declarar la guerra. Y mientras todos
ellos subrayaban la importancia de los balcones en la vida pública, la
literatura rescataba su aspecto más íntimo como escenario de declaraciones de
amor. Desde los fogosos versos de Romeo
a Julieta, hasta la famosa escena del balcón en la que Cyrano de Bergerac,
oculto entre las sombras, le dicta al rudimentario Christian las palabras de
amor para Roxane.
Los poetas argentinos también
balconearon con palabras. Oliverio Girondo se asomó al erotismo de las chicas
de Flores, que colgaban “sus pechos sin
madurar del ramaje de hierro de los balcones, para que sus vestidos se
empurpuren al sentirlas desnudas”. Baldomero Fernández Moreno, en cambio,
se indignó con la aridez del paisaje urbano: “Setenta balcones hay en esta casa, setenta balcones y ninguna flor. ¿A
sus habitantes, Señor, qué les pasa? ¿Odian el perfume, odian el color?”
Pero de todos los balcones
posibles, en estos días recordé una y otra vez los de La Valeta, en Malta.
Recordar viajes durante el confinamiento es una manera de ampliar el horizonte,
de esperanzarse con volver a ver aquello que alguna vez admiramos, confirmar
que el mundo todavía sigue en su lugar, listo y dispuesto para cuando queramos
regresar.
Mis recuerdos vuelven a Malta, la
isla de las mil culturas con sus historias de fenicios, griegos, romanos,
árabes, cruzados, templarios, italianos, españoles y británicos. Y allí, entre
cúpulas, torres y fortalezas que se superponen en precario equilibrio como
cajitas de fósforos, contemplo los balcones de madera que estiran sus cogotes
para aspirar la brisa del Mediterráneo. Un guía nos contó que aquellos balcones
eran herencia de árabes y españoles; las mujeres, confinadas a la vida
doméstica, solían sentarse allí para respirar la brisa del mar y espiar la
calle sin ser vistas. El balcón era un escape del confinamiento, un contacto
con el mundo exterior.
Me pregunto por esos balcones, y
los de otras ciudades bellas y distantes que alguna vez conocí. ¿Qué pasará en
los balcones de la antigua Lima, tan lujosos y barrocos? ¿Saldrá la gente a
aplaudir en los 33 balcones de hierro forjado de La Pedrera, esa maravilla
diseñada por Gaudí en Barcelona que parecen olas robadas al mar? ¿Saldrá en los
balcones de Cartagena o en las ventanas en relieve del Palacio de los Vientos
en Jaipur?
En estos días, los balcones de
todo el mundo se pueblan de gente ansiosa por tomar aire, por ver el sol, por
comunicarse con sus vecinos, por aplaudir a los trabajadores que cada día salen
a cuidarnos. Algún día contaremos a nuestros nietos sobre los músicos que
salían a regalar su arte a los vecinos, balcones de los que salían las melodías
más maravillosas de las voces más hermosas del mundo, pianos que sonaban a
través de las ventanas abiertas.
Los balcones vuelven a ser el
espacio que conecta nuestras vidas con todo aquello que dejamos afuera. Los
queremos llenos de plantas, de flores, que rompan la maldición de Baldomero, los
queremos con la brisa y los colores de los balcones de Malta, con la magia gaudiana
de todo aquello que recuerda al mar.