María Rosa Iglesias me invita a su
jardín. Son las 16:30 de una tarde de primavera en esta casa del barrio de
Floresta que parece estar insertada en otro país y en otro tiempo. Nos internamos en una pequeña jungla urbana:
se escuchan los pájaros, huele a jazmines, la vegetación estalla en todos los
verdes posibles. Si su novela Aurelia
quiere oír es la búsqueda de la identidad de una mujer migrante e
hipoacúsica, este parece ser el lugar que lleva estampada esa identidad. Un
jardín traído de otras latitudes.
“Retamas, hortensias, jazmines trepadores, jazmín de leche, jazmín
del país, farolitos chinos, limoneros, naranjo, mandarino, parra, cedrón,
cipreses, lavandas”, enumera, orgullosa, esta mujer
menuda que llegó a la Argentina desde Galicia a los cinco años y que parece
haber recreado en este espacio una porción de su tierra natal.
Este jardín, para ella, tiene
mucho que ver con el arraigo: “Me di
cuenta de que la única forma en la que podía echar raíces era construyendo un
lugar gallego en Buenos Aires, por eso tengo este jardín, lo llamamos ‘pequeño
Marrozos’, que es la parroquia donde nací”.
Detrás de su oído, casi
imperceptible, se ve el aparato que la ayuda a oír. María Rosa -como Aurelia, la protagonista de
su libro- es hipoacúsica. Comenzó a perder audición cuando era niña; en la adolescencia sufrió una parálisis facial
y perdió totalmente la audición de uno de sus oídos. Me pide que le hable del
lado que aún oye, que module pero que
baje la voz, que la mire de frente así puede leer mis labios.
Nos sentamos a la mesa de la
cocina, por la ventana asoma el jardín. La conversación durará dos horas y
media frente a una mesa con té y delicias dulces.
Contame dónde naciste y cómo fue tu infancia en Galicia.
- Nací a nueve kilómetros de la
catedral de Santiago de Compostela. Papá había emigrado a la Argentina cuando
yo tenía dos meses. Mamá nos sostenía a mi hermano y a mí trabajando las
tierras de mi abuelo y vendiendo en la feria las verduras cosechadas. Al
principio papá mandaba la ayuda que podía,
hasta que Perón prohibió las remesas. En Galicia había atraso y pobreza.
Aunque eran propietarios de tierras, mis abuelos eran pobres y fueron perdiendo
brazos de trabajo al emigrar sus hijos.
Sin embargo, en el libro la protagonista no recuerda la
pobreza, sino una infancia feliz en
Galicia.
- Mis recuerdos son hermosos, la
memoria es selectiva. Éramos pobres pero no miserables. Y yo era una nena
cuidada, tenía lo que necesitaba: comida, techo, abrigo. Tenía una familia
cariñosa, un entorno social en el que me sentía una par. Mirá cómo es la
memoria que yo vengo del lugar más lluvioso de España y no recuerdo días
lluviosos. Solo me acuerdo de un día nublado y triste: el día que registré la
depresión de mi mamá, tan joven y agobiada. Pero es curioso que salvo ese día
yo no recuerde días feos.
¿Cómo llegaron a la Argentina?
![]() |
María Rosa Iglesias |
- Llegamos en el año 1953, a punto
de cumplir yo cinco años, para reunirnos con papá. Como era muy chica, no
entendí que veníamos para siempre y, a las pocas semanas, quería volver pero
nadie se animó a decirme la verdad. Cuando me anotaron en la escuela me quise
morir. Fue muy dura esa etapa, el choque cultural fue muy fuerte, pero más
fuerte fue perder los afectos. Mi mamá también sufrió y no pudo contener mi
angustia porque ella también estaba angustiada. Un chico no elige emigrar y,
aunque no pueda decirlo, siente bronca contra sus padres porque lo arrancaron
de lo que más quería. Imaginate, yo perdí el paisaje -el que conoce Galicia
sabe que es maravilloso- , el entorno cultural, afectivo, las costumbres, las
comidas y la condición de par. En mi aldea, yo no era inferior a nadie, era una
igual. Pero aquí, mis abuelos no estaban, mis primos no estaban, la comida era
diferente, y los chicos se reían si yo hablaba en gallego. Y en los chistes,
los gallegos éramos brutos o estúpidos .Al principio vivimos en Quilmes, un
lugar suburbano; después en Ciudadela, un barrio horrible, de ladrillo y
cemento. ¿Dónde estaban el bosque, la montaña, el arroyo, los trigales dorados,
las cabras, todo lo que para mí era valioso? ¿Dónde estaba la gente que yo
quería?
