Escribir a contramano

Por Cecilia Sorrentino
a Mónica Sifrim, por la pregunta

  

Escribo a contramano de la luz. Al borde del día que amanece. En esas últimas horas de la noche. Mi cuarto propio es cuestión de tiempo.

Se me abren los ojos entre las cuatro y las cinco.
Empezó cuando mis hijos eran chiquitos y enseguida necesité un cuaderno. Imperiosamente. Creo que los hijos y el cuaderno van juntos.
Aquellas madrugadas, escribía a contramano del primer má del día.
Sigo escribiendo en esa tregua hecha de todavías: todavía es de noche, todavía duermen, todavía sigo en camisón.

Escribo en horas de palabras sumergidas. Mientras se demoran las de la tierra firme. A contramano de la nitidez de las cosas. De los bordes precisos. De las definiciones.

Escribo a contramano de mis ganas de salir a caminar. De mi deseo de leer, de ese otro tiempo de la escritura que es la lectura.

Escribo cuando la ciudad aún se ve mansa, cuando parece inofensiva. Antes de las primeras noticias. Antes de enterarme. De pensar que no, que cómo, que otra vez. Antes de saber de esa orilla que también puede ser la de una tristeza muda. La del horror.
Estoy escribiendo ahora a contramano del horror.

Escribo en ayunas, en soledad con el mate, mientras postergo los primeros cruces. El cruce con la pregunta (inocente solo en apariencia): ¿qué tengo hoy para desayunar? El cruce con los hay que. Los platos que quedaron sin lavar, los vencimientos y los pagos. Lo apuntado en mi agenda. Definitivamente a contramano de plomeros, albañiles, pintores y electricistas.

No escribo a media mañana. Tampoco a mediodía. A veces me tienta la tarde. Aunque sé que esas líneas no alcanzarán el fondo del estanque. Que nada de lo que escriba por la tarde va a permanecer.