A los 36, ya es considerada
mundialmente una grande de la literatura del siglo 21 y se ha ganado, entre
otros galardones, el del National Book Critics Circle 2018 en los Estados
Unidos, donde vive. Para más datos, en el Bronx, Nueva York, criando a su hija
Maia de 9 en un hogar poblado habitualmente de mujeres: su sobrina, su madre,
alguna amiga… “Siento con mucha fuerza mis vínculos con las mujeres”, reconoce
Valeria Luiselli. “Me gusta su manera de agruparse, de hablar y pensar
políticamente y también como amigas. Se vuelven una sólida red de apoyo”.
Nacida en Ciudad de México, hija de
un padre descollante diplómatico, Valeria tuvo desde los 2 años una vida nómade
entre Corea, Costa Rica, Sudáfrica, España, la India… En algún momento, su
madre deja la familia y se incorpora al movimiento zapatista, un poco en la
huella de su propia madre que había trabajado en comunidades indígenas de
Puebla. A los 19, Valeria, que había hecho la escuela aprendiendo a leer y
escribir en inglés, vuelve a México queriendo retomar su identidad, cursa
filosofía en la Universidad Autónoma y obtiene su licenciatura, empieza ya a
escribir.
Instalada a los veintipocos entre
Nueva York y México, sigue escribiendo a toda marcha, incursionando en
distintos géneros (en publicaciones como el New York Times, Letras Libres,
Etiqueta Negra; libretos para el New York City Ballet…). Su primer libro, Papeles falsos -pronto traducido al
inglés-, se publica en 2010 y es considerado uno de los mejores del año por el
prestigioso periódico mexicano Reforma. Margo Glanz, por su parte, anota en El
Mercurio de Chile acerca de esos 10 textos que articulan la narración de
experiencias personales con la reflexión crítica cultural: “Valeria Luiselli
escribe sobre realidades cotidianas con gran maestría. Papeles falsos es casi perfecto”. En 2011, Luiselli da a conocer la
extraordinaria novela en cuatro tiempos, a dos voces, Los ingrávidos, que fuera reseñada en el número 3 de Damiselas en apuros de enero de 2013
(se puede leer más abajo la reproducción de esta nota).
El premio American Book… de octubre
del año pasado lo mereció por un ensayo experimental -su marca en el orillo
siempre- novelado de 500 páginas, publicado en inglés y ya traducido a varios
idiomas: Tell Me How It Ends: An Essay
in Forty Questions, editado, como es habitual en Estados Unidos, por Coffee
House, emprendimiento independiente donde Valeria Luiselli también actúa como
asesora sin título proponiendo nuevos autores latinoamericanos. “Más que una
casa editora de libros traducidos es un lugar donde las obras literarias en
diferentes idiomas pueden dialogar”, comenta la escritora.
Luiselli partió del cuestionario que
se aplica actualmente en la Corte Federal de Migración de Nueva York a los
niños migrantes para decidir si serán o no deportados. Archive des enfants perdus,
fue retitulado en Francia por Editions de l’Olivier, donde este ensayo está
siendo aclamado por la crítica como “la gran novela de nuestro tiempo, terriblemente
bella”. Publicado en México por Sexto Piso –otro hogar editor independiente
para VL- como Los niños perdidos, un ensayo en 40 preguntas, se
puede encontrar localmente en buenas librerías esta historia de una familia -padre
escritor, madre escritora, dos hijos de
uniones anteriores- que desde Nueva York atraviesa en auto los Estados Unidos
hacia el sur. El padre va a presentarse en un trabajo, la madre quiere conocer la
realidad de la crisis migratoria que desgarra al país. En el auto, oyen radio,
llevan libros. Afuera, los niños perdidos viajan sobre los techos de los
trenes. El padre y la madre intentan guardar el rastro de esos fantasmas que
atraviesan el mundo, buscan la manera de documentar sus vidas, el contenido
político del relato se impregna de lirismo.
Valeria Luiselli es clara y
contundente en sus declaraciones a la prensa: “No hay excusas para no estar al
tanto de lo que sucede en nuestra época, en nuestros países, y no hacer absolutamente
nada al respecto”, manifestó al New York Times. “No podemos permitir que se
siga normalizando el horror y la violencia”. Para esta siempre original
escritora en quien la crítica ve pistas -asimiladas y recreadas- de Chesterton
y James Joyce, de Conrad y Marcel Schwob, los niños perdidos, aunque parezcan
invisibles, están en todas partes, no solo en los Estados Unidos. Luiselli dice
que no necesitó nombrar a Trump a lo largo de este libro porque no quería
circunscribir su contenido a una geografía o un tiempo precisos: “Trump es una
iteración en la larga historia de la violencia política. En tanto novelista, me
atengo a una distancia ética: esa que no nombra sino que observa bajo un ángulo
épico”. Y si bien VL piensa que una novela puede ser un instrumento político
poderoso, cree que no debe ser escrita partiendo de esa meta por el riesgo de
caer en lo pedagógico y terminar aburriendo. De todos modos, ella no
desaprovecha las oportunidades de asumir su compromiso: “Voy a las radios, escribo
libros, tengo una tribuna en los diarios: espacios de visibilidad a mi
disposición. Mi única certeza es mi responsabilidad de hacer resonar problemas
y voces que quizás serían ignorados si no lo hiciese”.
