Idalina y el miedo

Por Josefina Arcioni


La celda tiene un inodoro chiquito y una tarima de cemento, sin colchón, haciendo las veces de cama. Idalina se sienta ahí y se queda quieta. Es la primera vez que está detrás de una reja. No puede parar de llorar, está muerta de miedo y de frío. Quiere cerrar los ojos y no despertarse más. Piensa en su hijo, pero ni siquiera ese amor la llena. No sabe a qué comisaría la trajeron, no conoce Buenos Aires. Es el viernes 20 de mayo de 2016.

Tiene que pasar ahí el fin de semana, el lunes la llevarán a su destino, aunque ella todavía no tiene idea de qué destino es ese. Cada tanto el celador va a verla para chequear que siga “intacta”. A la noche siguiente, conmovido por su angustia, que no cesa, decide hacer algo por ella. Le dice:

A mí no me pueden ver hablando con vos. Pero tu familia me dió un mensaje para pasarte. Te mandan a decir que cuando te hablen de extraditarte, tu respuesta sea “No”. No digas que sí a nada. A todo, “No”. ¿Entendido? Y yo no te dije nunca esto. ¿Entendido?

El lunes por la mañana los agentes de Interpol intentan convencerla, sorprendidos por su negativa:

Tenés que firmar. Esto no depende de vos. Vos tenés que volver a tu país. El delito pasó en tu país.

Pero ella mantiene su No.

Idalina y la muerte

El 10 de mayo de 2016 Idalina llegó al Hospital de Traumas de Ciudad del Este, Paraguay, con notorios signos de violencia en el cuerpo, acarreando a Adrián Benítez, inconsciente y ensangrentado, quien murió pocos minutos después. Entonces se le acercaron dos enfermeras. Una sostenía una planilla y una lapicera.

 ¿Nombre?
 Idalina Gamarra.
 ¿Edad?
 24 años.
 ¿Nacionalidad?
 Paraguaya.
 ¿Vos hiciste eso?
 Sí.
 ¡Qué violenta!

Yo estaba llena de golpes. En el pecho, en la panza, en los brazos, en el cuello. No tenía ropa interior. Estaba en shock. Me salía sangre de la cabeza. Y ella diciéndome a mí “qué violenta”. No me lo voy a olvidar más. ¿Violenta, por clavarle medio centímetro de un cuchillo a un tipo que me estuvo cagando a palos desde las 7 de la mañana hasta casi las 10? No sabés qué fué lo que pasó, pero ¿te creés con derecho a decirme que yo soy violenta?

El médico miraba desde lejos; nunca se le acercó. Idalina estaba en un hospital, pero nadie se preocupó por ella. Excepto una mujer. Una señora mayor de pelo oscuro, que la abrazó y le susurró en guaraní:

 No fue tu culpa, vos solo estabas defendiéndote, no te sientas mal.

La enfermera de la planilla se fue. La otra enfermera le anunció que ya habían llamado a la policía, que estarían por llegar en cualquier momento. Y que todavía tenía tiempo.

La señora de pelo oscuro la agarró del brazo y la sacó a la calle. La subió a un taxi que ella misma pagó, y le dijo:

 Andate. Andate lejos. Si te encuentran acá te van a matar.

Su familia pensó lo mismo, que la corrupción paraguaya iba a destrozar el proceso de la justicia, y que la cárcel no iba a ser un lugar seguro para ella. Idalina tomó una lancha hacia Puerto Iguazú y ahí, un micro hacia Buenos Aires.

Fue el peor viaje de su vida. No podía mirarse al espejo. No podía tragar. Cada algunos cientos de kilómetros subían al micro agentes de gendarmería y pedían documentos al azar: nunca le tocó a ella. Intentaba dormir pero con los ojos cerrados veía la cara de Adrián. Las marcas de los golpes en su cuerpo iban a durar cuatro meses. Esa imagen en su cabeza, muchos años.

Idalina pasó diez días prófuga en Florencio Varela, escondida en la casa de su tía Lidia, quien estuvo todo el tiempo con ella. Adelgazó ocho kilos. Vomitaba todo lo que se llevaba a la boca. Dormía apenas tres horas por día. La mayoría de las veces se despertaba gritando.

Terminar en prisión era mi mayor miedo, pero yo ya sabía que venían a buscarme. Había tenido un sueño. Me había visto tocando una reja.

El día que la capturaron, en una acción conjunta de Interpol y la Policía Federal Argentina, se acercó al patrullero el abogado de la familia Benítez, a quien Idalina conocía por ser el padrino de Adrián, y entre lágrimas pidió hablar con ella:

 Yo sé qué clase de persona sos, no tengo dudas de que nunca quisiste hacer lo que hiciste, y lamento que todo termine de esta forma. Pero vos tenés que entender que hay una familia detrás. El dolor es muy grande. Y Adrián ya no está.

Cuando el patrullero arrancó, los oficiales le aseguraron a Idalina que jamás habían visto nada parecido.

