Maravillas a la vuelta de la esquina: la obra de la fotógrafa Ida Wyman

Por Guadalupe Treibel
Looking East on 41st Street, 1947

“No podés crear lo que sucede en el mundo pero, a veces, si tenés suerte, podés verlo. Y si sos realmente afortunada, tu cerebro, tu corazón y tus ojos se alinean, trabajan juntos. Y lográs la foto. Y sabés que es esa, que la conseguiste”. Así, con entusiasmo inoxidable y una linda dosis de romanticismo, hablaba Ida Wyman (1926-2019): la fotógrafa que capturaba gente común, como anotó el NY Times en el reciente obituario que informaba su muerte a los 93 años. Una justa definición para una noble artista que, sin darse ínfulas, supo ver con ojos nuevos el hacer cotidiano de personas corrientes, transmitiendo una auténtica sensación de maravilla. Para prueba, sus alucinantes fotos en blanco y negro de las décadas del 40 y 50, de niñas con ruleros o chicuelos jugando con muñecas, de hombres leyendo el periódico, afeitándose o pispiando un tacho de basura, de vendedores ambulantes acarreando bloques de hielo en carros tirados por caballos, de muchachas vendiendo diarios o boletos, de emplumadas damas de Beverly Hills en reunión de alta alcurnia, del Barón Michele Leone -luchador profesional tano- jactándose de sus musculitos y su copioso pelo en pecho.

Ida Wyman
“Lo que realmente me interesa es la vida cotidiana”, remachaba Wyman, y pronto aclaraba que en ese hacer encontraba “un tipo especial de felicidad”. Felicidad que, de ningún modo, era robada: tenía por bien preguntar a los transeúntes si podía retratarlos, sin reclamarles pose alguna. Más bien, les conversaba con genuina curiosidad, estrechaba vínculos de confianza, y solo entonces los fotografiaba. “Usar la cámara me ayudó a superar mi timidez”, confesaba a los 80 y largos en Chords of Memory (2014), libro que reunió sus imágenes más icónicas con anotaciones personales, escrito en colaboración con Melanie Herzog. Y ya luego: “Me permitió hablar con completos desconocidos y escuchar sus historias. Vi la calle con más claridad llevando mi cámara; era más consciente del sol formando texturas y diseños en la arquitectura variada, en las expresiones de los rostros, en el ajetreo de las multitudes que intentaban llegar a destino por las mañanas”.

Si la vida estaba en las calles, en las calles estaba Wyman, lista para crear ensayos fotográficos que ella llamaba “historias ilustradas”. Y fueron muchísimas las historias que escribió con su cámara a mediados del siglo 20, que vendió a publicaciones como las prestigiosas revistas Life y Look, al reputado New York Times, entre muchos otros. De predisposición amable y naturaleza inquisitiva, fue una fotorreportera pionera en tiempos donde el fotoperiodismo era (mayormente) un club de muchachos, motivada por mostrar la vida entera, sin retocar. Solo hay que ver su repertorio documental, que lo mismo atendía al realismo que a la presencia estética, para corroborar su talento, su curiosidad. Según la galerista y curadora Martha Glowacki, lo que verdaderamente distingue a su obra es su empatía, “y por eso logró capturar expresiones genuinas en las personas, por eso no la miraban con sospecha, furtivamente”.

Hija de inmigrantes lituanos, creció en NY ayudando en el almacén que sus viejos tenían en el Bronx. Porque costaba llegar a fin de mes, costó que una joven Ida de 14 convenciera a papá de que le diera los 5 dólares que necesitaba para comprar su primera cámara. La insistencia pagó, y la muchachita –con su “camera box glorificada”- comenzó a patear las calles de los barrios de la Gran Manzana, a gatillar lo que encontrase a su paso. En el cole, se unió a un club de fotografía, donde fue adquiriendo el conocimiento necesario para sacar provecho a su herramienta, y de paso, saber cómo improvisar un cuarto oscuro en su casa (en efecto, lo improvisó en la cocina). Terminó la secundaria a los 16, en 1943, pero siendo demasiado chica para entrar a la escuela de enfermería (como tenía previsto), decidió matar el tiempo laburando como fotógrafa en diarios. Tocó puertas, pero todos le hicieron corte de manga. Salvo la agencia Acme Newspictures, que por esos años proveía de imágenes a publicaciones varias. Como los muchachos estaban en la (segunda) guerra, podían darle una posición pequeñita; la más pequeñita, de hecho: en la sala de correo, armando sobres para su posterior distribución. Pero, ojo, pronto fue promovida al área de imprenta, donde sus compañeros -todos hombres- protestaron por la nueva incorporación. “Aún así -contaba Wyman décadas más tarde- fue un trabajo emocionante”. Durante la hora de almuerzo, en los descansos, Ida despuntaba el vicio: salía a gatillar…

Girl with curlers, New York, 1949
Terminada la guerra y vueltos los soldaditos sin plomo (los que se salvaron), ya no había sitio para Ida en Acme, pero poco y nada le importó a la damisela que la rajaran, dado que ya estaba haciendo sus primeros pinitos en fotoperiodismo, publicando historias para Look. Le siguieron más encargos, otras revistas, y un casorio: el suyo con el colega Simon Nathan, en 1946. También un ingreso: al colectivo radical Photo League, que reivindicaba el rol social de denuncia de la fotografía (como dato de color, un tercio de sus miembros eran mujeres). Permaneció dos años en las filas del reconocido grupo; se fue, de hecho, antes de que el macartismo los pusiera en su terrible lista negra y, perseguidos, acabaran por desintegrarse.  

