Así,
sin ambages, define Ariel Wolf Hajer la materia de la autobiografía novelada
que escribió su madre Doris Hajer, psicoanalista, hasta el presente autora de
ensayos -entre los cuales, Mujeres,
modelo para armar-. La mitad de mi
familia (Yaugurú, Uruguay) refiere la dramática conflictiva de un grupo
familiar partido en dos: una parte alemana nazi, la otra judíoalemana. Este
libro conmovedor fue presentado recientemente en Buenos Aires con el siguiente
comentario de la directora teatral, actriz y docente arriba firmante.
He
leído el libro de Doris de manera especial. Porque ella es mi amiga, porque la
conozco hace mucho tiempo, aunque siempre nuestros encuentros son “de vez en
cuando”. Y tal vez por esa característica que nos induce a aprovechar con gran
intensidad el tiempo, estos encuentros siempre han sido muy ricos y profundos.
Inevitablemente cada vez con la sensación de que muchas cosas quedaban
pendientes, para hablarlas “la próxima vez que estemos juntas”. Conversar sobre
nuestras historias, compartir impresiones. Algo que me contó Doris, que a mí me
cautivó, fue que su padre, David -nacido alemán y judío, que a los trece años
decidió no serlo más- adhería a las ideas de Rosa Luxemburgo. Durante los
últimos años vengo haciendo una obra de teatro sobre ella, e invariablemente
surgía algún comentario luminoso de Doris, de esos relámpagos que no figuran en
los libros.
David,
el padre que se ocupó de su educación, de su formación, de abrirle el mundo de
la filosofía, del pensamiento crítico. Que abrió la puerta del camino donde
descubrir las propias convicciones, que comprendió la importancia de inculcarle
valores. Un padre parecido en todo esto a mi padre, Abel. Así fue la relación
que yo tuve con mi padre. Hombres amantes de la filosofía, de la política en su
sentido profundo, amantes de la lectura, cuestionadores de las religiones y que
seguramente se habrán encontrado en la abismal experiencia de abordar la
“formación” de una hija, quizás pensando
que les hubiera sido más fácil con un varón.
David
está en el libro muy presente y muy amado. Un padre que abre mundos, un padre
al cual la hija agradece. Un padre que sabe la importancia de transmitir herramientas para inculcar la autonomía. Tanto es así que al final David tuvo que
adaptarse, no volver a Alemania ya que Doris impuso su deseo y por fortuna la
tenemos en Uruguay, entre los rioplatenses. Y desde allí ella empieza a
desentrañar su historia de vida.
En
el transcurrir de la lectura del libro, cada vez que lo cerraba, permanecía yo
llena de imágenes, como si hubiera visto una película: las escenas en París, en el barco, en Montevideo,
en Alemania durante la guerra, en la colchonería del padre, en los
bares... No me parece casual que se esté hablando de transformar esta historia de
vida en un guión para realizar un film.
La
casa habitada en Montevideo, ese edificio mitad negocio y mitad casa; y mitad
de mamá y papá y mitad de la abuela Regina y su nieta. Mitades, mitades…
Pasillos y claroscuros, huidas hacia la propia cama cuando los padres llegaban
de la calle, para no ser encontrada con la abuela. Los cuentos e historias
susurrados en la noche, las complicidades. El mundo cotidiano de la superficie
y el mundo de los secretos, de las historias, las cosas que deben ser guardadas
dentro de la boca y ésta debe ser cerrada, vaya a saber hasta cuándo y de qué
modo saldrán de allí.
Hay
muchas mitades en el libro. Me queda la
impresión que todas son mitades en este texto. Hay una mitad que es vulnerable,
delicada, que sigue con enorme cuidado las pequeñas pistas para armar un
argumento, una peripecia, una asociación, un hallazgo sobre lo que nunca se
dijo pero se hace escuchar de algún modo. Hay otra mitad brutal y carnal, que
ríe con las bocas grandes de las duras mujeres de la familia materna, las que
tuvieron que atravesar las guerras en Alemania, país donde las mujeres tienen
garras en vez de manos. Ellas, que tuvieron que sobrevivir a cualquier costo y
que al parecer el amor se les volvió algo extraño. Una palabra difícil de
descubrirle su significado.