El libro habla de la dificultad para integrarse que tienen los
inmigrantes.
- Los primeros años son muy duros,
sobre todo para un chico. Por eso me duele cuando escucho las cosas que les
dicen a los bolivianos, veo a los nenes que salen de la escuela y me acuerdo de
mi dolor y me pregunto cómo procesan la descalificación. Creo que a los
latinoamericanos se los descalifica más: la torta se achicó y la sociedad ve al
inmigrante pobre (“aporofobia” la llama Adela Cortina) con más hostilidad
porque hay menos para repartir. Y creo que también hay racismo.
Vos pudiste estudiar e ingresar a la facultad, cuando en muchas
familias las mujeres estaban destinadas al hogar. ¿Cómo fueron los mandatos en
tu familia?
- Las tres claves del progreso
para mis padres pasaban por la salud y alimentación, el trabajo y la educación.
La gallega parece haber sido la segunda o tercera colectividad inmigrante con
más hijos profesionales. La gran frustración de mi papá había sido no haber
podido estudiar; era un hombre muy inteligente, muy disciplinado. A mamá no le
interesaba mucho el estudio, no tenía la misma curiosidad, pero sí una habilidad extraordinaria para
llevar la casa y las cuentas y cosía y tejía. Papá aprobaba mis ganas de estudiar.
Mamá quería que me casara y tuviera hijos, que estudiara costura o peluquería,
que estuviera con ella, en casa.
Uno de los personajes del libro, la tía Mercedes, cose con Aurelia y
le cuenta que la costura en Galicia era estar a resguardo frente a las que
habían salido a trabajar el campo en tareas pesadas.
- La mujer trabajaba el campo
igual que los hombres porque ellos habían emigrado o habían ido a la guerra.
Mamá contaba que solo quedaban mujeres, viejos y chicos. La mujer hasta iba al
monte a hachar leña. En ese contexto, ser modista e ir a coser a domicilio -llevaban
la máquina de coser en la cabeza- era una suerte. Para la gallega, ser
sirvienta, al menos al principio de su inmigración, no era denigrante, porque
podía trabajar a resguardo, bajo techo. La gente que no conoce la dureza de las
labores campesinas no se da cuenta de lo sacrificado y duro que es trabajar a
la intemperie, bajo la lluvia y con frío.
Tareas domésticas que las generaciones posteriores no valoramos…
- Cuando yo era chica lo valorado
era estudiar, trabajar de secretaria. Si cosíamos era porque nos obligaban,
eran cosas de inmigrantes pobres, de tanas y gallegas, era un estigma para
nosotras. Sin embargo, yo la costura la aproveché muchísimo. Me hacía ropa
preciosa y gastando poco. Durante los años malos, modificaba y reciclaba la
ropa en desuso y vestía a mis hijos, tan bien que incluso los llevaba a
fiestas. Pero de adolescente, lo sentía como una imposición patriarcal.
¿Cómo era el reparto de roles entre tus padres?
- Cuando llegamos a Buenos Aires y
nos reencontramos con papá, noté que mamá se sometió a su autoridad. Con bronca
entendí que ese era un mensaje para mí. Como mujer, tenía que ocupar un lugar
inferior al del varón. Me rebelé contra los límites que nos ponían a las
mujeres, no por una cuestión de competencia sino de justicia y paridad. ¿Por
qué no podía opinar ni tener los mismos derechos? Me controlaban los horarios,
que no usara la pollera cortita. Alguna vez mi viejo me mandó a lavarme la cara
porque me había pintado mucho. Había esos controles, eran habituales en las
familias patriarcales.
¿Cuándo empezaste a escribir?
