Sus propios/as lectores/as acaban de otorgarle el First Book Award en la
Feria Internacional de Edimburgo a la excelente escritora Selva Almada (Entre
Ríos, 1973) por su opera prima, la novela El viento que arrasa (2012),
traducida al inglés por Chris Andrews y editada por Charco Press. Según el
comunicado del festival, este libro “está diseñado de manera exquisita y
proporciona una experiencia profunda, poética y palpable del paisaje, y ha sido
narrado con la precisión de una road movie fílmica, como una París,
Texas del sur”. Localmente El viento... fue publicado
por la editorial Mardulce y mereció una muy favorable recepción por parte el
público y la crítica literaria. El premio adjudicado a en Edimburgo es un
pretexto más que propicio para rescatar esta entrevista realizada por Silvina
Quintans, a propósito de otro libro de Almada, Chicas muertas,
publicada en el número 27 de Damiselas, en 2015.
Por Silvina Quintans
“Estamos en verano y hace calor, casi como aquella mañana del 16 de
noviembre de 1986 cuando, en cierto modo, empezó a escribirse este libro,
cuando la chica muerta se cruzó en mi camino. Ahora tengo cuarenta años y, a
diferencia de ella y de las miles de mujeres asesinadas en nuestro país desde
entonces, sigo viva. Solo una cuestión de suerte” [i]
Esto
dice la escritora Selva Almada en su libro Chicas
muertas, donde indaga en los crímenes
nunca esclarecidos de tres mujeres jóvenes del interior del país en la década
del ‘80. El primer caso es el de Andrea Danne, que murió en su cama el 16 de noviembre de 1986 en
un pueblo cercano a San José, Entre Ríos. El segundo corresponde a María Luisa Quevedo,
una adolescente que trabajaba como mucama en una casa de familia, y que
apareció muerta en un terreno inundado de Roque Sáenz Peña, Chaco, el 11 de
diciembre de 1983. El tercer caso es el de Sarita Mundín, una joven madre que
había sido prostituta, y que fue vista
por última vez el 12 de marzo de 1988 en Córdoba, cuando salió con su amante.
Un año después, un esqueleto apareció enganchado en un árbol a orillas del río
Tcalamochita…
Cuerpos
mutilados, vejados, descartados. En
tiempos en los que aún no se hablaba de femicidios ni de violencia de género, los cuerpos de Andrea, María Luisa y Sarita
interpelan desde la injusticia y el olvido. Sus nombres preceden a una larga
lista: María Soledad Morales, Adriana y Cecilia Barreda, Carolina Aló, Natalia
Melman, Liliana Tallarico, Fabiana Gandiaga, María Marta García Belsunce,
Paulina Lebbos, Nora Dalmaso, Rosana Galliano, Wanda Taddei, entre muchos
otros.
Las
crónicas periodísticas suman historias atroces todos los días, incluso mientras
editamos esta entrevista: Angeles Rawson, Melina Romero, Lola Chomnalez, Daiana García, Andrea
Castana, Gabriela Parra, Chiara Páez… No
existen cifras oficiales, pero durante 2014 la ONG Casa del Encuentro relevó
277 femicidios, uno cada 30 horas.
El
libro se interna en las profundidades de una cultura que, entre el calor, los
silencios y las morosas siestas, estalla en pequeños gestos cotidianos. Los
celos de Cachito, que “cada dos por tres la puteaba a su novia porque se
pintaba o usaba ropa ajustada o la veía hablando con otro muchacho”, la mujer
que entregaba el sueldo completo al esposo para que se lo administrara, “la que
no podía ver a su familia porque al marido le parecían poca cosa”, “la que
tenía prohibido usar zapatos de taco porque eso era de puta”.
Selva
Almada transita diferentes registros: lo poético, lo ensayístico, lo
periodístico, lo autobiográfico y hasta lo místico. No se trata de un capricho
sino de una necesidad, de una urgencia.
