Jueves de cementerio

Por Cecilia Sorrentino

Le pedí a mi amigo Andrés que me acompañara. Nos encontramos a las 9 en Pacífico y salimos hacia Morón. Hacia el cementerio de Morón. A esa altura del día yo pensaba que iba por dos motivos. Pagarle a Fabián, el señor que hace el mantenimiento, y comenzar, en las oficinas de la administración, el trámite para desocupar el nicho que está a mi nombre. Hago el trámite y ellos se encargan, era mi supuesto. Y mi deseo.

Cada diciembre, desde hace cinco o seis años, me digo que tengo que liberar a mis hijos de esa herencia: el nicho que guarda los restos de mis padres, dos de mis tías, mis abuelos y bisabuelos. Lo pienso, me lo repito, y cada vez lo postergo.

Lo pienso, me lo repito, y cada vez lo postergo.

En las oficinas de la administración me entregaron un papel que debía presentar en el crematorio, y otro con el que pagué, en otra ventanilla, por el traslado de los restos.

El crematorio es una empresa privada que está pegada al cementerio. Un poco escondido, a una cuadra de las oficinas, por la misma vereda. En realidad ya no funciona como crematorio, creo que por temas de contaminación. Ahora solo se ocupan de llevar los restos a no sé dónde, y luego regresan las cenizas.

Allí presenté los papeles que traía de la administración. Dije que quería desocupar el nicho y cremar todo. A todos. Y que, dado que la empresa no puede garantizar que las cenizas que van a entregarme después, sean las mías, las de ellos, las mías, prefería que no me devolvieran nada. 

Me explicaron que para recuperar las cenizas –no recuerdo si dijeron las mismas o las suyas-, debía asistir a la cremación, en Boulogne; en día y fecha que me serían informados con anticipación. 

No. No voy a ir a Boulogne. No quiero asistir a nada. Tampoco quiero que me entreguen nada.

Por alguna razón, varias veces olvidaron esto último y volvieron a la cuestión de la entrega de las cenizas. Al fin quedó claro. Fue cuando apareció la palabra osario. -Sí, quiero que las cenizas queden en el osario.

La empleada que completaba el formulario me pidió los nombres de quienes ocupan los dos féretros: mi papá y mi tía Herminia. Dijo que el nombre de mi mamá no importaba porque ella ya está en una caja de cenizas.

Los otros nombres que necesitamos, continuó, son los de quienes están en la caja que contiene huesos. 

Mi cabeza tropezó. ¿Cómo se llamaba mi bisabuela? ¿Y mi bisabuelo? Nos miramos con Andrés y decidí simplificar: solo di el nombre de mi abuelo, mi abuela y mi otra tía. Con culpa, con malestar. Estaba ocultando, mintiendo. Haciendo desaparecer a dos personas. Pensé en mis primos: les había borrado una generación que era parte de su pasado, de su memoria, quizás más que de los míos, porque soy la menor.

Seguí adelante. 

No sé en qué momento comprendí que todo iba a suceder, que estaba sucediendo, que no se trataba de un trámite. Que abrirían el nicho y trasladarían los restos esa mañana. Todavía no llegaba a darme cuenta de algo más: yo iba a estar allí hasta el final.

La empleada multiplicó: $4.500 por cada féretro y $3.000 por la caja de huesos. O sea, dijo: $18.000. ¿Cómo 18.000? Mi suma, y la de Andrés, daba doce, no dieciocho.

En el caso de los huesos, son tres mil pesos por persona, no cobramos por caja, explicó ella. 

Absurdo. Ahora estaba agradeciendo no haberlos nombrado a todos. 

Podía pagar con débito, pero ¿tenía esa suma en mi cuenta? Había sacado dinero un rato antes de encontrar a Andrés. Busqué el dato del saldo en el ticket. Sí, tenía. Pensé: antes del vencimiento de la tarjeta me ocupo de completar, pido prestado, no sé. Andrés me ofreció dinero. Después, le dije. Mis pensamientos se amontonaban y perdían precisión.

Con un recibo informal, un remito de los que se compran en las librerías, salimos del crematorio. Caminamos bordeando el cementerio hacia la entrada.

Al pasar frente a la florería pensé que ya no tenía sentido comprar flores. Me habían dicho que en pocos minutos llegarían los chicos a vaciar todo. ¿Qué chicos?

Subimos el tramo de escalera y allí estaba Fabián, el encargado. Le conté mi decisión, le pagué lo de los últimos meses. Le pregunté si podía quedarse a esperar a "los chicos", porque yo ya quería irme. Dudó. Se recomienda que esté el titular del nicho. Claro. 