Recientemente, Valeria Luiselli ha obtenido la beca Arts for Justice para investigar y escribir sobre la encarcelación masiva en los centros de detención de migrantes. Y en estos momentos dicta un taller a niñas y adolescentes en uno de esos centros, en el norte del estado de Nueva York. Con estas chicas escribe un fanzine colectivo para evitar la vigilancia individual que puede recaer sobre cada una afectándola si pone su firma. A partir de esos textos, junto con la notable poeta Natalie Díaz (exbasquetbolista, perteneciente a la tribu mojave de California), crea una performance sobre el encarcelamiento y la violencia hacia las mujeres.
Valeria Luiselli pone sus
convicciones en acto y se expresa esperanzada a pesar de tantos pesares: “Es mi
naturaleza ser optimista. La esperanza está en la resistencia, en la
organización comunitaria. En la escritura, en el poder contar historias que se
amplifiquen y expandan, en la memoria y la acción políticas”.
A continuación, la citada reseña
publicada en Damiselas en 2013.
Valeria Luiselli, visiones y espejismos en Nueva York
¿Cuánto pesa un fantasma? Acaso la
joven (1983) escritora mexicana Valeria Luiselli se hizo esta pregunta cuando
se enteró, a través de cartas, que cuando vivía en Nueva York el poeta
vanguardista -también mexicano- Gilberto Owen (1904-1952), todas las mañanas,
después de desayunar y comprar el periódico, bajaba las escaleras del subte y
se subía a una balanza. Una manía extraña que a Luiselli le proporcionó un resquicio
para trabajar con la idea de que se iba
convirtiendo en fantasma el hombre que supo escribir: “¡Luz del ayer, luz del
ayer,/ lluévete, vertical, a mi memoria!/ ¡Rompe las reglas de los troncos,/
horizontales de la mañana!”
Porque en su extraordinaria novela Los ingrávidos (Sexto Piso, México),
contada en cuatro tiempos distintos, Luiselli, partiendo de detalles concretos
y vívidos de la cotidianidad, va armando un mosaico donde sus personajes, a la
vez narradores, se van volviendo fantasmas, se van desbaratando y no encuentran
mejor lugar para cruzarse fugazmente que desde los trenes del subte de NY. Una
madre de dos niños (una beba, uno “mediano” cuya voz importa por lo que dice,
sobre todo por cómo lo dice), un marido que espía lo que ella escribe cuando
consigue un momento de concentración, y que luego reescribe cuando él recela
después de leerla indiscretamente. Esa mujer es recordada por ella misma desde
la actualidad. Ella trabajaba en una editorial chica y en su afán de traducir y
publicar al olvidado Owen inventa una historia para convencer al editor. Por su
lado, Owen aparece en los años ’20 en la misma ciudad, relacionándose con García
Lorca y Louis Zufofsky, y en los ’50, próximo a su muerte en Filadelfia. En
algún momento, muy sutilmente, los dos pasados parecen amalgamarse sin que
Luiselli trace una frontera entre lo real y lo fantástico que va ganando
terreno. Fantasmas fugaces enmarcados por ventanillas de trenes que no se
detienen, como en una proyección cinematográfica en el mismo blanco y negro de
la sugestiva foto de la portada, que muestra a la estación de Bedford Avenue y
North 7 Street, en una toma de total simetría, completamente vacía.
Dice la biografía de VL que ha colaborado
en The New York Times, Letras Libres y otras publicaciones, que su primer libro
de ensayos, Papeles falsos, fue
aclamado por la crítica pero que el reconocimiento internacional le llegó con Los ingrávidos (2011), ya traducida a
varios idiomas. Que ha escrito un monólogo para una exposición de escultura en
NY y un cuento para una de arquitectura en Berlín… Y que ahora tiene entre
manos un libro basado en una estructura del siglo XV y otro de falsa crítica de
la arquitectura modernista.
Luiselli nombra como sus referentes
en español a Mario Levrero, Josefina Vicens, Sergio Pitol, Mario Bellatin,
Enrique Vila-Matas. Y si se la apura, cita a Emily Dickinson, J.M. Coetzee,
Chesterton, Nabokov, solo para salir del paso, porque la lista es interminable.
Las bibliotecas del futuro las imagina “igualitas a las de ahora para poder
divagar entre las estanterías, hojear los libros”. En caso de proponer alguna
innovación, opta por salas de lectura alternativas, con divanes, hamacas,
camas…
En el Festival Internacional de
Literatura de Buenos Aires 2012, por teleconferencia, Valeria Luiselli eligió
leer este fragmento de Los ingrávidos,
donde reluce su desprejuiciado sentido del humor:
“Dios y la gente se solidarizan con
las víctimas. Pero no con cualquier víctima sino con las víctimas que se
victimizan con éxito. Mi exmujer, por ejemplo. Cuando nos divorciamos, la criolla
se volvió poeta y víctima: la profeta de las víctimas divorciadas.