La autora no escatima recursos para retratar desde todos los ángulos el
trasfondo de desvalorización y desigualdad que desemboca en violencia. Si recuerda fragmentos de su propia vida, si
nos lleva a sus recuerdos, o si transita casi sin rumbo en busca de alguna
pista de aquellas vidas truncadas, es porque, como dice ella misma, no ser una
de aquellas chicas “es solo una cuestión de suerte”.
Chicas muertas está
nominado al premio Rodolfo Walsh de la Semana Negra de Gijón, España, como mejor libro de crónica. El concurso se
definirá en el próximo mes de julio.
¿Por qué
elegiste el título Chicas muertas?
- El libro lo tuve en la cabeza durante
muchos años, empecé a pensarlo en 2008. En el 2010 recibí una beca del Fondo de
las Artes para hacer el trabajo de campo, así que en ese año hice las
entrevistas, recopilé diarios, leí los expedientes; había compilado el material,
pero el libro recién lo encaré en el verano de 2014. Cada tanto me planteaba
cómo iba a hacerlo, desde dónde lo iba a escribir. Empezaba borradores y los
abandonaba. A todos estos intentos
siempre los llamaba “lo de las chicas muertas”, lo empecé a llamar así
domésticamente. Releyendo uno de los expedientes, vi que se usaba esa figura en la búsqueda de
sinónimos por parte de la Justicia. Cuando se les acababa “occisa”, “difunta”,
“víctima” y ya no sabían cómo llamarla, aparecía “la chica muerta”. Por eso me fue
seduciendo la idea de que el libro se llamara así. Me parecía un poco brutal al
principio, pero también me parecía que era la verdad, que no había que buscar subterfugios ni
metáforas para hablar de lo que quería hablar.
El libro
cuenta tres historias de femicidios pero también muestra la cultura que dio
lugar a estos crímenes. ¿Empezaste la investigación para mostrar esa cultura o buscando a los culpables de aquellos crímenes?
- Por supuesto que yo tenía la fantasía
de encontrar algo, pero suponía que eso no iba a suceder porque habían pasado
30 años desde aquellos femicidios. Si ni la policía ni la Justicia habían llegado a ninguna conclusión, resultaba
fantasioso que yo pudiera descubrir algo.
Eso no era, además, lo que me animaba a escribir el libro. Me animaba
rescatar la memoria de esas chicas.
El disparador fue el caso de Andrea Danne, la
chica de Entre Ríos. Cuando hablaba con gente de mi generación sobre el tema,
tenía que insistir bastante para que se acordaran. No entendía cómo se habían
olvidado de algo que yo tenía grabado como si hubiese sucedido ayer, cómo se
habían olvidado de que habían matado a esa chica y que nadie había ido preso
por ese asesinato.
Leí
una nota en una revista sobre los veinte años del caso María Soledad. El periodista había ido a
Catamarca y contaba que mucha gente
había olvidado el caso, que los chicos que iban a la misma escuela a la que había ido María Soledad, no sabían quién era. Me impacta el olvido: las
asesinan, no tienen justicia, lo cual es volver a matarlas, y después viene
también el olvido como otra manera de matarlas.
Lo que
animó el espíritu del libro, si no encontraba
al culpable, era por lo menos que se
reconstruyeran esas historias, contar quién era cada una, en qué circunstancias
fueron asesinadas, y contar que no se hizo nada con eso. Contar cómo la gente
siguió viviendo, cómo los amigos y
familiares tuvieron que resignarse, y
cómo en sus pueblos hay que escarbar bastante para que alguien se acuerde de
algo tan atroz como el asesinato de una
mujer joven. En el caso de Andrea, su
historia tiene ribetes misteriosos: fue
dentro de su casa, una puñalada en el corazón, es todo muy simbólico. ¿Cómo
puede ser que hoy no nos acordemos de algo que conmocionó tanto a toda una
sociedad?
El caso de
Andrea Danne sucede dentro de la casa. Estos casos muestran una realidad
inquietante y es que muchas veces la
violencia no está en la calle sino dentro del propio hogar. El hogar deja de
ser un lugar seguro y de contención.
