María me crió
cumpliendo el dignísimo rol de ser una asistente especial de mis viejos. Bueno,
va de vuelta. María me malcrió con indulgencia, en un fino equilibrio que
aseguraba mi integridad física y mi buena (muy buena) alimentación, dejando
librado al azar todo lo demás. Complemento interesante para airear la educación
y las normas de la madre judía pura cepa que me tocó en suerte (literal, sin
ironía...).
María le pedía a mi
mamá que la despertaran con un vaso de agua -¡splash!- en la cara, porque no
había otra forma de sacarla de la cama cuando íbamos a buscarla a su casa
(enfrente de la nuestra). Si no actuábamos de este modo, María no llegaba: no
eran todavía tiempos de celular ni de persecución telefónica. Mi vieja jamás
aceptó llevar a cabo esa solicitud, pero mi hermano y yo accedíamos gustosos a
ese minicarnaval, sin bombuchas pero con vaso talla XS, permitido todo el año.
Así, mojada y a ojos cerrados, se disponía de memoria a cruzar para hacernos el
jugo de naranja y llevárnoslo a la cama adonde volvíamos corriendo a
refugiarnos del inevitable reto por el exceso de agua. Con su metro setenta y
sus pasados 100 kilos, que contribuía a mantener, nos levantaba, uno/a en cada
brazo, para sentarnos a saborear el resto del apetitoso desayuno.
Con ligeras
variantes, así eran todas las mañanas con ella. Las tardes no tenían nada que
envidiarle en cuanto a nutrición: al amanecer, la merienda cuasi principesca
nos esperaba luego del tedio escolar. Y a la noche, llegada la hora de la cena,
nos reuníamos la familia entera a la mesa. Yo, no hace falta aclararlo, me
comía el postre en la falda de María mientras mis progenitores me decían que la
dejara en paz por un rato. Y luego, claro está, tenía lugar la despedida que,
aunque era solo por unas horas, se convertía en un momento de desgarro un tanto
sobreactuado por mi parte (siempre me gustó el teatro). Me colgaba como una
monita de su cuerpo y entre las lágrimas de llanto y risas por las cosquillas y
bostezos por el sueño, me resbalaba de sus brazos en caída casi libre hasta
llegar a sus macizas piernas. Así María se sacudía de mí por medio de sus
extremidades desactivando esa libertad condicionada para ir finalmente a
descansar con su familia. Que la tenía, a pesar de que yo creía en ese entonces
que nosotros éramos su único mundo.
De hecho y para
abonar a mi feliz confusión, el verano elegía pasarlo con nosotros en la ciudad
de infantes por excelencia: Miramar era nuestro lugar de aventuras más
arriesgadas, de libertades sin equivalente en la ciudad. De la mañana a la
noche hacíamos exceso de playa (el sol aún no era el temible villano de hoy,
solo se hablaba de bronceadores, de cremas protectoras), truco, burako, voley,
carreras de auto, y pozos donde María se prestaba a ser cubierta de arena hasta
la cabeza. Con ella no había juegos prohibidos para las mujeres y mucho menos
para una niñita como yo, con semejante mentora y guardaespaldas. Ocupábamos con
la familia (primerío, tíerío, sobrinerío...) toda la fila de carpas del
patio central de la primera playa pasando el arco triunfal de la
ciudad. María era popular en el balneario y mucho más cuando convencía a mi
mamá de que no era necesario levantar campamento al mediodía para protegernos
del sol. Entonces, hacíamos pensión completa en "Daytona
Beach" cuando María bajaba con la fuente recién sacada del horno,
rebosante de humeante pastrón, guarnecido con pepinos y papas. ¡Mmm! El lío
venía después, cuando había que preservar la digestión de ese almuerzo poco
frugal. “Esperemos a que el sol baje para entrar al mar”, decía mi vieja;
“Cuidado, que las olas no nos den en la panza", acotaba una tía; “Tenemos
que volver a ponernos el Sapolan Ferrini , el Off y la crema protectora de
labios”, reincidía mi madre (porque no había productos ni larga duración, ni
resistentes al agua, ni filtrantes: poderes que fueron adquiriendo luego,
intereses del mercado y agujero de ozono mediante...). Y mientras cumplíamos
todos esos requisitos caía la noche y el consiguiente pedido de bañarnos a la
luz de la luna. Debo reconocer que, a pesar de sus temores, mi vieja me
dejó más de una vez ir a nadar de noche con el bañero que nos llevaba a todos
los peques atados a una soga como caravana de flotadores, mientras que María me
esperaba a la salida, con la toalla y el abrazo poderoso y reconfortante.
Cumplida la intensa
jornada llegaba la hora de dormir y quedar “al cuidado” de María mientras mis
viejos salían. Lo que van a enterarse ahora ellos es que muchas de esas noches,
muchas, el sueño de ir al Casino se hacía realidad. La cosa es que bañaditos
nos metíamos en la cama, recibíamos el beso de las buenas noches y pasados los
cinco minutos que mis viejos hubieran atravesado la puerta, María nos ponía los
camperones de aquella época (nada de plumas ultralivianas en bolsitas) sobre el
pijama y nos llevaba al Casino para jugarse ella unas fichitas, después de
chequear su suerte en la quiniela. Fieles y estoicos, la esperábamos sin
movernos de la puerta, hasta que un verano pegamos el estirón y pudimos entrar.
