#llamamealfijo9: Yirando por Madrid y encontrando una ayuda, una mano, un favor...

Por Carol Cukier

María me crió cumpliendo el dignísimo rol de ser una asistente especial de mis viejos. Bueno, va de vuelta. María me malcrió con indulgencia, en un fino equilibrio que aseguraba mi integridad física y mi buena (muy buena) alimentación, dejando librado al azar todo lo demás. Complemento interesante para airear la educación y las normas de la madre judía pura cepa que me tocó en suerte (literal, sin ironía...).

María le pedía a mi mamá que la despertaran con un vaso de agua -¡splash!- en la cara, porque no había otra forma de sacarla de la cama cuando íbamos a buscarla a su casa (enfrente de la nuestra). Si no actuábamos de este modo, María no llegaba: no eran todavía tiempos de celular ni de persecución telefónica. Mi vieja jamás aceptó llevar a cabo esa solicitud, pero mi hermano y yo accedíamos gustosos a ese minicarnaval, sin bombuchas pero con vaso talla XS, permitido todo el año. Así, mojada y a ojos cerrados, se disponía de memoria a cruzar para hacernos el jugo de naranja y llevárnoslo a la cama adonde volvíamos corriendo a refugiarnos del inevitable reto por el exceso de agua. Con su metro setenta y sus pasados 100 kilos, que contribuía a mantener, nos levantaba, uno/a en cada brazo, para sentarnos a saborear el resto del apetitoso desayuno.

Con ligeras variantes, así eran todas las mañanas con ella. Las tardes no tenían nada que envidiarle en cuanto a nutrición: al amanecer, la merienda cuasi principesca nos esperaba luego del tedio escolar. Y a la noche, llegada la hora de la cena, nos reuníamos la familia entera a la mesa. Yo, no hace falta aclararlo, me comía el postre en la falda de María mientras mis progenitores me decían que la dejara en paz por un rato. Y luego, claro está, tenía lugar la despedida que, aunque era solo por unas horas, se convertía en un momento de desgarro un tanto sobreactuado por mi parte (siempre me gustó el teatro). Me colgaba como una monita de su cuerpo y entre las lágrimas de llanto y risas por las cosquillas y bostezos por el sueño, me resbalaba de sus brazos en caída casi libre hasta llegar a sus macizas piernas.  Así María se sacudía de mí por medio de sus extremidades desactivando esa libertad condicionada para ir finalmente a descansar con su familia. Que la tenía, a pesar de que yo creía en ese entonces que nosotros éramos su único mundo.

De hecho y para abonar a mi feliz confusión, el verano elegía pasarlo con nosotros en la ciudad de infantes por excelencia: Miramar era nuestro lugar de aventuras más arriesgadas, de libertades sin equivalente en la ciudad. De la mañana a la noche hacíamos exceso de playa (el sol aún no era el temible villano de hoy, solo se hablaba de bronceadores, de cremas protectoras), truco, burako, voley, carreras de auto, y pozos donde María se prestaba a ser cubierta de arena hasta la cabeza. Con ella no había juegos prohibidos para las mujeres y mucho menos para una niñita como yo, con semejante mentora y guardaespaldas. Ocupábamos con la familia (primerío, tíerío, sobrinerío...) toda la fila de carpas del  patio central  de la primera playa pasando el arco triunfal de la ciudad. María era popular en el balneario y mucho más cuando convencía a mi mamá de que no era necesario levantar campamento al mediodía para protegernos del sol. Entonces, hacíamos pensión completa en "Daytona Beach" cuando María bajaba con la fuente recién sacada del horno, rebosante de humeante pastrón, guarnecido con pepinos y papas. ¡Mmm! El lío venía después, cuando había que preservar la digestión de ese almuerzo poco frugal. “Esperemos a que el sol baje para entrar al mar”, decía mi vieja; “Cuidado, que las olas no nos den en la panza", acotaba una tía; “Tenemos que volver a ponernos el Sapolan Ferrini , el Off y la crema protectora de labios”, reincidía mi madre (porque no había productos ni larga duración, ni resistentes al agua, ni filtrantes: poderes que fueron adquiriendo luego, intereses del mercado y agujero de ozono mediante...). Y mientras cumplíamos todos esos requisitos caía la noche y el consiguiente pedido de bañarnos a la luz de la luna.  Debo reconocer que, a pesar de sus temores, mi vieja me dejó más de una vez ir a nadar de noche con el bañero que nos llevaba a todos los peques atados a una soga como caravana de flotadores, mientras que María me esperaba a la salida, con la toalla y el abrazo poderoso y reconfortante.  

Cumplida la intensa jornada llegaba la hora de dormir y quedar “al cuidado” de María mientras mis viejos salían. Lo que van a enterarse ahora ellos es que muchas de esas noches, muchas, el sueño de ir al Casino se hacía realidad. La cosa es que bañaditos nos metíamos en la cama, recibíamos el beso de las buenas noches y pasados los cinco minutos que mis viejos hubieran atravesado la puerta, María nos ponía los camperones de aquella época (nada de plumas ultralivianas en bolsitas) sobre el pijama y nos llevaba al Casino para jugarse ella unas fichitas, después de chequear su suerte en la quiniela. Fieles y estoicos, la esperábamos sin movernos de la puerta, hasta que un verano pegamos el estirón y pudimos entrar.