- El caso de Andrea sucedió cuando yo
tenía 13 años y siempre me impactó mucho. Cuando empecé a ser más grande
pensaba que de chica me habían enseñado “cuidado con los extraños”, “no te
subas a un auto”, “no hables si no lo conocés”, “no pases por una obra en
construcción”. El peligro siempre estaba en
“el afuera “, y en ese sentido, el
asesinato de Andrea fue la revelación de que el peligro también está dentro de
tu casa.
Hoy
en día seguís escuchando esa idea del asesino de mujeres de las series
norteamericanas, un loco que un buen día empieza a matar, y no se toma conciencia de que en la mayoría
de los casos no es ningún loco de afuera sino el vecino, el exmarido, el novio,
el hermano, el padre; es decir, un
hombre al que la víctima conoce, y quien
tiene o ha tenido su confianza. En el
caso de Ángeles Rawson era el portero, un tipo al que ella conocía desde los
seis años. La mayoría de las veces el
culpable está relacionado con la víctima, y sin embargo seguimos fomentando esa
idea de que es el afuera, alguien desconocido. En el 95% de los casos no es
alguien desconocido, sino alguien a quien la mujer conoce.
El libro
está ambientado en zonas rurales, en
lugares más bien claustrofóbicos donde casi todo el mundo se conoce. Pero
también hay femicidios en las grandes ciudades. ¿Ves alguna diferencia entre
los femicidios en zonas rurales y los que se cometen en ciudades?
- El tema atraviesa el país a lo largo y
a lo ancho. Yo tomo esto en la geografía que atraviesa mis novelas, mi obra de
ficción donde trabajo las zonas rurales. El primer caso fue el de Andrea,
después apareció el de María Luisa y el tercero sí lo fui a buscar y dio la
casualidad que eran chicas de pueblos chicos en la misma época. No tomé casos
de ciudades porque surgieron así, pero
no porque crea que no sucedan o tengan características diferentes. Creo que
tienen las mismas características, sobre todo porque el patrón es el mismo,
siempre es alguien cercano. La única
diferencia es que los que suceden en la ciudad tienen más repercusión porque le
quedan más cerca al periodismo. En el caso Ángeles Rawson, por ejemplo, los
canales están todos cerca de la zona del crimen. Era muy simple mandar un
periodista, una cámara. Pero además también era una chica que podía ser la hija
de cualquiera de clase media. En ese caso hubo una identificación de la clase
media, no era alguien del conurbano como luego sucedió con Melina Romero, de quien se habló de si usaba piercings, si
era bolichera, si había dejado el colegio, etcétera. Ángeles Rawson reunía las características de la hija
que todos queremos tener. La identificación fue inmediata por la extracción
social.
Vos contás en
el libro algunas situaciones muy impresionantes que están relacionadas con la
cultura machista. Hacés referencia a una suerte de “tradición” en algunos
lugares a la que le llaman “hacer el becerro”.
- Eso me lo contó uno de los
entrevistados a raíz del caso de Andrea Danne. Se trata de una práctica que era
muy común en San José, Entre Ríos, en la década del 80. Una chica de Salta también me contó lo
mismo. La práctica consistía en levantarse a una chica y luego llevarla para
que todo el grupo la “disfrute”. El caso María Soledad es un ejemplo muy claro,
el que la lleva a la fiesta y la entrega es el tipo con el que ella salía, el
Tula.
Los casos que
presentás sucedieron hace más de treinta años, pero surgieron de una cultura
que todavía está vigente. El libro tiene
el gran valor de contar situaciones más sutiles que hablan de una concepción
determinada de las mujeres.