- Desde chiquita me gustaba
redactar, no tenía muchas lecturas porque me faltaban libros, pero disfrutaba
de los que caían en mi mano, de escribir, sobre todo porque me elogiaban.
Cuando tenía diez años, leí el Quijote y me deslumbró. Se me abrió un
mundo. Siempre intentaba escribir algo,
pero no tenía quien me guiara. A los treinta y pico, fui al taller literario de
Ester de Izaguirre y me animé a mostrar poemas y relatos cortos. Ester me
estimuló mucho. Después volví a la facultad, pero la dejé otra vez. Me di
cuenta de que estaba haciendo un sacrificio enorme puesto que yo trabajaba para
mantener mi hogar y ocuparme de la crianza de mis hijos. Estaba sacrificando la
adolescencia de Ruy y de Mónica y gran parte de mi vida personal para hacer una
carrera sin posibilidades económicas acordes con mis necesidades de jefa de
hogar. Entonces empecé la novela que fue un libro catártico. Mientras escribía
fui elaborando los dos conflictos: la emigración y la hipoacusia. En la primera
versión abordé más el tema de la hipoacusia. Veinte años después, cuando la
reescribí y llegué a las setecientas páginas, desarrollé los dos temas en forma
más pareja. Por razones editoriales tuve que publicarla con solo 352, pero conservé la estructura y los episodios
fundamentales.
¿Tenés otros textos escritos?
- Sí, más de treinta cuentos que
no publiqué, y un libro, que espero publicar el año próximo, sobre la
recuperación auditiva después de recibir un implante coclear. Cuento cómo
aprendí a reconocer los sonidos, muy diferentes de los que oía con audífono.
Descubrí, por ejemplo, que los que yo creía golpes producidos por el chapista
de al lado, eran ladridos de perros. Descubrí que uno hace así (desliza su mano
sobre la piel) y la piel suena, que cuando mi nieta me besaba hacía ruido. Yo
no tenía registro de esos sonidos. Ese milagro me ocurrió a los 63 años. El
implante permite oír mucho mejor que con audífonos.
El libro cuenta la hipoacusia desde adentro, desde tu experiencia,
en general los textos que abordan el tema fueron escritos por personas que
oyen.
- Los relatos que conozco y tienen
personajes sordos fueron escritas por oyentes que no sufrieron los
inconvenientes y la frustración de no oír. El
corazón es un cazador solitario, de Carson Mc Cullers, es una novela
preciosa, pero su protagonista sordo es irreal. No existe un sordo -y menos sin
apoyo especial- que pueda aprender, comprender y tener la bonhomía del
personaje de Mc Cullers. La persona que no oye está desconectada del mundo que
la rodea, está atravesada por la duda, la dependencia y el aislamiento. Yo
quería contar la realidad, la hipoacusia desde adentro. Cuando era jovencita,
tenía una timidez e inseguridad tremenda sobre todo respecto a la información
que importa para la vida social, que es oral, no se escribe y, cuando se
escribe, ya es información vieja.
En la introducción al libro decís que la sordera y la hipoacusia son
de las peores discapacidades porque no
se ven ni se notan a primera vista.
- Sordo es quien, aunque oiga
algunos golpes, no puede oír la voz humana y debe recibir instrucción especial
para aprender a hablar. El hipoacúsico tiene algo de audición y aprendió a
hablar espontáneamente. La hipoacusia puede afectar a chicos pero también a
oyentes normales que, por diversas patologías, van perdiendo audición pero
pueden utilizar adecuadamente el lenguaje. Los chicos sordos tienen
dificultades para comprender palabras abstractas y su lenguaje suele ser muy
concreto. Pero el hipoacúsico no tiene lo que sí tienen los sordos: grupos de
pertenencia donde socializan con sus pares. Está muy expuesto al aislamiento.
En general, los hipoacúsicos no se integran bien en los grupos de sordos,
porque no conocen el lenguaje de señas y porque desean participar de la
sociabilidad oyente.
