No sé cocinar, y no me
enorgullezco de ello. Sin embargo, en estos días de pandemia y confinamiento,
siento un irrefrenable impulso por leer recetas y ver programas de cocina. Eso
no significa que absorba lo que enseñan, ni que me dedique horas a preparar platos
para mi familia, sino que miro con el placer culposo del voyeur, con la
admiración de quien ve cómo se revela ante sus ojos un espectáculo de magia.
Hay algo de alquimia en la cocina: la transformación de los ingredientes, la
búsqueda de elixir de la vida, y –por qué no- de la piedra filosofal.
El aislamiento puso la lupa sobre
el trabajo doméstico, esa maquinaria invisible que sostiene al mundo. El engranaje
que permite que salgamos de casa con la ropa limpia, que nos aposentemos en los
sanitarios sin temor a las infecciones, que recibamos el alimento que
necesitamos para vivir. En estos días muchas familias empezaron a tomar
conciencia de la carga que significa mantener una casa en movimiento y de la
inagotable rueda de trabajos que recae sobre las mujeres de la familia y sobre
las trabajadoras domésticas. [i]
[ii]
Durante esta forzada convivencia
24/7, la demanda se multiplica, y las
exigencias son las de un all inclusive encerrado en un departamento sin
amenities. Eso que llaman amor, se transforma en ganas de revolear cacerolas al
aire en cada una de las cuatro comidas, de desalojar al adolescente del sillón
a los escobazos, de hundirnos en el mar de ropa sin lavar. Están quienes
aprovechan la cuarentena para dejar la casa lustrosa y ordenada, y quienes nos
abatatamos ante la avalancha de ropa sucia, pisos opacos, vidrios marcados y
cacerolas acumuladas. Una buena oportunidad para mirar de frente aquello que
siempre fue invisible, para valorar a nuestras madres y a las empleadas
domésticas, cuyo trabajo jamás hemos reconocido lo suficiente.
Pero volvamos a la cocina, tal vez
la única de las tareas domésticas potencialmente gratificante. Vengo de una
estirpe de buenas cocineras. Mi abuela quiso estudiar, pero la obligaron a
cocinar. Su próspera familia sefaradí no dudó en sacarla del colegio a los diez
años para que cocinara y cosiera la ropa de sus hermanos universitarios. Sus
besos con ruido y sus elaborados platos se convirtieron en marca registrada: jamás
volví a encontrar los sabores de sus kipes, sfijas, mamul, caques y hummus en
ninguna otra parte. He probado platos parecidos, más o menos esforzados, pero
nadie pudo igualar su precisión con las especias, la destreza para moldear la
masa de la kipe, la consistencia exacta del hummus, la combinación agridulce de
zapallitos, arroz, damascos y ciruelas.
La abuela era tradicionalista en
sus recetas, sus platos eran precisos y siempre tenían el mismo sabor. Mi
madre, en cambio, es una alquimista de la cocina. Su formación de artista
plástica convierte los ingredientes en una paleta susceptible de toda clase de
mezclas: lechuga con naranja, budines con agua de azahar, pescado con nueces. Jamás
repite los platos y nunca recuerda cómo los preparó.
Me crié entre sabores elaborados,
mi paladar es amplio, pero mis aptitudes para cocinar son nulas. Tal vez porque
cometí el mismo pecado que ahora achaco a otros: siempre subestimé las tareas
domésticas. No quería repetir la historia de mi abuela, confinada entre ollas,
agujas y escobas desde muy chica, o la de mi madre, que, a pesar de su
formación, no pudo levantar vuelo con su talento. Mi mandato era estudiar,
trabajar, romper el karma de las mujeres de la familia. La cocina formaba parte
de todo aquello que había que evitar para ser libre.
Sin embargo, en estos días de
confinamiento, busco recetas y miro con
fascinación por el canal Gourmet cómo esos ingredientes crudos, pegajosos y
polvorientos se transforman hasta liberar todos sus sabores. Y mientras
reprendo al adolescente por jugar a la play hasta el amanecer, levanto con
paciencia los desechos de la mascota y acometo los platos desparramados en la
mesada, trato de descifrar cómo hacía mi abuela para convertir en arte un
puñado de trigo molido. La cocina como refugio, el lugar donde cada ingrediente
despliega su potencial, un espacio en el que cada cosa encuentra su destino.
En Argentina, la última Encuesta sobre
Trabajo No Remunerado y Uso del Tiempo del INDEC, mostró que la participación
total de los varones en el trabajo doméstico no remunerado es del 24 % y la de
las mujeres asciende al 76 %.
En
cuanto al trabajo doméstico remunerado, más 400.000 trabajadoras se encuentran
registradas en el servicio doméstico sobre un total estimado de 1.150.000
empleos en negro. El 65% de las trabajadoras no están registradas y su sueldo
está por debajo de la canasta básica. El
97 % de las trabajadoras de casas particulares son mujeres.