Comprendí que iba a ver una vez más el cajón de mi tía, el de mi papá, la urna con las cenizas de mi mamá. La caja con los huesos de mis abuelos y bisabuelos. Esa caja de la que se ocupó por años y años mi tía Herminia.

Caminé por el corredor hacia el nicho. Andrés y Fabián me seguían a unos pasos. Empecé a llorar antes de llegar, como siempre. Y lloré y lloré, leyendo mi apellido ahí, por última vez. 

Los chicos llegaron con una carretilla rara, grande, como para llevar un bote. Eran cinco y supe, no sé cómo, que iban a acompañarme. Cinco muchachos de no más de treinta años.

Abrieron el nicho, me dieron los bronces con los nombres. Sacaron la urna de mi mamá. Y luego: no una, dos cajas con huesos. ¿Dos? En el formulario dice una. Había que corregir el dato, tenía que volver a la administración. Y también al crematorio. 

No sé qué le dije a Fabián sobre el costo, sobre lo que acababa de pagar. Entonces él, y luego también los chicos, me dijeron que en el caso de los huesos no es necesaria la cremación. Los huesos pueden quedar en el osario. ¿Una fosa común? Pero dentro de una capilla.

Haga de nuevo el trámite, insistieron los chicos. Reclame que le devuelvan el dinero; mientras, nosotros vamos llevando todo. Usted puede seguirnos o puede ir por la calle, como quiera. Pensé que si salía a la calle quizás los perdía para siempre, y elegí seguirlos. 

Dos de ellos empujaban la carretilla sobre la que habían puesto los féretros, las cajas con huesos, la urna pequeña. Los otros tres nos rodeaban, ahora vamos al osario, ahora vamos a la oficina, me guiaban. Caminábamos por el laberinto de tumbas y bóvedas. Perdí toda referencia con el afuera.

Aquí está la capilla del osario, ¿ve? Vi una capilla pequeña. Dejaron las cajas y la urna con mi mamá junto a la puerta cerrada. Ahora seguimos por este otro camino. Ahora esperamos aquí, hasta que nos abran el portón, ya casi llegamos. 

Aquí, donde casi llegamos a no sé dónde, aquí aguardamos. Aquí, mientras aguardamos me pregunto por qué el portón se abre solo desde el otro lado. Aquí, mientras me pregunto, reconozco algo. Ese ángulo recto, el encuentro de estas dos paredes de nichos.

Pese al abandono, pese al tiempo, sé que estoy en el mismo lugar. Justo el mismo al que venía con la tía Herminia cuando tenía seis, siete, diez, años. Traíamos flores a los abuelos, a la tía Anita, a los bisabuelos. En ese entonces ellos no estaban juntos y revueltos en una caja, sino enteros y armados sus esqueletos en cada féretro. 

Las primeras veces me gustaba imaginar que las voces que escuchaba no venían de la calle, sino de los nichos mismos. Del más allá, que estaba ahí.

Con el tiempo, mirando a la tía aprendí cómo se limpia el bronce, cómo se ponen las flores, cómo se evita que el agua de los pequeños floreros se derrame. Dónde hay que buscar el agua. Dónde la escalera de cuatro ruedas. 

Me fascinaba el misterio de ese rincón. Me gustaba acompañar a la tía. Me preguntaba qué sentiría ella, y de qué dolor suyo me protegía con el detalle de aquellas labores de tallos, pétalos y Brasso para los bronces.

Se abrió el portón y reconocí la administración del cementerio, pero del revés, porque veníamos desde el fondo. 

Entonces perdí de vista a mi papá y a la tía. También a los chicos.

Entramos a la oficina y Andrés se ocupó de explicar el enredo al mismo empleado que nos había atendido antes. Rompimos formularios, completamos otros.

Yo no podía salir de las imágenes del laberinto entre las tumbas, de nosotros detrás del cortejo de los chicos. De esos cinco jóvenes. De uno de ellos, el que me daba conversación por el camino, el que dijo que lo peor es enterrar niños.

Salimos de la administración con nuevos papeles en la mano. En el crematorio nos escucharon asombrados: era la primera vez que sucedía esto de dejar huesos, en vez de cenizas, en el osario. El cementerio habrá cambiado la reglamentación, dijeron.

Creo que hice un comentario: tiene sentido, huesos, osario, la palabra lo dice.

Sobre el escritorio aguardaban, en billetes de cien, los nueve mil pesos que iban a devolverme.