Retrato aproximado de mi abuela

Por Carol Cukier


Necesito poco para que afloren en mí recuerdos visibles, palpables, siempre emocionantes de mi abuela, personaje favorito de mi vida. Por ejemplo, que una amiga me cuente con divertida indulgencia la última andanza de su nieta comiéndose la masa cruda de una torta... Entonces se me aparecen escenas que puedo ver con la misma claridad que aquellas puntadas que mi abuela me animaba a dar en un tapiz que luego revisaba al tacto, los ojos cerrados, pasando el índice infalible sobre la línea bordada.

Esta es pues mi abuela Berta, de Coronel Pringles, provincia de Buenos Aires. Geminiana indiscutible que aterrizó en este planeta por parto natural, probablemente entre mazamorra y pan caliente, un  25 de mayo de 1913. En consecuencia, cada vez que me preguntan qué es la patria para mí, yo proclamo: “Los abrazos de mi abuela”.

Berta era la mayor de cuatro hermanas que quedaron huérfanas de padre desde muy chicas. Junto a mi bisabuela rusa conformaron un hogar de cinco mujeres trabajadoras y aguerridas a las que les costaba poco reír y mucho  llegar a fin de mes. Sin embargo, nada le impidió a mi abuela, por gusto y sin ánimos de aparentar, jugar desde niña al tenis o montar a caballo con capelina. Igualmente, ni el sombrero ni el galope le quitaron la plena conciencia que del otro lado del mundo se debatían en una de las peores guerras  de la humanidad.

Las joyas que usaba, lo mismo que las capelinas y los caballos, las obtenía por un breve lapso “prestadas” -en este caso- en la tienda donde trabajaba. Y a la mañana siguiente, lejos de sentirse una cenicienta, devolvía puntualmente, de puntillas, esas alhajas a la correspondiente vitrina.

Era una gran cocinera y me dejaba jugar a serlo.  Hacíamos de todo en su cocina hasta que llegaba el único veto indeclinable: “Queda terminantemente prohibido cortar el bizcochuelo  caliente antes que lleguen las visitas”. Censura  razonable, ya que se trataba de evitar el hundimiento del susodicho manjar. Previamente, me había dejado ser parte activa del backstage de la elaboración metiendo gozosamente las manos en el engrudo recién batido. Me llevaba un tiempo sacarme los pedacitos de masa seca que me quedaban luego entre los dedos, en las uñas... Trabajo que el agua tibia hubiera facilitado, pero Berta prefería encomendarme la tarea de limpieza en forma artesanal con el fin de mantenerme quieta durante unos minutos. Ya aseada, me disponía a volver a ensuciarme,  pasando el dedo por el bol con restos  de pasta  de bizcochuelo antes de que fuera lavado. Practicaba una y otra vez, a escondidas de mi abuela, la coreo del bol y la boca, secuencia  loopeada que tengo en la mente hasta con la temperatura de la mixtura -tanto más deliciosa por prohibida- de chocolate, harina, huevos, manteca, azúcar.

El tiempo de cocción  lo usábamos para hacer la manicure: así, en francés. Mi abuela tenía lo que se dice manos de pianista, manos que se arreglaba con destreza, manos que dibujaban sus relatos de historias nuevas o repetidas a pedido, manos cubiertas con guantes de estación, manos con  olor a esmalte nacarado blanco que airosamente se fusionaba con el de la pâtisserie.

Fanáticas de lo dulce, ambas ingeríamos la comida salada como paso obligado para llegar al postre. Largas temporadas de verano en Miramar me hicieron entender que cuando mi papá nos daba plata para comprar helado, mi adorada y golosa abuela me estafaba en pequeña escala. Como no alcanzaba para dos de los caros, Bertita me argumentaba que había helados para niños: los Torpedo, más conocidos como los escuálidos y desabridos palitos de agua. Y helados exclusivamente para adultos. Es decir, los cremosos, suntuosos y por lo tanto más caros Conogol. Nunca le creí del todo,  pero preferí hacer como que sí, por la misma razón que simulé creer en los Reyes Magos, sabiendo que la vida con mi abuela era el mejor regalo que podían poner en mis zapatitos. 

Con ella aprendí a jugar al póker, a la generala, al chinchón, a la escoba del 15 y al rummikub por porotos (los mismos que usábamos para la lotería). Con ella experimenté entrar de trampa al casino con tan solo 10 años. Entendí lo que es ganar o perder en el juego, pero nunca en el afecto. Porque cuando mis viejos salían y quedaba al cuidado de ella, me prendía de su falda para asegurarme un lugar en las largas noches de juerga. Jugando al negocio, mi abuela era mi mejor cliente, aunque el recreo se acababa cuando me exigía la mercadería a cambio del pago. Yo preparaba las prendas elegidas en frondosos envoltorios que deseaba que se olvidara después de abonar. Pero lejos darme ese gusto, la muy pilla cargaba contenta con el paquete hasta la puerta, hasta el último segundo que duraba su visita.

La despedida era siempre un momento tenso. El paquete perdía importancia cuando me  atrincheraba contra la puerta para  no dejarla salir, para rogarle un plus de cinco minutos. Cientos de conogoles, un contrato tácito de no tocar el bizcochuelo caliente, una docena de esmaltes... Promesas como anzuelos  que le ofrecía moqueando para retenerla un rato más.

Bella, elegante, frontal, severa sin exagerar, lúcida,  defensora de la libertad  y adicta a las telenovelas, la noche anterior a tomarse el buque, sí, esa noche que yo no sabía que más tarde me iban a fallar todos los anzuelos, ella estaba más hermosa que nunca. Berta no había faltado a su cita religiosa con la peluquería. Jurándole no tocar el brushing y a riesgo de asfixiarme  con el olor a spray recién aplicado,  reímos muy cerca una de la otra, bailamos muy juntas, tratando de imitar los pasos majos y flamencos con los que batallaban Julieta Díaz y Romina Gaetani en Soy Gitano.

A las pocas horas de apagar el televisor, mi abuela Berta murió como supo vivir, sin dar señales de debilidad previa, gambeteando el sufrimiento, con decisión y entereza. Eso sí, pidiendo a gritos que no le sacaran el nacarado blanco de las uñas al entrar a terapia. Manos pintadas sobre mi frente que siempre me ayudaron a conciliar el sueño. Manos pintadas que vi arrugarse, temblar, perder un poco el pulso,  pero nunca soltarme. Manos pintadas que lo último que hicieron fue secar mis lágrimas  mientras me exigía -su manera de despedirse- que dejara de llorar.

Tuve una abuela que fue mi amiga y cada vez que atravieso un escollo, que se me abre una encrucijada trato de pensar, siguiendo su brújula, que es más fácil hacer que pensar. Porque eso me susurraba ella en la oreja cada vez que me enfrentaba a la ardua tarea de enhebrar la aguja. Desde entonces, no importa ni el color ni el grosor del hilo, no importa la figura que se vaya a formar en la superficie ni los nudos que queden detrás, yo voy andando y dando puntadas como una modesta gladiadora del tapiz de la vida. Así, voy volviendo a sentir el gusto aquel al humedecer con la lengua la punta de la lana y de las cosas, para que sea más fácil atravesar el ojo como me enseñó mi abuela, esa dama que después de cada ducha siempre olía a Ambré de Watteau, mi magdalena proustiana.