- Todo es parte de la misma trama, de
vez en cuando –lamentablemente según las estadísticas cada 30 horas- la cosa
llega al extremo máximo que es el femicidio. Pero antes, todos los días de tu
vida, en algún momento pasaste por una
situación, que no está ni cerca de lo que pasaron estas chicas, pero que uno
tiende a naturalizar: me tocaron el culo en el colectivo, mi novio no me deja
tal cosa. Situaciones que ninguna mujer puede decir que nunca las atravesó y
que son pequeñas, pero que contribuyen a armar este entramado que después
sostiene aquello que es muchísimo más grave que es el femicidio. Para empezar a
pensar el problema, hay que pensar en eso: no es cuando está muerta, es todo lo
anterior que todos los días todas las mujeres atravesamos en algún momento.
Cuando apareció el cuerpo de Daiana García, estaba de moda el “Je suis Charlie”,
“Je suis …”. Con un amigo decíamos que lo más honesto sería que todos dijéramos
“Yo soy el asesino de Daiana” porque en realidad el asesino no surgió por
generación espontánea, no es un paracaidista ni un extraterrestre. Es uno como
nosotros.
¿Cuál es el
rol de la pobreza en estas situaciones de violencia?
- Los
tres casos que tomo son chicas de clase media baja, pero no creo que sea
exclusivo de las clases bajas. Me parece que en las clases altas hay mecanismos
que permiten el ocultamiento y las mujeres de clase baja son más vulnerables.
Violencia de género hay en todas las clases.
¿Hay diferencias entre los casos de los 80 que
aparecen en el libro y los de esta época?
- Ahora
se da más difusión a los casos en los que mata el marido, el novio o exnovio,
mientras antes no trascendían el ámbito familiar. Era una tragedia que sucedía
a la familia, en cambio hoy eso también es noticia, y ya no como una cosa que
compete a esa familia sino como algo social. Esa idea de que no es algo que
pasó a una familia, sino que nos está pasando a todos.
Una de las fuentes del libro son las notas
periodísticas. ¿Qué pensás sobre cómo el periodismo trata estos casos?, ¿cómo
los trataba entonces y cómo los trata ahora?
- Yo
creo que el periodismo tiene que reflexionar bastante sobre el tema. Cuando
apareció el cuerpo de María Luisa, en el 83, todos los días tenían que poner un
recuadro sobre el caso. Como no había novedades porque no avanzaba la
investigación, se hizo un culebrón donde aparecían sospechosos que no eran,
o alguien señalaba como asesino a
alguien a quien tenía bronca.
Hoy
todavía sigue sucediendo, pero hay excepciones. Un referente de lucidez y
honestidad es Página 12, que siempre trató desde otro lugar estos temas, con la seriedad y reflexión que merecen.
Estoy casi segura de que es el primer diario que utilizó la palabra
femicidio. Algunas cosas cambiaron: ya
no se habla de crimen pasional sino de femicidio, pero se siguen haciendo
culebrones, como en el caso Ángeles, donde se culpaba al padrastro por su cara, o
a qué tribu pertenecía. Lo de Melina Romero fue vergonzoso, después de eso, lo
de Daiana García, -la chica que fue asesinada
después de ir a una entrevista de trabajo- donde se opinaba sobre el short que usaba, o
por qué iba a buscar trabajo a las ocho de la noche. Todavía hay mucha lengua
suelta sobre un tema que merece reflexión y madurez. La prensa todavía tiene
mucho que hacer al respecto.
Vos hablabas
de las fuentes del libro: revisaste expedientes, entrevistaste familiares,
viste fotos, visitaste las locaciones. Pero algo que llama la atención es la
presencia de una vidente.
-
Cuando se me acabó la plata de la beca, no podía
viajar o continuar investigando, porque los casos eran en el interior. Por
entonces leí un libro de un cronista chileno, Francisco Mouat, que se llamaba El empampado Riquelme; me gustó mucho y
me pareció muy osado que el periodista usara como fuente a una vidente. Me
acordé además de series de televisión donde se consulta a adivinas para
resolver casos policiales. Tenía un
amigo que consultaba a una tarotista y le pedí que me contactara.
