“Esa brutal contradicción...”

Por Alejandra Arístegui

Así, sin ambages, define Ariel Wolf Hajer la materia de la autobiografía novelada que escribió su madre Doris Hajer, psicoanalista, hasta el presente autora de ensayos -entre los cuales, Mujeres, modelo para armar-. La mitad de mi familia (Yaugurú, Uruguay) refiere la dramática conflictiva de un grupo familiar partido en dos: una parte alemana nazi, la otra judíoalemana. Este libro conmovedor fue presentado recientemente en Buenos Aires con el siguiente comentario de la directora teatral, actriz y docente arriba firmante.

He leído el libro de Doris de manera especial. Porque ella es mi amiga, porque la conozco hace mucho tiempo, aunque siempre nuestros encuentros son “de vez en cuando”. Y tal vez por esa característica que nos induce a aprovechar con gran intensidad el tiempo, estos encuentros siempre han sido muy ricos y profundos. Inevitablemente cada vez con la sensación de que muchas cosas quedaban pendientes, para hablarlas “la próxima vez que estemos juntas”. Conversar sobre nuestras historias, compartir impresiones. Algo que me contó Doris, que a mí me cautivó, fue que su padre, David -nacido alemán y judío, que a los trece años decidió no serlo más- adhería a las ideas de Rosa Luxemburgo. Durante los últimos años vengo haciendo una obra de teatro sobre ella, e invariablemente surgía algún comentario luminoso de Doris, de esos relámpagos que no figuran en los libros.

David, el padre que se ocupó de su educación, de su formación, de abrirle el mundo de la filosofía, del pensamiento crítico. Que abrió la puerta del camino donde descubrir las propias convicciones, que comprendió la importancia de inculcarle valores. Un padre parecido en todo esto a mi padre, Abel. Así fue la relación que yo tuve con mi padre. Hombres amantes de la filosofía, de la política en su sentido profundo, amantes de la lectura, cuestionadores de las religiones y que seguramente se habrán encontrado en la abismal experiencia de abordar la “formación” de una hija,  quizás pensando que les hubiera sido más fácil con un varón. 

David está en el libro muy presente y muy amado. Un padre que abre mundos, un padre al cual la hija agradece. Un padre que sabe la importancia de transmitir  herramientas para inculcar la autonomía.  Tanto es así que al final David tuvo que adaptarse, no volver a Alemania ya que Doris impuso su deseo y por fortuna la tenemos en Uruguay, entre los rioplatenses. Y desde allí ella empieza a desentrañar su historia de vida.

En el transcurrir de la lectura del libro, cada vez que lo cerraba, permanecía yo llena de imágenes, como si hubiera visto una película: las  escenas en París, en el barco, en Montevideo, en Alemania durante la guerra, en la colchonería del padre, en los bares...  No me parece casual que se  esté hablando de transformar esta historia de vida en un guión para realizar un film.

La casa habitada en Montevideo, ese edificio mitad negocio y mitad casa; y mitad de mamá y papá y mitad de la abuela Regina y su nieta. Mitades, mitades… Pasillos y claroscuros, huidas hacia la propia cama cuando los padres llegaban de la calle, para no ser encontrada con la abuela. Los cuentos e historias susurrados en la noche, las complicidades. El mundo cotidiano de la superficie y el mundo de los secretos, de las historias, las cosas que deben ser guardadas dentro de la boca y ésta debe ser cerrada, vaya a saber hasta cuándo y de qué modo saldrán de allí. 

Hay muchas mitades en el libro.  Me queda la impresión que todas son mitades en este texto. Hay una mitad que es vulnerable, delicada, que sigue con enorme cuidado las pequeñas pistas para armar un argumento, una peripecia, una asociación, un hallazgo sobre lo que nunca se dijo pero se hace escuchar de algún modo. Hay otra mitad brutal y carnal, que ríe con las bocas grandes de las duras mujeres de la familia materna, las que tuvieron que atravesar las guerras en Alemania, país donde las mujeres tienen garras en vez de manos. Ellas, que tuvieron que sobrevivir a cualquier costo y que al parecer el amor se les volvió algo extraño. Una palabra difícil de descubrirle su significado.