En
las mujeres del libro, encuentro algo que me llama la atención: en varios casos
se dice de ellas: “no sé si se acordaba de lo que era querer”, “la abuela
Regina, que tan importante fue en mi niñez pero de la que nunca tuve la
seguridad de su cariño hacia mí o hacia algún otro ser en el mundo”… Y sí, la
historia de esta mujer, la abuela Regina, a quien habían casado con alguien que
no conocía hasta el momento de su matrimonio y a quien nunca amó. Nos resulta
difícil a nosotras, mujeres del siglo XXI, aceptar, comprender esas vidas. Y
sin embargo somos frutos lejanos, o no tanto, de estas uniones forzadas.
Mujeres recipientes para tener hijos. Vidas fijadas bajo el mandato del trabajo
cotidiano del hogar, hijos e hijas como parte de ese engranaje donde el
presunto amor familiar es un cuento social, necesario sin embargo para mantener
estos lazos puramente formales. Sin embargo, muchas de estas mujeres de la
novela han asumido el acto contundente de terminar con su vida, haciendo uso de
esta última libertad. Paradojas sobre el amor, sobre los vínculos familiares.
En tanto feministas, el reflexionar sobre las vidas de estas mujeres también me
acerca a Doris. En tanto militantes de concepciones liberadoras para las
mujeres, en tanto luchadoras por nuestros derechos. En tanto mujeres
antipatriarcales.
Cierro
otra vez el libro y quedan repiqueteando en mí los sonidos femeninos: los pasos
de tacones por confiterías, barcos, fiestas, camarotes, calles uruguayas.
También, los rudos borceguíes crujiendo al caminar entre la tierra en el campo
en Alemania durante la guerra. El sonido de la risa de la mamá, Anita, cantando
y tocando el piano, situación que me hizo ir a buscar y escuchar El Tilo de Schubert. Algunos
testimonios poéticamente escritos acerca de cómo vivían la sexualidad las
abuelas y madres judías, y cómo lo vivían las alemanas. Un acercamiento a los
vínculos planteados en el siglo XX, que a veces parece ya muy lejano. Lo vivo
como un riquísimo aporte a las jóvenes que plantean la lucha feminista actual.
También,
y casi como consecuencia de lo dicho anteriormente, se presenta como una paradoja el amor
materno. “Eso” que se supone que debe existir espontáneamente como amor
maternal natural, incondicional pero que la realidad se hace cargo de desarmar
y mostrar sus aristas impensables. El desamor maternal, el amor odio maternal,
la indiferencia maternal. Los embarazos no deseados, los vínculos que deben
sostenerse desde allí. Las vidas y las muertes de esas madres dedicadas a las
hijas. Y sobre todo, la mirada de “hija” sobre ese mundo, el intento por saber
cuál es la realidad entre todas esas capas de recuerdos.
La
lectura de La mitad de mi familia ha
funcionado en mí también como un espejo. Tocándome como varita mágica,
activando la mirada de la “hija” que hay en mí, la hija que soy de este mundo. Provocándome
un viaje también a través mis recuerdos y de todas las interpretaciones que he
ido haciendo sobre esos recuerdos. Como
si recordar fuera de algún modo tener un caleidoscopio en la mano y probar cómo
aparece hoy este o aquel otro suceso.
Comparto
a continuación un fragmento breve pero muy significativo de esta apasionante
autobiografía novelada de Doris Hajer.
Ana
Fue así, cuando yo tenía seis años,
mamá debió ser operada. Yo había estado dentro de ella entre fibromas, que se
describían del tamaño de las naranjas, entre las que durante nueve meses floté,
creo que sin golpearme. Finalmente, entre aborto y aborto, antes y después de
mí, nací. Seis años después, mamá tuvo el diagnóstico del Dr. Schaffner, había
que extirpar los fibromas, o sea, había llegado el momento, el tiempo, de
extirpar las naranjas. Durante años detesté el olor a naranjas. Papá tenía un
modo poco elegante de comerlas. Hacía cuatro surcos en la cáscara, luego la
desprendía con sus dedos e inevitablemente el jugo chorreaba por sus manos. Mi
asco se extendía de las naranjas a mi padre y a Alberto Sordi que se parecía no
sé si a las naranjas o a mi padre.
Lo cierto que intervinieron a mamá y
no me ahorraron descripciones, le sacaron los ovarios y parte del útero, ella
tenía cuarenta y dos años, me llevaron a visitarla ni bien salió del quirófano.
Apenas entré, comenzó a hacer
arcadas causadas por la anestesia. Con todos mis terrores reunidos, sentí el
mayor horror ante la idea de verla vomitar y salí corriendo sin querer volver a
entrar.
Nunca me lo perdonó. Desde entonces
fui para ella “egoísta”.