En mi novela, hay una escena
donde, durante una fiesta, le cuentan un chiste a Aurelia. Pregunta, no entiende,
vuelve a preguntar, no entiende, entonces responde un disparate. Y su amiga
Gloria, hace un click y se da cuenta de su incomunicación, de su aburrimiento,
de su soledad. Para los hipoacúsicos socializar en lugares ruidosos es casi
imposible, necesitan un ambiente silencioso, que les modulen al hablar, que le
repitan oles escriban la información. Decime, ¿cómo seducís a un oyente
mientras te sentís una tonta por no entender qué te dice? ¿Cómo competís por un
trabajo con un oyente? ¿Sabés cuantas veces fui a hacer un trámite y pedí al
empleado que me escribiera lo que yo no entendía y se negó? Hasta en el PAMI me
pasó. La hipoacusia te expone a situaciones ridículas, a no entender y pasar
por tonto, a que te ignoren, a que te digan que oís solamente cuando te
conviene.
¿Alguna vez aprendiste lenguaje de señas?
- Yo nací oyente y mi hipoacusia
se fue manifestando de a poco. A los 10 años oía solo el 50%, pero siempre fui
a la escuela común y me atreví a la universidad. Algunas compañeras me ayudaron
mucho, pero no alcanza porque no existe ningún apoyo institucional, con
aparatos y salas especiales. Nada de nada.
En el libro a la nena la retan porque no hace caso, cuando en
realidad es porque no oye.
- Sí, mis padres me retaban mucho
porque no hacía caso. Ahora se hacen estudios al recién nacido pero, en aquel
entonces, recién se sabía que el chico no oía cuando advertían que, estando de
espaldas, no reaccionaba a los ruidos o a las órdenes.
¿Cómo se aprende lectura labial?
- Te quitas el audífono y la
profesora te habla bajito. Tienes que deducir, por el movimiento de los labios,
qué te dijeron. La lectura labial completa, total, no existe: hay letras que se
articulan en la garganta, otras se parecen entre sí y entonces hay que
reconocer la palabra por el sentido de la frase. Por eso es importante hablar
con lentitud, para que el hipoacúsico tenga tiempo de poner las palabras dentro
de una frase con sentido. El hipoacúsico, además de los labios mira los ojos,
los gestos faciales; por eso difícilmente supere un 30% de eficacia en la
lectura labial. De todas formas, ese porcentaje es de enorme ayuda, porque si
oís solo el 20 % y podés agregarle el 30% que “leés” por el movimiento de los
labios, se suman los porcentajes y eso hace un cincuenta o sesenta por ciento.
Para mí no es lo mismo que me hables de espaldas o mirándome de frente, siempre
procuro verte la cara para leer el movimiento labial.
En el libro utilizas un recurso muy interesante: hay frases con
palabras en blanco y el lector tiene que completar lo que lee. Es como si
quisieras invertir los roles.
- Usé ese recurso para que el
lector conozca en carne propia la frustración de quedarse con las ganas, de no
oír lo que necesita aprender. El lector no sabrá nunca cuál fue la respuesta,
como tantísimas veces yo no la supe. Solo se aprende de la experiencia propia
y, “ensordeciendo” al lector, quise que padeciera de hipoacusia.
La hipoacusia tiene que ver entonces con esa falta de información
- El conocimiento es acumulativo,
lo que me tortura es la falta de conexión de los conocimientos. ¿Qué hace un
profesor cuando te da una explicación? Coordina los conocimientos, entrecruza
los textos, supone que ya oíste la explicación anterior. Cuando yo estudiaba,
sentía mucha impotencia. Hay cosas que son muy fáciles de hacer: acercarse,
repetir la frase, ponerse de frente para que el hipoacúsico vea los labios.
Quien no oye sabe que no puede interrumpir continuamente una clase o una
conferencia, no quiere molestar ni entorpecer. Elegí Letras porque me hubiese
resultado imposible estudiar física, medicina, ingeniería o cualquier carrera
que requiera de interactuar en clases prácticas, de recibir datos exactos. El
aprendizaje literario puede hacerse con cierta soledad, las conexiones y la
información son más flexibles y aproximativas que en matemática o física. Era
consciente de que nunca podría cursar esas carreras.