En las mujeres del libro, encuentro algo que me llama la atención: en varios casos se dice de ellas: “no sé si se acordaba de lo que era querer”, “la abuela Regina, que tan importante fue en mi niñez pero de la que nunca tuve la seguridad de su cariño hacia mí o hacia algún otro ser en el mundo”… Y sí, la historia de esta mujer, la abuela Regina, a quien habían casado con alguien que no conocía hasta el momento de su matrimonio y a quien nunca amó. Nos resulta difícil a nosotras, mujeres del siglo XXI, aceptar, comprender esas vidas. Y sin embargo somos frutos lejanos, o no tanto, de estas uniones forzadas. Mujeres recipientes para tener hijos. Vidas fijadas bajo el mandato del trabajo cotidiano del hogar, hijos e hijas como parte de ese engranaje donde el presunto amor familiar es un cuento social, necesario sin embargo para mantener estos lazos puramente formales. Sin embargo, muchas de estas mujeres de la novela han asumido el acto contundente de terminar con su vida, haciendo uso de esta última libertad. Paradojas sobre el amor, sobre los vínculos familiares. En tanto feministas, el reflexionar sobre las vidas de estas mujeres también me acerca a Doris. En tanto militantes de concepciones liberadoras para las mujeres, en tanto luchadoras por nuestros derechos. En tanto mujeres antipatriarcales.

Cierro otra vez el libro y quedan repiqueteando en mí los sonidos femeninos: los pasos de tacones por confiterías, barcos, fiestas, camarotes, calles uruguayas. También, los rudos borceguíes crujiendo al caminar entre la tierra en el campo en Alemania durante la guerra. El sonido de la risa de la mamá, Anita, cantando y tocando el piano, situación que me hizo ir a buscar y escuchar El Tilo de Schubert. Algunos testimonios poéticamente escritos acerca de cómo vivían la sexualidad las abuelas y madres judías, y cómo lo vivían las alemanas. Un acercamiento a los vínculos planteados en el siglo XX, que a veces parece ya muy lejano. Lo vivo como un riquísimo aporte a las jóvenes que plantean la lucha feminista actual.

También, y casi como consecuencia de lo dicho anteriormente,  se presenta como una paradoja el amor materno. “Eso” que se supone que debe existir espontáneamente como amor maternal natural, incondicional pero que la realidad se hace cargo de desarmar y mostrar sus aristas impensables. El desamor maternal, el amor odio maternal, la indiferencia maternal. Los embarazos no deseados, los vínculos que deben sostenerse desde allí. Las vidas y las muertes de esas madres dedicadas a las hijas. Y sobre todo, la mirada de “hija” sobre ese mundo, el intento por saber cuál es la realidad entre todas esas capas de recuerdos.

La lectura de La mitad de mi familia ha funcionado en mí también como un espejo. Tocándome como varita mágica, activando la mirada de la “hija” que hay en mí, la hija que soy de este mundo. Provocándome un viaje también a través mis recuerdos y de todas las interpretaciones que he ido haciendo sobre esos recuerdos.  Como si recordar fuera de algún modo tener un caleidoscopio en la mano y probar cómo aparece hoy este o aquel otro suceso.

Comparto a continuación un fragmento breve pero muy significativo de esta apasionante autobiografía novelada de Doris Hajer.


Ana

Fue así, cuando yo tenía seis años, mamá debió ser operada. Yo había estado dentro de ella entre fibromas, que se describían del tamaño de las naranjas, entre las que durante nueve meses floté, creo que sin golpearme. Finalmente, entre aborto y aborto, antes y después de mí, nací. Seis años después, mamá tuvo el diagnóstico del Dr. Schaffner, había que extirpar los fibromas, o sea, había llegado el momento, el tiempo, de extirpar las naranjas. Durante años detesté el olor a naranjas. Papá tenía un modo poco elegante de comerlas. Hacía cuatro surcos en la cáscara, luego la desprendía con sus dedos e inevitablemente el jugo chorreaba por sus manos. Mi asco se extendía de las naranjas a mi padre y a Alberto Sordi que se parecía no sé si a las naranjas o a mi padre.

Lo cierto que intervinieron a mamá y no me ahorraron descripciones, le sacaron los ovarios y parte del útero, ella tenía cuarenta y dos años, me llevaron a visitarla ni bien salió del quirófano.

Apenas entré, comenzó a hacer arcadas causadas por la anestesia. Con todos mis terrores reunidos, sentí el mayor horror ante la idea de verla vomitar y salí corriendo sin querer volver a entrar.

Nunca me lo perdonó. Desde entonces fui para ella “egoísta”.

 Entrevista a Doris Hajer en la televisión uruguaya