Entonces, 1948 y un viaje: solita y en autobús (al marido lo dejó en casa), recorrió la artista freelance buena parte de Estados Unidos, parando en ciudades y pueblos según encargos, o por mero azar (si fue a Vandalia, en Illinois, por caso, fue porque el nombre le pareció de lo más particular). Sobra decir que gatilló incesantemente, y cuando regresó a NY, gatilló aún más (para Business Week, Fortune, Collier’s, etcétera). Por recomendación de una editora de Life, se instaló una temporada en Los Ángeles, donde se hizo una famita como, precisamente, “la fotógrafa de revista Life”. Para esta revista cénit del fotorreportaje, retrató de todo: lecciones de tenis de una joven actriz, fiestas de té en un club de damiselas, la venta de artículos usados más grande del mundo, jóvenes enamorados en la playa de Santa Mónica, sets de filmación… Eternizó, de hecho, a James Cagney cual psicótico Cody Jarrett, disparando un rifle para el film White Heat (1949). A una espléndida Elizabeth Taylor en plena danza de Ambiciones que matan (1951), en un plano donde hace entrada anónimamente la mano del coprotagonista Montgomery Clift (la mano derecha, para más precisiones). A Ronald Reagan (todavía actorcete de medio pelo, sin aspiración presidencial) con su co-star de Bedtime for Bonzo (1951): el chimpancé Bonzo, claro está. “Supuestamente el mono entendía unas 500 órdenes. Era bajito, como un nene pequeño, pero ¡qué agarre, por favor! Él me hablaba, yo le respondía. Era sumamente amigable”, contó sobre la peluda estrella en cuestión. Ojo, también le asignaron laburos de otra índole: el versus de Helen Gahagan Douglas y Richard Nixon en la carrera por el Senado de 1950, construcciones de autopistas, la boda de un marino pronto a ser despachado a Corea (al que Ida no solo le consiguió el cura: también sacó plata de la caja chica de Life para que tuviera lustroso anillo la novia), y así… Por motu proprio, se acercó a barrios de mexicano-estadounidenses e hizo buenas migas con la comunidad chicana, tan denostada, discriminada, que no solo le permitió a Wyman desenfundar la cámara: también la hizo partícipe de reuniones sociales, de salidas a clubes para escuchar música o bailar.

Ida con el legendario Arthur Fellig, aka Weegee
Entre 1947 y 1951, publicó más de 100 ensayos solo en Life. Pero, de regreso a NY, quedó embarazada, tuvo un hijo, luego una hija; dejó el laburo para dedicarse full time a ser mamá. “Era una buena madre, pero también era una buena fotógrafa”, explicó tiempo más tarde, al contar porqué reanudó el trabajo a comienzos de los 60s. Aunque, todo hay que decirlo, ya en otro plan: primero, para una empresa de laboratorios de Manhattan, para sus proyectos de investigación científica; luego, entre el 68 y el 83, como jefa de fotografía del departamento de patología del Colegio de Médicos y Cirujanos de la Universidad de Columbia, con fines pedagógicos. En el 83, después de pegarse flor de susto (un cáncer detectado a tiempo), decidió dejar Columbia y volver a su verdadera pasión…

Regresó a la fotografía independiente, retomó el hacer en diarios y revistas; no se le cayeron los anillos por, en sus precisas palabras, “empezar de nuevo”. Y lo logró. Pero en la década del 90, el cuerpo le empezó a pasar factura, y tuvo que darse a la jubilación. Empero, en paralelo, de poquito a poco, su trabajo comenzó a ser valorado en círculos artísticos, expuesto en galerías, adquirido por museos. Algo que, francamente, Ida jamás imaginó: “Cuando estaba haciendo esas fotos, nunca soñé que tendrían algún valor o interés extra. Como fotorreportera, lo único que querés es llegar al papel, que se imprima. Porque más trabajo hacés, más trabajo generás, más chances tenés de obtener nuevas asignaciones, de abrirte camino en más publicaciones. Ese era el crédito que buscaba, que ya significaba un mundo”.

Fairfax Avenue – 600 Block, Los Angeles, 1950
Chicago Alley, 1946


Joy on VJ Day, New York, August 15, 1945
Baron Leone, Los Angeles, 1949
Woman with Pet Birds, Los Angeles, 1949
Leaning on the Cow Gate, Bridgewater, Massachusetts, 1947


Newspaper Girl, New York City, 1945
Salty Pretzels, New York City, 1945
Spaghetti 25 Cents, New York, 1945
Florestine with Baby’s Cap, Los Angeles, 1950


Lalo Shaving, Los Angeles, 1950

Uncle Melekh Lights Up, New York City, 1945

Elizabeth Taylor, A Place in the Sun, 1950
James Cagney in White Heat, Los Angeles, 1949