El libro también aborda el tema de la sexualidad, ¿cómo es en una
persona que se siente aislada por la hipoacusia?
- Cuando yo era chica, la sexualidad
era un tema tabú. Supongo que mis compañeras hablaban de sexo, pero yo no las
oía. Por eso nunca estaba enterada de lo que todo el mundo sabía y llegaba
tarde a mucha información. Me enteré casi a los 13 años de cómo era la
reproducción. A los 20 años me compré un
libro sobre control de natalidad y supe del diafragma, del condón y esas cosas.
Aprendí algo sobre sexualidad humana, pero no la había experimentado, no sabía
cómo eran los códigos para interactuar con un varón sin que creyera que le estaba
dando permisos. Ese tipo de códigos, el tira y afloja de la seducción, las
medias palabras y las insinuaciones que posibilitan acercarse sin peligro al
varón son los que la protagonista de la novela intentará aprender de la
prostituta.
¿Desde dónde se acerca entonces a la sexualidad el personaje?
- Aurelia se acerca desde la
curiosidad sana y la necesidad normal, pero defiende su espacio, no quiere que
la invadan. Me pasó a los 18, se me acercaba un chico, yo pensaba que quería
conocerme, conversar conmigo y, de golpe, me invitaba a un hotel y yo no
entendía por qué. Esto tiene que ver con la audición, con que yo no había
aprendido los códigos y era muy ingenua.
En la novela se cuenta la relación de la protagonista con los
piropos.
- De jovencita tenía una figura
llamativa. Como no oía los piropos, temía que me dijeran una grosería (lo que
era habitual en la época). Estaba muy acomplejada, pensaba que siempre me
decían cosas feas. No sé si me las decían o no: nunca las oí. Yo sentía
vergüenza, que me tomaran por fácil. Eso se juntaba con lo sufrido por las
burlas a los gallegos y contribuyó para que yo tuviera una lectura muy negativa
de la realidad, que me escondiera, que temiera a los muchachos.
¿Podés escuchar música?
- Sí, pero todo lo que tenga que ver
con la audición implica hacer un esfuerzo, incluso escuchar música. Hay
instrumentos que oigo mejor, por ejemplo, la flauta. Pero para disfrutar de las
sutilezas y variaciones tengo que hacer un esfuerzo. Espero vencer esa
dificultad y volver a disfrutar de la música.
Ya atardeció y por la ventana se
ve el jardín en sombras. Acaban de llegar Ruy, el hijo que es
historiador especializado en inmigración gallega, con las nietas de María Rosa.
“Cuando construí mi casa con un jardín que me recuerda el verde de
Galicia y cuando nacieron mis nietas, empecé a sentir que ya tenía raíces en la
Argentina. Que ya no puedo volver definitivamente a Galicia porque también
pertenezco a la Argentina. Tengo una doble pertenencia, a dos lugares, a dos
países, dos patrias. Para mí, llegar a esa convicción de las dos patrias fue un
proceso muy largo en el que tuve que elaborar mucha bronca pero, finalmente, me
permitió reconciliarme con el pasado y superar el dolor. Creo que el arraigo se
lo debo a mis nietas. No se puede vivir sin arraigo, una necesita echar raíces
en el nuevo suelo”.
Fragmento del libro Aurelia quiere oír…
Durante todos los días de su vida habría de bastarle con cerrar los
ojos para ver el mar de Vigo tirando bocadas contra los muelles de piedra. Embanderillados
como toros bravos para la lid de cruzar el mar, los mástiles oscilaban sobre el
monstruoso lomo líquido y muy abajo, de pie sobre el muelle, para siempre solo
entre la multitud, para siempre perdido –Aurelia aún no lo sabía- quedaba su abuelo.
Mientras atronaban las sirenas, y la niña aferraba la manita al brazo de su
madre, las cosas de tierra firme fueron dehaciéndose en la distancia y en el
posterior recuerdo. Se desmigajaban como un pan viejo. Y para siempre: ya no
fue el barco el que se adentró en el océano, sino el océano el que se abalanzó
contra la costa y se tragó la ciudad con la feria entera y los enteros adioses.