Le
conté a la tarotista sobre el proyecto, y ella, que es una mujer muy lectora, se
entusiasmó con la idea de tirar las cartas a las chicas. Más allá de las revelaciones
que pudieron aparecer o no en las cartas, ella me ayudó a encontrar relaciones
entre las tres historias. Hasta ese momento para mí lo único que tenían en
común era la época en que habían sucedido y que nunca se habían resuelto. Ella insistía mucho con ciertas preguntas:
por qué escribía sobre tres mujeres que habían sido asesinadas, cuál era la
fascinación, qué tenía yo con esas historias, qué me identificaba. Tal vez por
eso hayan surgido muchas cuestiones autobiográficas en el libro. En ese sentido
las charlas y sesiones fueron muy enriquecedoras.
No
pensaba poner ese material en el libro, pero a mi editora, Ana Laura Pérez, le
encantó. Yo me sentía insegura, no vengo del periodismo y eso me causaba un
poco de zozobra, me preguntaba cómo podía ser mirado este libro por periodistas de
investigación, y encima ponía a una tarotista. Pero ella me convenció de que el
personaje tenía que estar y tenía que ser un personaje literario. Escribí una
primera versión del libro y se la pasé a María Moreno con la misma duda de si
lo tenía que sacar. María me dijo que tendría que aparecer más, que la estaba
poniendo poco, y ahí terminó en la segunda versión terminó siendo la Señora un
personaje más del libro. Termina convirtiéndose en un personaje literario. Es
un lujo que me pude dar porque no soy periodista.
El libro cabalga entre lo autobiográfico, lo literario y lo
periodístico…
- Eso
también fue algo con lo que no terminaba de dar en los borradores, yo sentía
que si iba a escribir una crónica tenía que ser todo lo periodística que yo
pudiera sin ser periodista. Pero Ana Laura me hizo ver que lo interesante de la
crónica era que yo no era periodista. Aceptar la limitación de no ser
periodista me dio libertad para escribir con las herramientas que yo conozco
que son las de la literatura, no lo puedo hacer de otra manera.
A sangre fría, de Truman
Capote, es un libro que me encanta y
cuando pensé en este libro fue un referente. Fui varias veces a releer partes
para imbuirme un poco de esa atmósfera.
Cambiemos de
libro. Te convocaron a escribir un prólogo de Código Rosa, de Dahiana Belfiori,
que cuenta historias relacionadas con el aborto. ¿Qué significó para vos reflexionar
sobre este tema?
- En
mi adolescencia nos pasaban una película que se llamaba El grito silencioso, que nos había causado una impresión tremenda a
todos, tanto varones como mujeres. El
video fomentaba una posición antiabortista incentivando la culpa y el
miedo. El pueblo del que yo vengo, Villa
Elisa –Entre Ríos- es muy católico, muy conservador. Todas las historias que
siempre habíamos escuchado de abortos eran terribles y siempre estaba ligado al
asesinato. Abortar era igual a asesinar, y este video venía a reforzar esa mitología, por llamarla de algún modo,
que nos metían desde chicas en la cabeza. La que abortaba era mala, estaba
cometiendo no solo un acto ilegal sino que además era una cuestión de
conciencia, de culpa y de moral. Durante
toda mi adolescencia yo fui antiabortista,
ya que vi ese video cuando tenía 13 años. Entre los 15 y los 16
empezaron a circular historias de abortos de chicas que iban a la escuela
conmigo. Siempre asociadas a las clases más pudientes, la que abortaba lo hacía
en una clínica, en condiciones sanitarias óptimas. Seguía siendo malo
abortar, pero había mujeres que podían
hacerlo y no se morían, mientras que para las de clase media baja -como yo- o
pobres, abortar era sinónimo de correr el riesgo de quedarse ahí, en el
proceso, en el acto. Al ir a la facultad
y al salir del pueblo empecé a pensar el tema desde otro lugar, yo termino el
prólogo diciendo qué bien que me hubiera hecho leer un libro así cuando era chica.