Idalina y la violencia

Los códigos penales argentino y paraguayo están de acuerdo en los límites que establece la “legítima defensa”. Sin embargo Idalina se escapó de Paraguay. No se escapó de la justicia ni de la palabra escrita de la ley. Se escapó de un sistema que no iba a tener contemplaciones para con la violencia de la que ella fue víctima durante dos años. Y tenía razón: Paraguay dictó inmediatamente su rebeldía y pidió su extradición, acusándola de homicidio doloso agravado por el vínculo, con una pena de hasta 25 años. A la acusación judicial se le agregaron acusaciones personales y amenazas de muerte por parte de la familia Benítez. Sumado a la no menor condena social, capitaneada principalmente por la prensa paraguaya, que decidió que ella era “una enferma de celos que mató a su novio mientras dormía porque él quería dejarla”.

Se hizo público el comentario de que las mujeres, en la cárcel de mi país, ya me estaban esperando. Para reventarme. Porque ahí se enteran de todo. Y todo es plata.

La Defensoría General de la Nación Argentina conformó un equipo de trabajo para intervenir en su proceso, y éste reclamó el principio de “no devolución”. No devolver a una persona a un país donde su vida correría riesgo, honrando así, antes que el compromiso internacional de cooperación judicial, el compromiso del Estado con los tratados internacionales de derechos humanos (elevados a rango constitucional). Además, se pidió que este principio fuera interpretado con enfoque de género.

Yo estuve aguantando mucho tiempo. Hoy puedo entender que cada vez que sentía miedo en mi vida, en vez de salir, yo me quedaba. Me consolaba pensando: ya se va a solucionar. Era ignorante. Me enseñaron a aguantar. Y cuando realmente quise irme, ya no podía. Soy responsable de lo que pasó, pero no me siento culpable. ¿Cómo podía tomar otras decisiones?

Adrián no la soltaba. La seguía, la hostigaba, le robaba el teléfono para controlarla. Siempre sabía dónde estaba. No había dónde esconderse. No había a dónde escapar.

La gente dice “vos hiciste eso porque quisiste, podrías haber buscado otros medios”. En Paraguay hay un montón de casos de mujeres denunciantes de violencia que terminaron asesinadas. Hay pruebas. Asesinadas. En una zanja. Entonces, ¿cómo hacés? ¿Con qué fuerza buscás ayuda en esa sociedad?

Ella muchas veces amenazó con denunciarlo. Y entonces él se calmaba: “Si me denunciás me vas a cagar la vida, me vas a manchar, no me van a dar laburo… ¿Vos querés eso para mí?”. A veces él lloraba, se arrodillaba y pedía perdón. A veces llegaba más lejos: se tajeaba los brazos, y era Idalina quien terminaba vendándole las heridas.

Lo peor de todo es sentirte culpable cuando no estás haciendo nada. Porque actúan así por vos. Se te meten en la cabeza.

Idalina y la cárcel

“Mirá, pobre piba, parece un pollito mojado”, decían sus compañeras los primeros días en Ezeiza. Idalina no paraba de llorar. Seguía sin comer, no salía de la cama, se bañaba a la fuerza. A las que le inspiraban confianza les contaba su historia, en partes, como podía.

¿Cómo puede ser que una “chica de bien” esté en la cárcel? Vos te hacés la idea de que algo malo habrás hecho para estar ahí. Y la policía se dedica a meterte eso en la cabeza. ¿Cómo te reinsertás en la sociedad si escuchás esto todo el tiempo, de parte de las personas que se supone que están ahí para cuidarte, para inculcarte el cambio, para motivarte a mejorar?

Su actitud generosa y su enorme sensibilidad la ayudaron a ganarse muchas amistades. Que ella fuera tranquila no significaba que todas las internas lo fueran, pero en medio de los problemas siempre había alguien para defenderla, alguien para protegerla, alguien para “habilitarla”. Y cada vez que la cambiaban de Pabellón o de Módulo (de acuerdo al paso reglamentario del tiempo, a las evaluaciones de buena conducta, o a la azarosa voluntad de las jefas de pabellón) se encontraba con alguna conocida del Centro Universitario o de los talleres de género en los que participaba.

Pero el miedo es algo muy presente en la cárcel. El miedo de no tener cómo defenderse. Y el miedo a las requisas.

Entraban gritando “¡Requisa! ¡Requisa!”. Y no eran solo las cosas, te hacían meter al baño para bajarte la bombacha y requisar también. Y era exagerado. Porque revisá, está bien, pero ¿hace falta destrozar los paquetes de harina y arroz arriba de la cama, arriba de la ropa, romper todo, ensuciar todo? Si ellas tienen paletas que detectan metales. Buscan denigrar las cosas de las personas. Como si fuera que vos sos mucho menos persona por estar ahí, por el motivo que sea. Así quieren hacerte sentir. ¿Cómo no vivir con miedo?

Ella tuvo que aprender a tranquilizarse. Tuvo que aprender a parar de pensar. Si no paraba, su mente entraba en un lugar oscuro y caía en una profunda depresión. Pero, incluso entonces, siempre había compañeras que se portaban bien con ella.

