Primoroso tributo a una gran artista

Norma Bessouet es el título del flamante libro que, en muy cuidada edición de 300 páginas, rinde homenaje a la gran artista argentina (1940-2018), ilustradora, retratista, grabadista, maestra colorista, egresada de la Prilidiano Pueyrredón en 1967, que viviese alternadamente en España, Nueva York, Italia, Argentina. Ganadora de la reputada beca Pollock-Krasner en reiteradas ocasiones, además del Gran Premio de Honor del Salón Nacional, por citar algunos merecidos laureles, bebe NB del realismo mágico, en el que se inscribe parte de su obra -y de otras enormes artistas como Leonor Fini, Remedios Varo, Leonora Carrington-. Su sugerente obra exalta el rol de la mujer en los universos que crea Bessouet, otorgándole un poder que deviene de su condición de sacerdotisa, de maga, de entidad con capacidades de indagar y traducir el inconsciente… Además de piezas seleccionadas a todo color, en excelente impresión, incluye este libro una cronología que repasa hitos de la historia de la artista; también textos de investigación del crítico de artes plásticas Carlos Barbarito, y escritos de los pintores Guillermo Roux, Gabriela Aberastury, Sebastián Spreng.

La presentación del libro iba a realizarse el pasado 25 de marzo, en el marco de una incitante muestra que reunía piezas seleccionadas de la artista -pinturas, grabados, objetos, esculturas- en “La caja de cristal”, es decir en la casa matriz del Banco Ciudad, en la calle Florida 302, cuya bóveda flotante oficia actualmente de galería de arte. Por razones más que evidentes, tuvo que postergarse el evento. Damiselas en apuros accedió al texto de Sebastián Spreng -nuestro damiselo constante, artista plástico especializado en crítica musical- sobre Norma Bessouet, incluido en el nuevo volumen, que se comparte a continuación…   

El misterio de Norma Bessouet
Por Sebastián Spreng

Rodeada del mismo enigma que la arropó hasta el último instante, Norma Bessouet llegó a mi vida gracias a un cruce de senderos que amigos comunes sugirieron, señalaron, instigaron, complotaron. Según Gabriela Aberastury, principal cómplice y generosa urdidora de destinos, era imperativo que Norma y yo nos conociéramos por tres motivos fundamentales: por ser pintores, por ser portadores del raro desarraigo que propina los Estados Unidos; y primero y principal, por ser “sus” amigos. Mandato de aquella artista de raza que se cumplió. Enhorabuena.

Así transcurrieron tres décadas de amistad ininterrumpida, matizada más recientemente por desayunos cortesía de Skype para alegrarnos las soledades y saudades que todo aquel que se fue del terruño conoce y sabe intransferibles. Los míos (miamenses) eran más soleados, los suyos (neoyorquinos) a menudo nevados, y si el tema inicial era una receta culinaria ya sabíamos que todo estaba bien, era la consigna secreta. En ese rubro, los inventos y hallazgos de Norma (que no comía nada que tuviera patitas y sí, de vez en cuando, algo que había tenido ojos), eran dignos de anotar, ensayar y consecuentemente adoptar; de ahí que para mí la Pasta alla Norma dejó de ser la clásica siciliana con berenjenas para volverse Bucatini al caviar (del mejor una vez, del falso varias), fácil, rico y caro pero bueno, como Norma, bien conocida por pintar solo dos o tres cuadros al año y venderlos carísimos.

Así de pocas, así de buenas, así de caras, las obras de Norma conllevaban una alquimia críptica donde el tiempo, más que para el común denominador del pintor que se precie, era parte esencial en la decantación artística. Empezaba de cero e iba tensando, armando, construyendo, mezclando, aplicando, deleitándose, sumergiéndose en el tema abordado. Era una con la materia. Durante meses era solo ella y el cuadro en cuestión y ejecución. Esta suerte de Leonora Carrington porteña siempre huyó de toda moda, paria consciente que nunca dejó de llevar el sello de Borges y consecuentes laberintos, espejos y caminos bifurcados en cada pincelada. Se hace difícil clasificarla, ni surrealista ni simbolista ni del realismo mágico, ni europea ni latinoamericana ni neoyorquina. Ni de aquí ni de allá. Exactamente como ella, elusiva, esquiva, misteriosa, aunque con una melancólica impronta inconfundiblemente argentina y con un dejo de la niña de la novela La elegancia del erizo que, claro, la fascinó. Como Marcelo Bonevardi y Liliana Porter, formó parte de la tribu de creadores argentinos residentes en la gran manzana, más solitarios, más solos, más aislados de lo que pueda creerse.

En ese “relato del viaje de un alma”, como inmejorablemente la definió su amigo Guillermo Roux, Norma andaba y desandaba senderos sutiles, caminos sinuosos y avenidas zigzagueantes impregnadas con una mística propia donde combinaba dos extremos hilados por el conejo de Alicia en el País de las Maravillas que adoraba, visiones y sombras de una Ariadna enlazando a las bestias, por un delirante zoológico devocional en procesión frente al mismísimo Khrisna, zoológico donde no faltaron gatos, pájaros y los caballos de Uccello, por carrozas repletas de muñecas calvas, sórdidas muchachas á la Balthus, secretos autorretratos mirando hacia el todo, o niños de rara mirada, los hijos de sus amigos a los que inmortalizó en retratos exquisitos. En esa combinación de lo aprendido en Italia, España e Inglaterra, en lo que absorbió de la gran Aída Carballo después de la Prilidiano Pueyrredón, en las técnicas renacentistas y el paciente amansamiento de cadmios peligrosos, rojos nunca tan intensos ni tan suntuosos, se hallaba Norma Bessouet, la pintora, la artista que tenía venia para entrar sola al Museo Metropolitano de Nueva York y pasarse horas en conversaciones silenciosas con sus amados Brueghel, Hyeronimus y Vermeer, otro que pintó muy pocas, demasiado pocas joyitas.

Así en su órbita siempre serena e igualmente siempre decidida, Norma, la persona, era tan simple y complicada que no admitía análisis; misteriosa y bondadosa, como jugando a las escondidas en busca de sí misma hasta encontrarse y volverse a perder; podía ser la eterna habituée del Florida Garden como del mercado de Chinatown, la viajera levitante por la India como curiosa rata de biblioteca, la catadora de vinos como de papeles hechos a mano, la experta cinéfila, la incansable caminadora neoyorquina, la generosa colega, la amiga solidaria, la enamorada del Andrei Rublev de Tarkovsky y de Clint Eastwood, Mads Mikkelsen y Barack Obama, la divorciada de dos maridos que risueña evocaba la famosa que se había quedado con el primero y el desquite con un famoso que quizás cicatrizó la llaga; verdad o fábula, tampoco importaba porque se las había arreglado para engañar a la enfermedad que la cercó, desmembró y a la que venía venciendo con agallas insospechadas hasta capitular en la estocada final, inesperada.  Norma, consecuente con sus obsesiones y suspiros de eterna adolescente, seguramente habrá reaccionado fiel al enigma que encarnó, cándida, distante, en su propia dimensión; hasta puedo imaginarla murmurando su frase favorita, la de Bette Davis al final de aquella pasajera tan extraña como ella: “Don’t let’s ask for the moon. We have the stars”.