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Kaitlyn Dever (Marie) frente a los detectives |
Marie sabe -no puede evitar saber- lo que
pasó. Escucha a los dos hombres que le dicen que no pudo haber sucedido eso,
que haga un esfuerzo, que algo en sus recuerdos no encaja. Marie insiste; los
retazos de la noche atroz son un resto que aún le oprime la garganta. Y los
policías -que no encuentran huellas ni la ven lo suficientemente destrozada-
desconfían de la denuncia de violación realizada por una chica que, encima,
tiene un pasado difícil.
Marie es huérfana, es adolescente, es mujer. Conjunción
desfavorable para los inspectores que, plantados solemnemente sobre sus
pantalones, insisten en no creerle. Tanto insisten que la adolescente, agotada,
tira la toalla. Harta de interrogatorios -una y otra vez, la navaja en la
garganta, la voz del desconocido que desgarra su cuerpo-, les da a esos hombres
lo que supone están esperando. “No pasó nada; mentí”. Pero los señores no se
dan por satisfechos y le inician una demanda por falso testimonio.
Así de demoledor es el planteo inicial de Unbelievable, serie disponible en
Netflix, basada en un trabajo periodístico que
obtuvo el Pulitzer en 2016, y coescrita por Susannah Grant , Ayelet Waldman y Michael Chabon. Si Kaitlyn Dever, la actriz que interpreta a Marie, asume el
rostro de la fragilidad que no encuentra reparo, Toni Collette y Merritt Wever serán, en la piel de dos policías mujeres, la
expresión de cómo pueden cambiar las cosas cuando existe alguien dispuesto a
escuchar.
La serie cuenta el derrotero de una
investigación que, impulsada por los personajes de Collette y Wever, sigue los
pasos de un violador serial. Pero, aunque a partir del segundo capítulo la serie
se ajusta a las convenciones más o menos habituales del relato policial, hay
algo en el primer capítulo que va mucho más allá (y que, desde luego, impregna
toda la historia). En esa presentación, y en el pormenorizado registro de los
tormentos padecidos por Marie, yace lo que la crítica estadounidense Rebecca
Solnit denomina “la guerra más larga”: un continuo, histórico e invisibilizado
patrón de violencia contra las mujeres, donde la vulneración de los cuerpos se
enlaza con la vulneración de las palabras.
Inhibición
y poder
En Los hombres me explican cosas,
ensayo recientemente reeditado por Fiordo, Solnit pone el acento en el
silencio. Recuerda la anécdota, en cierto modo risible, que da origen al libro.
En un cóctel al que Solnit acude con una amiga, el anfitrión, un hombre mayor
que ellas, galante y cordial, se acerca a entablar conversación. Cuando escucha
que Solnit escribió un libro sobre Muybridge, le pregunta, con tono suficiente,
si había oído hablar de un libro “muy importante” sobre el célebre fotógrafo
que, precisamente, se había publicado ese año. La autora trastabilla; no
recuerda que ese año haya salido otro libro además del suyo, pero ni se le
ocurre dudar del hombre, que ya tomó las riendas de la conversación, y le está
explicando las bondades de ese “otro” libro. Hasta que, luego de escucharlo un
buen rato, descubre que el confiado anfitrión está hablando, efectivamente, del
libro escrito por ella, del cual él solo había leído una reseña en el New York Times Book Review.
“Me gustan los episodios de este tipo -escribe
Solnit-, cuando las fuerzas que normalmente son tan escurridizas y difíciles de
señalar asoman la cabeza sobre el pasto y se vuelven tan obvias como, por
ejemplo, una anaconda que se hubiese tragado una vaca o un excremento de
elefante en la alfombra”.
La autora, entonces, decide indagar en los
múltiples modos en que los hombres “explican cosas” a las mujeres, y cómo el
primer gesto de las mujeres –tal como le ocurrió a ella en el cóctel- es callarse
y otorgar credibilidad a esas voces tan pagadas de sí mismas. Un continuo
desbalance en la legitimidad con que cada género esgrime su voz.
La primera versión de Los hombres me explican cosas
se publicó hace unos años, en un medio digital. No solo suscitó intensas
discusiones en las redes, sino que también generó la creación de un neologismo en
el que Solnit no había pensado: el mansplaining,
elegido como “palabra del año” en 2010 por The
New York Times, y referido a la
autoridad que, de manera automática, los varones suelen conceder a su propia
palabra en detrimento de lo que diga una mujer.
Sin embargo, el
análisis de Solnit hinca bastante más hondo. Su idea de que “algunos hombres
explican cosas que no deberían y no escuchan cosas que debiesen” apunta a una
diferencia de poder tan estructural como la violencia en que se sustenta.
Los policías que, en Unbelievable, no creen a Marie, le hablan en un tono
condescendiente, diríase paternal; la violentan sin necesidad de tocarle un
pelo. Piensan, como define Solnit en relación a este tipo de situaciones en el
mundo real, “que estaba siendo subjetiva, que deliraba, que estaba alterada,
era deshonesta; en resumen, que era mujer”.
