Traccionada
por el movimiento Black Lives Matter, la efervescente revolución en marcha
contra el racismo ha llevado a discutir desde estatuas hasta fechas patrias,
desde fondos públicos hasta la emisión sin prologar de ciertos films en Estados
Unidos. Y en este revisionismo tardío, ha caído otra ficha: un almíbar y una
mezcla de harina para preparar hotcakes. Ninguna minucia: la marca Aunt Jemima lleva más de un siglo
siendo presencia ubicua en góndolas del país del norte con un logo que perpetúa
arquetipos racistas de larguísima data. Puntualmente, el de la sonriente
“mammie” sureña, sirvienta negra ¡encantadísima! de cocinar para la familia que
le niega la libertad, ¡chocha! de cuidar a niñatos blancos, como si tuviese otra
opción. Una representación distorsionada que romantiza y glorifica las
atrocidades de la esclavitud; de similar modo, dicho sea de paso, que la afable
sirvienta que consentía a la caprichosa Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó…
Pues,
gracias a los tiempos que corren, Aunt
Jemima ya no cuela más. Ni falta hizo que activistas la derribaran como
vienen haciendo con efigies confederadas. Quaker Oats, empresa detrás de la
marca, decidió jubilarla definitivamente; y no por bondad o compromiso social, todo
sea dicho: por marketing. Por redes había empezado a circular hasta qué punto
el esclavismo corría en el ADN comercial del jarabe y la mezcla de panqueques, y
abriendo el paraguas para anticipar un posible backlash que pusiera en jaque
las ventas, la firma hizo mea culpa, sacó los productos fuera de circulación.
Respecto
de sus orígenes, ponían de sobre aviso internautas de qué manera el personaje estaba
inspirado en una canción de vodevil, Old
Aunt Jemima, que solían interpretar actores blancos de variedades con la
cara pintada (el cínico blackface). Contaban además que Nancy Green, primera
mujer contratada como imagen del maple syrup, efectivamente había sido esclava de
una plantación de Montgomery, Kentucky, seis décadas antes de ser presentada en
la Feria Mundial de 1893 luciendo el reglamentario delantal y la
correspondiente bandana en el rol de la simpática, feliz, divertida tía Jemima.
Imagen que persistió durante décadas, y que la empresa se empeñó en sostener,
intentando moderar la caracterización arcaica: reemplazó el pañuelo por una
diadema a cuadros en los 60s, agregó aros de perlas y un jabot en los 80s… Trataron
de tapar el sol con las manos, vamos, pero ya sabemos lo que pasa en estos
casos.
Localmente,
nadie pareció darse cuenta de que contamos con ejemplos de envases que aludían
irresponsablemente a la esclavitud. A principios de los 70s, verbigracia, podía
comprarse en cualquier supermercado argentino el jabón en polvo La Familia, distribuido por Virulana,
que iba todavía más lejos que Aunt
Jemima. Bajo el slogan “Preferir la
familia es muy humano”, mostraba en su etiqueta a una esclava fregando a
pequeñajos que colgaba en una soga con el culete al aire, posbaño: de tan
“eficiente” el producto (cuya fórmula tenía formaldehido, dicho sea de paso),
los negritos que limpiaba la robusta y sonriente mujer pasaban a ser prístinos
muchachitos… blancos.
Otro
caso sería el de La Negra,
importante marca de alimentos que, bajo el timón de distintos dueños, operó
durante más de 100 años, llegando a tener varias fábricas y frigoríficos,
cientos de sucursales, muelle propio, ramal ferroviario privado conectado al
puerto, tras ser fundada a fines del siglo 19 por el francés Gastón Sansinena.
Entre su oferta: relleno de carne para empanadas, mondongo en lata, atunes y
merluzas, salsas, pasas al natural, vinagre de frutas, aceto, grasa de cerdo,
salchichas, frutas diversas en conserva, incluso… mondongo deshidratado. Todos
con ídem packaging: el perfil de una mujer afro, caricaturizada con sus labios
enormes, la bandana arquetípica. A la fecha, puede encontrar en línea alguna
latita con la ilustración racista, remanente de una empresa hoy fundida, con su
picadillo de carne o paté de foie.
