Necesito
poco para que afloren en mí recuerdos visibles, palpables, siempre emocionantes
de mi abuela, personaje favorito de mi vida. Por ejemplo, que una amiga me
cuente con divertida indulgencia la última andanza de su nieta comiéndose la
masa cruda de una torta... Entonces se me aparecen escenas que puedo ver con la
misma claridad que aquellas puntadas que mi abuela me animaba a dar en un tapiz
que luego revisaba al tacto, los ojos cerrados, pasando el índice infalible
sobre la línea bordada.
Esta
es pues mi abuela Berta, de Coronel Pringles, provincia de Buenos Aires.
Geminiana indiscutible que aterrizó en este planeta por parto natural,
probablemente entre mazamorra y pan caliente, un 25 de mayo de 1913. En consecuencia, cada vez
que me preguntan qué es la patria para mí, yo proclamo: “Los abrazos de mi
abuela”.
Berta
era la mayor de cuatro hermanas que quedaron huérfanas de padre desde muy
chicas. Junto a mi bisabuela rusa conformaron un hogar de cinco mujeres
trabajadoras y aguerridas a las que les costaba poco reír y mucho llegar a fin de mes. Sin embargo, nada le
impidió a mi abuela, por gusto y sin ánimos de aparentar, jugar desde niña al
tenis o montar a caballo con capelina. Igualmente, ni el sombrero ni el galope
le quitaron la plena conciencia que del otro lado del mundo se debatían en una
de las peores guerras de la humanidad.
Las
joyas que usaba, lo mismo que las capelinas y los caballos, las obtenía por un
breve lapso “prestadas” -en este caso- en la tienda donde trabajaba. Y a la
mañana siguiente, lejos de sentirse una cenicienta, devolvía puntualmente, de
puntillas, esas alhajas a la correspondiente vitrina.
Era
una gran cocinera y me dejaba jugar a serlo.
Hacíamos de todo en su cocina hasta que llegaba el único veto
indeclinable: “Queda terminantemente prohibido cortar el bizcochuelo caliente antes que lleguen las visitas”.
Censura razonable, ya que se trataba de
evitar el hundimiento del susodicho manjar. Previamente, me había dejado ser parte
activa del backstage de la elaboración metiendo gozosamente las manos en el
engrudo recién batido. Me llevaba un tiempo sacarme los pedacitos de masa seca
que me quedaban luego entre los dedos, en las uñas... Trabajo que el agua tibia
hubiera facilitado, pero Berta prefería encomendarme la tarea de limpieza en
forma artesanal con el fin de mantenerme quieta durante unos minutos. Ya
aseada, me disponía a volver a ensuciarme,
pasando el dedo por el bol con restos
de pasta de bizcochuelo antes de
que fuera lavado. Practicaba una y otra vez, a escondidas de mi abuela, la
coreo del bol y la boca, secuencia
loopeada que tengo en la mente hasta con la temperatura de la mixtura
-tanto más deliciosa por prohibida- de chocolate, harina, huevos, manteca,
azúcar.
El
tiempo de cocción lo usábamos para hacer
la manicure: así, en francés. Mi
abuela tenía lo que se dice manos de pianista, manos que se arreglaba con
destreza, manos que dibujaban sus relatos de historias nuevas o repetidas a
pedido, manos cubiertas con guantes de estación, manos con olor a esmalte nacarado blanco que
airosamente se fusionaba con el de la pâtisserie.
Fanáticas
de lo dulce, ambas ingeríamos la comida salada como paso obligado para llegar
al postre. Largas temporadas de verano en Miramar me hicieron entender que
cuando mi papá nos daba plata para comprar helado, mi adorada y golosa abuela
me estafaba en pequeña escala. Como no alcanzaba para dos de los caros, Bertita
me argumentaba que había helados para niños: los Torpedo, más conocidos como
los escuálidos y desabridos palitos de agua. Y helados exclusivamente para
adultos. Es decir, los cremosos, suntuosos y por lo tanto más caros Conogol.
Nunca le creí del todo, pero preferí
hacer como que sí, por la misma razón que simulé creer en los Reyes Magos,
sabiendo que la vida con mi abuela era el mejor regalo que podían poner en mis
zapatitos.
Con
ella aprendí a jugar al póker, a la generala, al chinchón, a la escoba del 15 y
al rummikub por porotos (los mismos
que usábamos para la lotería). Con ella experimenté entrar de trampa al casino
con tan solo 10 años. Entendí lo que es ganar o perder en el juego, pero nunca
en el afecto. Porque cuando mis viejos salían y quedaba al cuidado de ella, me
prendía de su falda para asegurarme un lugar en las largas noches de juerga.
Jugando al negocio, mi abuela era mi mejor cliente, aunque el recreo se acababa
cuando me exigía la mercadería a cambio del pago. Yo preparaba las prendas
elegidas en frondosos envoltorios que deseaba que se olvidara después de
abonar. Pero lejos darme ese gusto, la muy pilla cargaba contenta con el
paquete hasta la puerta, hasta el último segundo que duraba su visita.
La
despedida era siempre un momento tenso. El paquete perdía importancia cuando
me atrincheraba contra la puerta
para no dejarla salir, para rogarle un
plus de cinco minutos. Cientos de conogoles, un contrato tácito de no tocar el
bizcochuelo caliente, una docena de esmaltes... Promesas como anzuelos que le ofrecía moqueando para retenerla un
rato más.
Bella,
elegante, frontal, severa sin exagerar, lúcida,
defensora de la libertad y adicta
a las telenovelas, la noche anterior a tomarse el buque, sí, esa noche que yo
no sabía que más tarde me iban a fallar todos los anzuelos, ella estaba más
hermosa que nunca. Berta no había faltado a su cita religiosa con la
peluquería. Jurándole no tocar el brushing
y a riesgo de asfixiarme con el olor a
spray recién aplicado, reímos muy cerca
una de la otra, bailamos muy juntas, tratando de imitar los pasos majos y
flamencos con los que batallaban Julieta Díaz y Romina Gaetani en Soy Gitano.
A
las pocas horas de apagar el televisor, mi abuela Berta murió como supo vivir, sin
dar señales de debilidad previa, gambeteando el sufrimiento, con decisión y
entereza. Eso sí, pidiendo a gritos que no le sacaran el nacarado blanco de las
uñas al entrar a terapia. Manos pintadas sobre mi frente que siempre me
ayudaron a conciliar el sueño. Manos pintadas que vi arrugarse, temblar, perder
un poco el pulso, pero nunca soltarme.
Manos pintadas que lo último que hicieron fue secar mis lágrimas mientras me exigía -su manera de despedirse-
que dejara de llorar.
Tuve
una abuela que fue mi amiga y cada vez que atravieso un escollo, que se me abre
una encrucijada trato de pensar, siguiendo su brújula, que es más fácil hacer
que pensar. Porque eso me susurraba ella en la oreja cada vez que me enfrentaba
a la ardua tarea de enhebrar la aguja. Desde entonces, no importa ni el color
ni el grosor del hilo, no importa la figura que se vaya a formar en la
superficie ni los nudos que queden detrás, yo voy andando y dando puntadas como
una modesta gladiadora del tapiz de la vida. Así, voy volviendo a sentir el
gusto aquel al humedecer con la lengua la punta de la lana y de las cosas, para
que sea más fácil atravesar el ojo como me enseñó mi abuela, esa dama que después
de cada ducha siempre olía a Ambré de Watteau, mi magdalena proustiana.