Confinamiento, ollas y sartenes

Por Silvina Quintans

No sé cocinar, y no me enorgullezco de ello. Sin embargo, en estos días de pandemia y confinamiento, siento un irrefrenable impulso por leer recetas y ver programas de cocina. Eso no significa que absorba lo que enseñan, ni que me dedique horas a preparar platos para mi familia, sino que miro con el placer culposo del voyeur, con la admiración de quien ve cómo se revela ante sus ojos un espectáculo de magia. Hay algo de alquimia en la cocina: la transformación de los ingredientes, la búsqueda de elixir de la vida, y –por qué no- de la piedra filosofal.

El aislamiento puso la lupa sobre el trabajo doméstico, esa maquinaria invisible que sostiene al mundo. El engranaje que permite que salgamos de casa con la ropa limpia, que nos aposentemos en los sanitarios sin temor a las infecciones, que recibamos el alimento que necesitamos para vivir. En estos días muchas familias empezaron a tomar conciencia de la carga que significa mantener una casa en movimiento y de la inagotable rueda de trabajos que recae sobre las mujeres de la familia y sobre las trabajadoras domésticas. [i] [ii]

Durante esta forzada convivencia 24/7,  la demanda se multiplica, y las exigencias son las de un all inclusive encerrado en un departamento sin amenities. Eso que llaman amor, se transforma en ganas de revolear cacerolas al aire en cada una de las cuatro comidas, de desalojar al adolescente del sillón a los escobazos, de hundirnos en el mar de ropa sin lavar. Están quienes aprovechan la cuarentena para dejar la casa lustrosa y ordenada, y quienes nos abatatamos ante la avalancha de ropa sucia, pisos opacos, vidrios marcados y cacerolas acumuladas. Una buena oportunidad para mirar de frente aquello que siempre fue invisible, para valorar a nuestras madres y a las empleadas domésticas, cuyo trabajo jamás hemos reconocido lo suficiente.

Pero volvamos a la cocina, tal vez la única de las tareas domésticas potencialmente gratificante. Vengo de una estirpe de buenas cocineras. Mi abuela quiso estudiar, pero la obligaron a cocinar. Su próspera familia sefaradí no dudó en sacarla del colegio a los diez años para que cocinara y cosiera la ropa de sus hermanos universitarios. Sus besos con ruido y sus elaborados platos se convirtieron en marca registrada: jamás volví a encontrar los sabores de sus kipes, sfijas, mamul, caques y hummus en ninguna otra parte. He probado platos parecidos, más o menos esforzados, pero nadie pudo igualar su precisión con las especias, la destreza para moldear la masa de la kipe, la consistencia exacta del hummus, la combinación agridulce de zapallitos, arroz, damascos y ciruelas.

La abuela era tradicionalista en sus recetas, sus platos eran precisos y siempre tenían el mismo sabor. Mi madre, en cambio, es una alquimista de la cocina. Su formación de artista plástica convierte los ingredientes en una paleta susceptible de toda clase de mezclas: lechuga con naranja, budines con agua de azahar, pescado con nueces. Jamás repite los platos y nunca recuerda cómo los preparó.

Me crié entre sabores elaborados, mi paladar es amplio, pero mis aptitudes para cocinar son nulas. Tal vez porque cometí el mismo pecado que ahora achaco a otros: siempre subestimé las tareas domésticas. No quería repetir la historia de mi abuela, confinada entre ollas, agujas y escobas desde muy chica, o la de mi madre, que, a pesar de su formación, no pudo levantar vuelo con su talento. Mi mandato era estudiar, trabajar, romper el karma de las mujeres de la familia. La cocina formaba parte de todo aquello que había que evitar para ser libre.

Sin embargo, en estos días de confinamiento, busco recetas y  miro con fascinación por el canal Gourmet cómo esos ingredientes crudos, pegajosos y polvorientos se transforman hasta liberar todos sus sabores. Y mientras reprendo al adolescente por jugar a la play hasta el amanecer, levanto con paciencia los desechos de la mascota y acometo los platos desparramados en la mesada, trato de descifrar cómo hacía mi abuela para convertir en arte un puñado de trigo molido. La cocina como refugio, el lugar donde cada ingrediente despliega su potencial, un espacio en el que cada cosa encuentra su destino.



[i]
 En Argentina, la última Encuesta sobre Trabajo No Remunerado y Uso del Tiempo del INDEC, mostró que la participación total de los varones en el trabajo doméstico no remunerado es del 24 % y la de las mujeres asciende al 76 %.
En cuanto al trabajo doméstico remunerado, más 400.000 trabajadoras se encuentran registradas en el servicio doméstico sobre un total estimado de 1.150.000 empleos en negro. El 65% de las trabajadoras no están registradas y su sueldo está por debajo de la canasta básica. El  97 % de las trabajadoras de casas particulares son mujeres.