No había sueldo que
resistiera esa adicción, pero sí había equipo que la cubría en la farsa y la
salida. De los años de suerte en la ruleta o el black jack, nadie se enteraba;
y cuando la suerte fallaba, llorábamos con ella para que mi papá pudiera,
aunque con esfuerzo, reponerle algo de la pérdida en los juegos de azar. No
estoy demasiado segura de todo lo que cuento porque a veces la memoria es tan
generosa y otras veces tan mezquina, pero daría por hecho que un verano quise
empeñar en la vecina ciudad de Mar del Plata la copa que había ganado en el
torneo de truco pensando que era de oro macizo, y así colaborar en la reposición
financiera que siempre mi papá terminaba haciéndole a mi adorada María.
Casi 40 años
después de aquellos veranos, vuelve -aunque nunca se fue - María a mi memoria
en el momento justo que descubro, en pleno invierno madrileño, una fila
infinita de esas que, con solo verla me desalienta, para comprar un
billete de la lotería con más solera (como dicen acá) de España, la de Doña
Manolita que parece que arrancó en 1904 repartiendo premios.
Entonces, en
vísperas de las fiestas, desde Calle del Carmen 22 hasta donde los devotos
locales y los creyentes del mundo en la buena fortuna forman filas de fe, se
extiende la cola por el billete. Hilera que crece abrazando el emblemático
Corte Inglés de Callao en dirección a la conocida Puerta del Sol y que no se deshace
bajo la peor inclemencia meteorológica. No dudo que María sería una
feligresa más de esa espera paciente y de sueños por cumplir y que, de paso,
aprovecharía el tiempo para darle a la lengua. Recuerdo que las primeras veces
que vi la congregación de gente, no me atreví a preguntar el motivo. Tanta
humanidad esperando paciente hacía de ese aguardo una ceremonia que sentí que
solo yo desconocía. Con los días, la fila no aminoraba y mi ansiedad por saber,
tampoco. Y si bien la compra de un billete de Doña Manolita era el objetivo
final, lo que me generaba más curiosidad era el por qué de la cola largas horas
habiendo posibilidades de comprar el billete por dos euros más a los vendedores
que circulaban en las proximidades de la peregrinación, o que también
podían adquirir vía internet por el mismo precio que en el local. Entonces
comencé una suerte de análisis salvaje sociológico y me acerqué a diversas
personas a preguntarles por qué esperaban, en vez de comprarlo por los caminos
más rápidos. Las respuestas me fueron haciendo saber con distintos gestos
que lo que preguntaba era una reverenda tontería. Todos dijeron que se trataba
de una tradición irrompible esto de hacer la cola para comprar la lotería.
Información adicional para el análisis casero me indicaba que el año anterior
los herederos de Doña Manolita instalaron un tablero que daba turnos para que
la gente pudiera pasear por las inmediaciones sin tener que formar fila, siendo
avisados por teléfono cuando estaba por tocarles su momento de comprar. Pero
prácticamente todo el mundo coincidió en no hacer funcionar ese atentado a la
tradición.
Por mi parte no
estaba dispuesta a esperar, así que intenté contactar energéticamente con
quienes vendían por fuera de la cola los billetes oficiales, y di con
un señor que me aseguró que, aún sin hacer la fila, me llevaba el billete
ganador. Como buena obsesiva, apoyada en el pensamiento mágico, me fui con mi
número victorioso bien guardado en la billetera y, ganándole también a la
espera, seguí a comprar en el supermercado lo que me faltaba para la cena de
navidad y todas las liturgias findeañeras. Cuando regresé a la casa donde me
hospedo, me di cuenta de que, por primera vez en mi vida, había perdido un
objeto material relevante: la billetera. Una amiga me dice: “Buscala
bien, que seguro la tenés en algún rincón de la cartera”. La miro
desafiante y le explico que los ordenados no gozamos de la alegría de los
desordenados de encontrar las cosas en otro lado. Si está, está donde las
dejamos siempre, y si no, las perdimos. Contra mis principios, igualmente me
dispongo a activar otra vez el pensamiento mágico y a creer en los milagros
navideños dickensianos que me impregnan de una fe ciega por encontrarla. Repaso
los movimientos y tengo que reconocer que el único lugar posible donde podría
haber quedado era en el supermercado.
Llamo al súper
aunque sin tanta fe como la que mueve montañas, y me dicen que allí la tienen y
que pase a buscarla. De camino mi amiga me dice: “Quédate tranquila que
no estás en Argentina, estás en el primer mundo y te la van a dar con todo su
contenido”. Cuando pronuncia: “todo”, se me activa el
billete en la memoria y prefiero no recordar el número que compré, porque si no
llega a estar y gano, la pena sería más larga que la cola de Doña Manolita.
Entre pensamientos ansiosos llego al súper y el señor de seguridad me
dice: “La encontró un argentino que intentó ubicarte para dártela, pero
dice que no tenían ningún amigo en común en Facebook, entonces prefirió dejarla
acá.”
Con el sorteo me doy cuenta de que me gané 20 euros de
los 22 que invertí en el billete con mi amiga primermundista. A eso hay que
restarle los impuestos del cobro y dividirlo entre las dos. Pienso en llamar a
María, a esa parte inolvidable de mi primerísimo y eterno mundo, para decirle
que gané. Pienso que seguro me va a decir que para qué comparto la jugada con
otros que, encima que gano poco, lo tengo que repartir. Entonces hago cuentas,
y prefiero con los 9 euros que me quedan cargar la tarjeta del teléfono y
evitando darle detalles de la jugada llamar a María al teléfono fijo apostando
al último número que tengo agendado de ella y sabiendo que si me atiende seguro
me deja una ganancia incalculable y sin quita de impuestos como cuando fui a
cobrar el sobreviviente billete de Doña Manolita.