Para Solnit, existe un hilo que vincula las
pequeñas miserias sociales, los silenciamientos y las autocensuras cotidianas,
con el silenciamiento violento que impone la agresión sexual. “Comprenderíamos
mejor el alcance de la misoginia y la violencia contra las mujeres si tomásemos
el abuso de poder como un todo y dejásemos de tratar la violencia doméstica
como algo separado de la violación, el asesinato, el acoso y la intimidación,
tanto en las redes, en casa, en el lugar de trabajo y en la calle; si se toma
todo en conjunto, el patrón se ve con claridad”, escribe.
Escuchar
lo imposible
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Merritt Weber y Toni Collette |
El principio de toda dignidad radica en la
posibilidad de la palabra. La base de toda violencia, en la voluntad de
controlar al otro. En la misoginia, el desprecio por el discurso femenino es
constitutivo de una larga historia de opresión de un género sobre el otro. Las
“amables” conversaciones donde algunos hombres “explican cosas” a mujeres que
los escuchan en silencio “son una de las maneras en las que, en el discurso
civilizado, se expresa el poder –el mismo poder que existe en los discursos no
civilizados o en los actos de intimidación y violencia física y, muy a menudo,
en la misma manera en que se organiza el mundo- que silencia, borra y aniquila
a las mujeres como iguales, como participantes, como seres humanos con derechos
y, con demasiada frecuencia, como seres vivos”.
Locas. Histéricas. Solnit pone el foco en los
dos adjetivos que mejor han venido operando sobre el silencio de las mujeres. Se
remonta a Casandra, la mujer a la que nadie creía, considerada loca o
mentirosa, encerrada por ello y porque lo que sus palabras decían era demasiado
insoportable para ser escuchado.
Bucea, también, en un momento que a estas
alturas podría pensarse como arquetípico de nuestra época: el día en que
Sigmund Freud concluyó que “sus” histéricas le mentían. La historia es bastante
conocida: en los inicios del psicoanálisis, la liberación de la palabra que
supuso ese método hizo que saliesen a la luz relatos y más relatos de abusos
sufridos en la infancia. Freud pasó, de creer en ellos, a desestimarlos; no
serían abusos ocurridos en la realidad, sino expresión de fantasías
inconscientes de las pacientes. Sostenida por las investigaciones de la
psiquiatra feminista Judith Herman, Solnit se atreve a plantear algo muy
diferente: ¿qué ocurriría si suponemos que, al menos en su mayoría, esos abusos
sí habían ocurrido, y que el viraje conceptual de Freud respondió, en realidad,
a lo intolerable de los relatos que surgían en las sesiones? Para Herman, dar
categoría de verdad a esas historias hubiera implicado confrontar con la lógica
secreta, el férreo andamiaje patriarcal que gobernaba la sociedad del siglo
XIX. Como Casandra, las “histéricas” decían lo que no podía ser escuchado. La
tesis de que ellas no solo imaginaban todo, sino que lo deseaban, se convirtió,
en términos de Solnit, en “la coartada perfecta para todos aquellos hombres que
perpetran estos crímenes contra las mujeres”.
Desde luego que la autora no niega la
existencia del inconsciente y su vasto territorio de fantasías, sombras y
deseos; tampoco ignora que existen
mujeres que mienten, al tiempo que no supone que haya un violador en potencia
en cada varón que habita este mundo. A lo que apunta es a la matriz: la estructura
latente y sumamente eficaz que define, desde hace siglos, los lazos entre
hombres y mujeres.
Como si hubieran leído algunos de los ensayos
de Solnit, los guionistas de Unbelievable
ponen en escena el funcionamiento de ese patrón. Los policías que acosan a
preguntas a Marie, en busca de la contradicción o el olvido que demuestre que
la chica está mintiendo, son “buena gente”. Ciudadanos honrados, defensores de
la Ley, convencidos de estar en lo correcto; orgullosamente incapaces de ver
que están victimizando por segunda vez a una adolescente. Cuando Marie les dice
que mintió, intenta defenderse con lo que la vida le enseñó a hacer: darle al
otro lo que el otro pide; negar la
propia palabra, si fuera necesario hacerlo.
La disrupción asoma cuando la investigación de
los casos de violación es encarada por dos policías mujeres. A diferencia de lo
padecido por Marie, las víctimas cuyos casos siguen los personajes de Collette
y Wever son escuchadas. Cuando se da lugar a esas voces, la
investigación avanza. Y, como ocurre siempre que se liberan las palabras, se
hace posible trazar nuevos caminos, aventurar hipótesis que de otro modo no
hubieran podido ser pensadas.
Spoiler: Marie finalmente obtiene una
reparación. Pero, así y todo, nunca a nadie se le ocurre (al menos, no espontáneamente) acercarse y pedirle perdón.