Empeñado
en enaltecer la feminidad en su expresión más alta, V. Lillo Catalán publicó en
1940 un opúsculo titulado La influencia
de la mujer (editado por La Revista Americana, Buenos Aires), destinado a
“distraer un rato a los lectores que se interesen en el feminismo”. Ya desde la
introducción, este apasionado ensayista proclama: “El primer altar, el vientre
de la mujer, de donde surge insospechada la vida. El primer dios: el hijo.
Porque la pitonisa, la sibila, la vestal, la monja no son las que alimentan el
fuego sagrado del espíritu que da la vida sino la Madre”. Luego de semejante
ditirambo podría pensarse que está todo dicho respecto de este privilegio del
sexo débil; pero no, el ensayo se extiende a lo largo de varios capítulos.
Ya
en el apartado referido a “El problema feminista”, el señor Lillo Catalán
sostiene que “la mujer ha sufrido en su psiquis, como el hombre, hondas y
complejas influencias”, lo que la ha vuelto en los tiempos modernos un ser
polifacético y complejo. Sin embargo, entre los que ignoran estos cambios,
figuran los poetas: “Siguen creyendo estos vates de alargada melena, pálida
cara y escurrido vientre, que la mujer es esa cosa indescifrable, inferior,
catalogándola entre los objetos artísticos que el hombre necesita para su recreo”.
El autor de La influencia... se
muestra sumamente preocupado por esta necia ceguera de los bardos que “se
limitan a grandes gestos de hierofantes”, sin interesarse por los últimos
descubrimientos de la ciencia que han demostrado que la mujer no está por
debajo del hombre, que solo fisiológicamente tiene menos fuerzas. Por otra
parte, estos poetas transnochados “no conocen las fábricas, solo los cafés.
Desertaron del hogar, viven en los prostíbulos o en los cabarets, se inyectan
morfina, fuman opio y, naturalmente, concluyen que la mujer pierde su poesía al
modernizarse”.
Lógicamente,
esa peligrosa tendencia hacia una sensibilidad artificial “los lleva a criticar
la exaltación que espíritus sanos y potentes han hecho de la madre”, sin darse
cuenta los vates de que esa mujer que les brindó la vida es el único pilar que
al cabo de los años se mantiene sobre sus bases eternas y reales. Así, “cuando
cansado de ir de quimera en quimera, vuelve el hombre a esta primera
afirmación, es como el niño que busca de nuevo el regazo materno, refugiándose
en el tibio y amoroso seno para encontrar la protección que le negó un ingrato
destino”.
Vayan
pues estas endechas para conmover el corazón de todos aquellos que hoy en día
intentan descalificar la figura materna, desconociendo que el amor que empieza
en esta venerable mujer “va luego a la familia, de ésta pasa a la aldea, para
luego extenderse a la humanidad”. Y el benemérito V. Lillo Catalán concluye
este capítulo con una pregunta que lleva implícita la respuesta: “¿Cómo no
exaltar a la madre por encima de todas las consideraciones mal llamadas
estéticas, si ella es el sano sensualismo, la humanidad y la vida?”.