Hay
un instructivo y ameno capítulo en el Libro
de la Mujer y la Familia (Montaner y Simón Editores, Barcelona, 1907) que
reproduce conversaciones entre señoras sobre diversos tópicos relativos al buen
manejo de la vida doméstica y conyugal, incluyendo temas como la economía del
hogar y las formas correctas de veranear. Charlas a través de las cuales se nos
brinda una sana moraleja que se desprende de anécdotas, como la de la dama
joven e inexperta que comete errores de apreciación al intentar ahorrar a toda
costa.
“Al
principio de mi matrimonio me fue fácil gobernar la casa, porque teníamos una
criada que llevaba muchos años de servicio en el hogar de mis padres”, dice
esta buena señora. “Pero la dicha duró poco porque la muchacha dio oídas a un
oficial carpintero de la vecindad que la requirió de amores y al poco tiempo
casó con él”. Al quedarse huérfana de asistencia, la susodicha debió optar
entre dos posibilidades: una muchacha recomendada por una excelente familia de
toda confianza, pero que exigía un salario alto, “y una novicia recién llegada
de su aldea que se contentaba con una paga ínfima. Este último detalle me instó
a tomarla, con la intención de guisar yo misma”.
Pero
he aquí que la joven del campo la primera semana rompió un preciado barómetro
del dueño de casa al querer lustrarlo a fondo; la segunda quemó el gabán de su
amo al intentar secarlo al fuego; la tercera tiró —siempre en entusiasta plan
de limpieza— un aparadorcito colmado de finos cristales. “Al cabo —reconoce la
relatora—, al calcular los perjuicios ocasionados, comprendí que habría
resultado mucho más económico pagarle el sueldo que pedía a la criada de más
experiencia”. La conclusión salta a la vista y prueba la sabiduría del refrán:
“Lo barato sale caro”.
En
otra ocasión, tres tertulianas departen acerca de la mejor manera de pasar las
vacaciones. “Mi esposo y yo —dice la primera— nunca veraneamos juntos. Como nos
tenemos el uno al otro durante todo el año, nos conviene un poco de variación. Él
visita a los amigos que lo invitan a distintas quintas, en tanto yo me voy a
los baños de mar o a un establecimiento termal. Al volver a casa, nuestro amor
se remoza. Como no tenemos hijos, nos va de maravillas este sistema”.
La
segunda señora opina así: “En tiempos normales puedo disponer poco de mi
marido, por lo tanto no me quiero separar en vacaciones. Además, me parece
peligroso romper, aunque sea poco tiempo, el lazo matrimonial. Aprovecho la
ocasión para que vivamos exclusivamente el uno para el otro, desprendiéndome de
la casa y de mis hijos, que quedan al cuidado de los abuelos o de algún
pariente de confianza. No pueden ustedes imaginar lo deliciosos que resultan
estos viajes”.
A
continuación, habla la tercera señora: “Creo que mi modo de veranear es el
mejor; tengo dos hijos y sé que con nadie estarán mejor que con la madre, que
ve cosas que los parientes más bien dispuestos no advertirían. Además, para mí
no hay dicha posible sin ellos. La inquietud no me dejaría gozar del viaje, y a
mi esposo le pasa lo mismo, ya que por sus negocios los ve poco durante el
año”.
La
tertuliana que así se expresaba se despidió amablemente de sus interlocutoras,
que se quedaron pensativas, como quizá también tú, atenta lectora, que ahora
debes responder con el corazón la siguiente pregunta: ¿cuál de las tres casadas
crees que dio en la tecla correcta?