Ella acababa de publicar un librito
de poemas en prosa muy rencorosos, autogestionados y trilingües, en la
editorial imaginaria de su mentora, una poeta gringa que dirige un taller de
poesía que se llama Hijas Espirituales de Mina Loy (SDML, por sus siglas en
inglés). Tiene la descortesía de invitarme a la presentación, que se celebra en
su propio departamento. Como sé que le tengo que caer bien porque si no, no me
presta nunca a los niños, tengo la cortesía de ir hasta Nueva York a verla.
Me abre la puerta un mayordomo.
Pregunto por los niños, están dormidos. El departamento huele a una mezcla de
perfumería de barrio alto, maquillaje, ropa recién planchada y espárragos. El
mayordomo me ofrece un Martini y un plato de espárragos hervidos, precisamente.
Me podrá traicionar la vista pero sigo siendo un perro par olfatear la amenaza
de un aquelarre de brujas reunidas en torno a sus rencores y un plato de
botanas caras. Cuelgo mi saco junto a la entrada, entre bolsos y abrigos de
mujer de todos los tamaños y texturas posibles, acepto solo el martini y me
abro camino hacia la estancia.
No las veo bien, pero por el rumor y
el hedor que despiden deben ser más de veinte, más de treinta sentadas en
semicírculos concéntricos alrededor de mi ex mujer y otra dos presentadoras
–tres brujas de Macbeth, pero más vulgares y más enojadas con la vida-. De pie
frente a la sala, se me encogen repentinamente los testículos. Dos cacahuetes.
Tal vez desaparecen por completo. Me quedo parado atrás de la última fila de
sillas, lo más cerca posible del mayordomo, aterrado.
Mi ex mujer está leyendo con su acento de bogotana internacional. La pobre tiene una voz muy fea –puja las consonantes guturales, alarga las vocales abiertas y rechina las íes como una máquina mal calibrada-. Lee un poema sobre la utilidad práctica de los maridos. Siempre se le curvaron un poco hacia abajo los labios mientras leía en voz alta; también cuando me reprochaba mi lista infinita de defectos. Imagino el rictus amargo, ahora subrayado por las zanjas y las bolsas de piel envejecida. De tanto en tanto, entre las convidadas, irrumpen risas como de hienas. Quizás, en cuanto termine la ceremonia, me desnudarán y me atarán las manos y las piernas, me abrirán los párpados y me llenaron los ojos de escupitajos. Se cagarán encima de mí –años de retención intestinal.
Ella termina de leer el poema y la sala entera reverbera en éxtasis de aplausos. Yo estiro el brazo para ver si el mayordomo sigue a mi lado. Ahí está. Lo tomo del hombro:
No me abandones, hermano, quédate aquí cerquita.
Ahí me quedo, señor, no me muevo.
Lee otro poema y otro. Cuando termina el último, dedicado presuntuosamente a la poeta Mina Loy, empieza una ovación y las mujeres se ponen de pie. Rechinan las patas de la silla contra la duela. (¿De dónde habrá sacado tantas sillas?). Mi exmujer, maraña en el centro de su tela, mie mira desde la otra esquina del cuarto. Soy una mosca diminuta atrapada en su universo baboso. El mayordomo me suelta para atender a las demandas de las damas; y yo me quedo ahí, sin saber dónde poner la mano libre; y la que sujeta el martini, ahora tiembla un poco.
Empieza a hablar la bogotana internacional: la poesía, la disolución de la identidad, la extranjería, y no sé qué criolladas más. Hace una pausa y para cerrar dice: Agradezco la presencia de mi exmarido, poeta tan injustamente desconocido pero tan capacitado. Las cabecitas giran hacia mí. ¿A qué se refiere con eso de capacitado?. Me dan unas ganas urgentes de orinar. Decenas de hocicos pintados sonríen –todavía distingo el blanco del negro y sé que sonríen porque el cuarto oscurecido de pronto de enciende como un cielo estridentado-. La aceituna palpita dentro de la copa. Mir órganos, dentro de mi traje, palpitan. Las caras que me ven palpitan; allá afuera, palpita la ciudad: el bombeo persistente de la sangre, la temperatura de la humillación. ¡Que hable! ¡Que diga algo! Deseo una muerte súbita que no me logro provocar. Entonces hablo:
Yo vine porque me invitaron.
(Silencio).
Vine porque siempre he sido un feminista de vocación. ¡Viva Mina Loy! ¡Viva!
(Silencio).
En realidad vine, Celeste, porque quería pedirte nomás que me prestaras un poco de dinero para llevarme a los niños a la feria el próximo fin de semana”.