Y
es que, aunque persista el mito de que “en este país no hay negros”, acuñado en
el siglo 20, activistas de estas huestes se han cansado de remachar que ni es
el caso, ni la frase es inocente. Además de falaz, es una manera de
invisibilizar al colectivo afrodescendiente, de negar que llegó a nuestro país
en el inicio mismo de la conquista española y aquí permaneció. Afirma Miriam
Gomes, activista afroargentina de origen caboverdeano, en un informe labrado
por la Inadi: “Resulta paradójico, en esta época de revisionismo histórico, que
todavía no se haya abordado integralmente el tema de la presencia
negro-africana en la Argentina, tanto en el pasado como en la actualidad. Peor
aún: se confunden hechos como la ‘Libertad de vientres’ de 1813 con la
abolición legal de la esclavitud, sancionada en la Constitución Nacional de
1853, muchos años después de la Independencia del país. Y a pesar del tráfico
de africanos y africanas esclavizados/as de los siglos precedentes (cuando
Buenos Aires era un activo puerto de la trata), muchos se empeñan en negar la
existencia de comunidades negras en la Argentina (…). Es inevitable vincular la
historia argentina con el derrotero de silenciamiento y ocultación de nuestra
comunidad negra”.
El
arribo en estas huestes de africanos, principalmente de Angola y Congo, empezó
poco después de la segunda fundación de Buenos Aires, de 1580. La trata servía
a fines “funcionales”: oficiar de mano de obra de los conquistadores. Ya
durante el período virreinal, se estima que “fueron desembarcadas en el Río de
la Plata unas 60.000 personas esclavizadas, cifra que no incluye los efectos de
contrabando ni los arribos vía terrestre desde el sur de Brasil”, conforme precisa
el mentado informe. Según un censo de 1778 para todo el territorio del
virreinato, de hecho, aquellos clasificados como “negros, mulatos, pardos y
zambos” representaban el 37 por ciento de la población total. Solo en la ciudad
de Buenos Aires, eran el 28 por ciento.
En
1825, Juan Manuel de Rosas podía jactarse de tener 33 esclavos en sus fincas; era,
después de todo, un símbolo de distinción en la sociedad de entonces. Obvio es
decirlo: ni el nombre propio les dejaban; al amo y señor le correspondía darle
el apellido a quien había comprado por alrededor de 200 pesos. Vender,
alquilar, incluso hipotecarlos estaba en las siniestras cartas. Ojo, tampoco
las órdenes religiosas se privaron de hacerse de esta “mercancía”: según
ciertos historiadores, sobre todo los jesuitas fueron propietarios de esclavos,
eran su mano de obra clave.
Nótese
cuán paupérrimas serían las condiciones en las que viajaban a estos territorios
que, según ciertas apreciaciones, por cada persona que llegaba viva, cinco
morían en los barcos hacinados. Por deshidratación, diarrea, inanición, por las
vejaciones físicas que padecían, también por suicidio.
No
es cierto que los esclavistas fueran “bondadosos”, de mano blanda, otra mentira
largamente instalada. Hay registros de los horríficos tratos, de los castigos
físicos, de las violaciones a las mujeres. Cuando abusaban de una esclava y
quedaba embarazada, nacían “mulatos”, una palabra que viene de “mula”, como
consideraban a estas mujeres. Tampoco es cierto que solo vendiesen empanadas o
se desempeñasen como criados/as: tuvieron un rol vital en las economías locales,
como “mano de obra ocasional, en los oficios artesanales y en el comercio
minorista, así como en la construcción y en la reparación de caminos”. También
en las guerras de la Independencia y la Guerra del Paraguay, donde se los usó
de carne de cañón, prácticamente obligados a perecer en el frente. Ese sería,
junto a la epidemia de fiebre amarilla de 1871, algunas de las razones por la
que la población negra en el país mermase. Pero de ningún modo desapareciera,
aunque luego fuera invisibilizada, borrado o disfrazado de los manuales de
escuela este vergonzoso capítulo de la historia argentina.