Me decían “Nena, dale, levantate, vamos a cocinar esto, vamos a comer”. Cocinar en la cárcel era como una hermandad. El que te cocinen a vos, o cocinar en grupo, era lo más lindo que puede existir. Compartir el momento, hacer una comida para charlar. Reírse.

Idalina afirma que se volvió feminista en la cárcel. Un psicólogo le recomendó que fuera a un taller de mujeres que habían sufrido violencia de género, Mi cuerpo es mío, dictado por la agrupación Patria Grande. Ahí comprendió que no era una mala persona. Que a cualquier mujer le podría pasar lo que le pasó a ella.

Todo es causa y efecto. Yo no tuve el coraje de dejarlo y denunciarlo porque no tuve educación. Por ejemplo, fui un colegio de monjas y nunca tuve educación sexual. Cuando me vino la menstruación no sabía lo que me estaba pasando. ¡Y me vino a los trece! Hay mucho tabú en Paraguay, del sexo no se puede hablar.

Idalina y la libertad

Antes era una mujer callada y sencilla. Así se define: sumisa a la realidad misma y a la cultura.

Yo era presa de la vergüenza. Cuidaba constantemente mi imagen y mis actos, todo el tiempo pensaba “No quiero que mi familia se entere, no quiero que mi hijo se entere”. Pero de tanto cuidar mi imagen para que nadie viera toda esa mierda que pasaba, mirá. ¡Vos hoy ponés mi nombre en Google y soy famosa! Mirá todo lo que tuvo que pasar para que yo aprendiera a cagarme en el pudor.

En los talleres de la cárcel, junto a esas mujeres que como ella vivieron en contextos de violencia de género, Idalina entendió que no estaba sola. Que quizá ellas no podían ayudarla con su problema judicial, pero que no estaba sola. Hablar de su experiencia le hizo bien, y le hizo bien a otras mujeres. Y esas otras mujeres le hicieron bien a ella.

Estoy aprendiendo a vivir con esto. Obviamente que no lo voy a poder olvidar. Y lo acepto. Pero estoy aprendiendo a decir las cosas como son. A no tener vergüenza de decir que lo maté. Lo maté para salvar mi vida. Algo que antes no podía decir.

Le pregunto si se siente libre.

Sí. Yo aprendí a sentirme libre en la cárcel y se ríe, muestra su sonrisa inmensa y perfecta y los ojos se le licúan, como siempre que se ríe, porque hasta cuando se ríe se emociona. Puedo estar presa ocho, diez años, pero decido ser libre mentalmente, emocionalmente. No callarme más. Yo ya no voy a callarme más.

Idalina y el presente

Argumentando que el lapso de prisión preventiva había caducado, y gracias a la intachable conducta de Idalina, el mismo equipo de trabajo conformado por la DGN que reclamó la “no devolución” con enfoque de género, consiguió en marzo de 2019, su “prisión domiciliaria”. Y seis meses después, su “libertad condicional”. Se debe usar las comillas porque, al no haber causa ni condena, estos términos no son tales. En Argentina, Idalina Gamarra no es culpable, ni sospechosa, ni acusada de nada. La causa corresponde a Paraguay. Pero no existen los términos que necesitamos. Ella le sigue diciendo “la preventiva”.

Ahora está preocupada con su tobillera porque el GPS anda mal. Tiene que cargarle la batería cada cuatro horas y a veces se pone a pitar por pérdida de cobertura, sin que ella haya hecho nada. Por más que esté dentro de Buenos Aires. Por más que esté al aire libre.

Cuando desde el Ministerio de Justicia la llaman para advertirle que si no vuelve inmediatamente a su domicilio la tendrán que salir a buscar, ella no sabe cómo explicar que lo que está mal es el aparato. No le creen. Cuanto menos le creen, peor la tratan. Son escenas que responden al sistema punitivista que somete a Idalina, todavía, a pesar de todo.

Casi en el comienzo del proceso por el pedido de asilo, se unió al equipo de defensores una Licenciada en Antropología. Ella interviene desde el aspecto cultural, buscando dar prueba de la influencia y repercusión de la violencia del sistema patriarcal en la vida de Idalina y en sus acciones. Hace algunos meses, se pidió formalmente en el Juzgado que lleva la causa, que cuando comience el juicio por la extradición, la antropóloga pueda estar presente para exponer sus investigaciones y conclusiones. El Juzgado dio lugar.

Es muy importante y emocionante que ella pueda estar en el proceso. Porque esto no es un problema personal, no se trata de un problema mío. Es un problema sociocultural: se trata de todas las mujeres.

Idalina sueña con poder quedarse en Argentina. Traer a su hijo a vivir con ella. Terminar la secundaria y estudiar una carrera: quizás Letras, quizás Filosofía. Pero trata de ir poco a poco, de pensar nada más que en hoy. Y hoy, ella está feliz de haber sentado un precedente. Una mujer inmigrante y sin papeles pidiendo asilo en otro país, de quien se tuvo en cuenta el contexto de violencia que la llevó a actuar como actuó, a quien se le concedió la libertad condicional, cuyo proceso está en marcha con perspectivas inciertas pero con pasos positivos dados en firme. Es algo que parecía imposible. Y está pasando.