No había sueldo que resistiera esa adicción, pero sí había equipo que la cubría en la farsa y la salida. De los años de suerte en la ruleta o el black jack, nadie se enteraba; y cuando la suerte fallaba, llorábamos con ella para que mi papá pudiera, aunque con esfuerzo, reponerle algo de la pérdida en los juegos de azar. No estoy demasiado segura de todo lo que cuento porque a veces la memoria es tan generosa y otras veces tan mezquina, pero daría por hecho que un verano quise empeñar en la vecina ciudad de Mar del Plata la copa que había ganado en el torneo de truco pensando que era de oro macizo, y así colaborar en la reposición financiera que siempre mi papá terminaba haciéndole a mi adorada María.

Casi 40 años después de aquellos veranos, vuelve -aunque nunca se fue - María a mi memoria en el momento justo que descubro, en pleno invierno madrileño, una fila infinita de esas que, con solo verla me desalienta,  para comprar un billete de la lotería con más solera (como dicen acá) de España, la de Doña Manolita que parece que arrancó en 1904 repartiendo premios.

Entonces, en vísperas de las fiestas, desde Calle del Carmen 22 hasta donde los devotos locales y los creyentes del mundo en la buena fortuna forman filas de fe, se extiende la cola por el billete. Hilera que crece abrazando el emblemático Corte Inglés de Callao en dirección a la conocida Puerta del Sol y que no se deshace bajo la peor inclemencia meteorológica. No dudo que María sería una feligresa más de esa espera paciente y de sueños por cumplir y que, de paso, aprovecharía el tiempo para darle a la lengua. Recuerdo que las primeras veces que vi la congregación de gente, no me atreví a preguntar el motivo. Tanta humanidad esperando paciente hacía de ese aguardo una ceremonia que sentí que solo yo desconocía. Con los días, la fila no aminoraba y mi ansiedad por saber, tampoco. Y si bien la compra de un billete de Doña Manolita era el objetivo final, lo que me generaba más curiosidad era el por qué de la cola largas horas habiendo posibilidades de comprar el billete por dos euros más a los vendedores que circulaban en las proximidades de la peregrinación, o que también podían adquirir vía internet por el mismo precio que en el local. Entonces comencé una suerte de análisis salvaje sociológico y me acerqué a diversas personas a preguntarles por qué esperaban, en vez de comprarlo por los caminos más rápidos. Las respuestas me fueron haciendo saber con distintos gestos  que lo que preguntaba era una reverenda tontería. Todos dijeron que se trataba de una tradición irrompible esto de hacer la cola para comprar la lotería. Información adicional para el análisis casero me indicaba que el año anterior los herederos de Doña Manolita instalaron un tablero que daba turnos para que la gente pudiera pasear por las inmediaciones sin tener que formar fila, siendo avisados por teléfono cuando estaba por tocarles su momento de comprar. Pero prácticamente todo el mundo coincidió en no hacer funcionar ese atentado a la tradición.

Por mi parte no estaba dispuesta a esperar, así que intenté contactar energéticamente con quienes vendían por fuera de la cola los billetes oficiales, y di con un señor que me aseguró que, aún sin hacer la fila, me llevaba el billete ganador. Como buena obsesiva, apoyada en el pensamiento mágico, me fui con mi número victorioso bien guardado en la billetera y, ganándole también a la espera, seguí a comprar en el supermercado lo que me faltaba para la cena de navidad y todas las liturgias findeañeras. Cuando regresé a la casa donde me hospedo, me di cuenta de que, por primera vez en mi vida, había perdido un objeto material relevante: la billetera. Una amiga me dice: “Buscala bien, que seguro la tenés en algún rincón de la cartera”. La miro desafiante y le explico que los ordenados no gozamos de la alegría de los desordenados de encontrar las cosas en otro lado. Si está, está donde las dejamos siempre, y si no, las perdimos. Contra mis principios, igualmente me dispongo a activar otra vez el pensamiento mágico y a creer en los milagros navideños dickensianos que me impregnan de una fe ciega por encontrarla. Repaso los movimientos y tengo que reconocer que el único lugar posible donde podría haber quedado era en el supermercado.
  
Llamo al súper aunque sin tanta fe como la que mueve montañas, y me dicen que allí la tienen y que pase a buscarla. De camino mi amiga me dice: “Quédate tranquila que no estás en Argentina, estás en el primer mundo y te la van a dar con todo su contenido”. Cuando pronuncia: “todo”, se me activa el billete en la memoria y prefiero no recordar el número que compré, porque si no llega a estar y gano, la pena sería más larga que la cola de Doña Manolita. Entre pensamientos ansiosos llego al súper y el señor de seguridad me dice: “La encontró un argentino que intentó ubicarte para dártela, pero dice que no tenían ningún amigo en común en Facebook, entonces prefirió dejarla acá.”

Con el sorteo me doy cuenta de que me gané 20 euros de los 22 que invertí en el billete con mi amiga primermundista. A eso hay que restarle los impuestos del cobro y dividirlo entre las dos. Pienso en llamar a María, a esa parte inolvidable de mi primerísimo y eterno mundo, para decirle que gané. Pienso que seguro me va a decir que para qué comparto la jugada con otros que, encima que gano poco, lo tengo que repartir. Entonces hago cuentas, y prefiero con los 9 euros que me quedan cargar la tarjeta del teléfono y evitando darle detalles de la jugada llamar a María al teléfono fijo apostando al último número que tengo agendado de ella y sabiendo que si me atiende seguro me deja una ganancia incalculable y sin quita de impuestos como cuando fui a cobrar el sobreviviente billete de Doña Manolita.