Al otro mundo

Por Cecilia Sorrentino


“…el espacio se mide por el tiempo y las navegaciones eran azarozas”

J. L. Borges


Ocho kilómetros antes, el camino de tierra tenía una última curva en ángulo casi recto hacia la izquierda. A esa altura del viaje, mi felicidad era un aleteo insoportable entre el estómago y la garganta. Faltaban apenas esos ocho kilómetros para llegar a la parada de ómnibus donde ya nos estarían esperando los taxis: cinco o seis carros de dos ruedas tirados por un caballo.

Bajábamos del micro cansados, entumecidos, sucios de polvo del camino. Nos acariciaba de repente el olor húmedo del mar que, desde allí, era apenas una cinta azul al final de la calle.

La vereda a nuestro alrededor se llenaba de valijas, bolsos, canastos. El sillón plegable de mi tía, la perrita de mi prima, el colchón de la perrita de mi prima, el frasco de pesto. Al pesto había que vigilarlo porque la tapa del frasco nunca cerraba bien.

Mi papá protestaba: “seguro que no van a usar ni la mitad de lo que traen”. Tío Mario acomodaba cuidadosamente el mediomundo y las cañas de pescar entre dos valijas.

Nos distribuíamos en varios taxis: tres o cuatro de nosotros y unos cuantos bultos y valijas en cada carro. Cuando le tocaba subir a tía Carmen se tentaba y perdía impulso. Teníamos que sostenerla para que no se escurriera de risa.

Por fin, los cascos de los caballos comenzaban a sonar sobre la única calle asfaltada.

A los gritos, nos íbamos señalando alguna casa nueva, un negocio que no estaba el verano anterior. Las novedades, entonces, solo significaban progreso.

La casa estaba a mitad de cuadra en la calle Azopardo: un arenal que cada verano la municipalidad cubría con paja seca para que se pudiera andar. Igual el carro nos dejaba en la esquina. Cargábamos los bultos hasta el portón y después, por el camino de álamos, hasta el porche.

La puerta y las ventanas de la casa se abrían crujiendo. A medida que entraba la luz salía el olor húmedo del encierro. Un olor a comienzo. Ya estábamos allí y ese día de enero era el primero del verano.

Habíamos recorrido una enorme distancia: trescientos ochenta kilómetros. Toda una noche de viaje.

Quizás a causa de la distancia, algunos acontecimientos sucedían exactamente al revés que en Buenos Aires. Los cortes de luz, por ejemplo. Eran una fiesta. Entonces, en cuanto anochecía, jugábamos todos a la escondida. Valía dentro de la casa, en el jardín -hasta la cerca-, y en el patio de atrás, pero sin saltar la medianera.

Al cine también íbamos todos juntos. Si llovía, en vez de paraguas, usábamos la sombrilla de la playa. Nos gustaba ir a la función de las diez y llevarnos la cena: bocadillos de coliflor, pescadito frito, buñuelos de acelga. Racimos de uva.

Estábamos tan lejos que las cartas tardaban siete días en llegar, había que esperar hasta la tarde para recibir el diario, y en la telefónica encontrábamos siempre el mismo cartel: HAY DEMORA. Cinco, seis horas.

Tan lejos que solo podíamos escuchar radios uruguayas y, en las noches serenas, también el Festival de San Remo. Entonces yo creía que la transmisión era en directo desde Italia.

Tan lejos que, si querían encontrarnos, debían recurrir a la policía.

Ese verano, mis primas y yo volvimos de la playa a la hora del almuerzo y encontramos a un oficial en el comedor. Traía un telegrama. Mis padres y mis tíos -apenados- contaron los días que habían pasado desde la fecha escrita en el papel.

Le sirvieron algo fresco al oficial y llegaron a una misma conclusión: ya había pasado todo, también el entierro.

-No vale la pena regresar -dijo mi padre.

Y nos quedamos.