Por Carol Cukier
Eran otros tiempos
aquellos,
tiempos más amables
con el tiempo.
Y eras el cómplice
deseado de
impacientes criaturas
aguardando turno,
aprovechando la espera
para declarar el motivo del llamado,
cotillear sobre las
noticias del día o comentar
el último capítulo de
alguna telenovela.
Éramos felices cuando
uno de tu especie llegaba a nuestro hogar.
Se lo prestábamos a la
vecina con una sonrisa indiscreta,
pero sin vacilar.
Éramos fervientes
amantes del amor y la palabra
y sabíamos que
podíamos contar con vos para escuchar su
voz.
Y compartir luego las
penas o alegrías en la oreja de una amiga
mediante tu conexión.
Y éramos, bajo tu
amparo, libres de persecución,
libres de
identificador de llamadas, libres de remarketing
u otra acción
cualquiera de intromisión en nuestra privacidad.
Éramos desmedidas
aprovechadoras de tu inagotable disposición
reflejada luego en la
factura que traía detalles de la demasía de uso
y la consiguiente
prohibición en curso.
Penitencia que nos
conducía sin escalas al teléfono público,
al apuro por hablar
condensado porque se agotaban las fichas
y detrás esperaba la
inevitable cola.
¿Qué fue del teléfono
fijo?, pregunta un millennial
atento a distinguir
entre el off y el on.
¿Qué fue de ese
aparato que alguna gente protege
como a especie en
extinción?
Mientras que otros
quieren reemplazarlo por esta o aquella aplicación,
tildando de obsoleta la función del teléfono de línea.
Pues aquí les vengo a
contar para que sepan ustedes
cuáles son las siete maravillas que al fijo le destinan
eternidad como
invento.
A saber:
El fijo no tiene
imagen y así potencia la imaginación,
como lo hace la radio,
pero no la televisión.
Tampoco lleva batería
que se agote,
ni cargador que se
alborote,
entonces, podemos
hablar tranquilamente, largamente
como en una obra de
Cocteau.
El fijo, vale recordar, no tiene límites para
memorizar,
ni nubes para guardar
lo que después se puede viralizar.
El fijo también te da
libertad de atender o no a tu antojo.
Y si lo que querés es
zafar, el contestador dejás andar.
No requiere
actualizaciones ni renovar el modelo,
el mismo de toda la
vida te permite conversar, arengar, despotricar.
Como su nombre lo
indica, el fijo se queda en casa,
no sea cosa que lo
culpen
de atontar peatones o
conductores de bicis, motos y autos.
Si se corta la luz
sigue en funciones, lo mismo si no tenés internet.
Y si te piden un
número, el fijo de tu vieja seguro lo
llevas tatuado a flor de piel.
Lo barato sale caro,
avisa didáctico el refrán.
Pues sigan hablando
gratis, que otras facturas vendrán
derivadas del estrés
que genera la adicción
en la era de la
comunicación.
Volvamos mejor a los abrazos,
a los tubazos bien
largos con todo el tiempo a favor.
Pues ojos que lo
vieron partir nunca lo verán volver.
Damiselas del fijo,
amantes del discar y del hablar,
no abandonemos el
ritual del parloteo porque sí,
de la dispersión en
senderos que se bifurcan, se trifurcan...
¿Quién nos quitará lo
charlado? ¿Quién se atreve a hacerlo hoy?
Sigamos enrulando el cable a la par de la conversación.
Sigamos rizando el
rizo de un coloquio interminable
del que somos dueñas y
señoras.
Por mi parte prosigo
estoica en la misión,
de ir recordando a
negligentes que el ¿qué pasa? o el ¿qué pasó?
lo patentaron nuestras
madres y abuelas
mucho
antes que el whatsappeador.