Ni sol ni sombra

Por Cecilia Sorrentino
Miquel Barceló, Última corrida en la Monumental, 2011
Es marzo de 2006. La plaza de toros de Jerez de la Frontera parece una caja de sombreros olvidada en medio del ir y venir. En el espacio abierto que la rodea hay mesas armadas con tablones, fuegos encendidos en enormes braseros, y ollas y fuentes repletas de vaya a saber qué delicias.

Mi hija y yo no queremos perder la oportunidad de ver una corrida de toros. Tampoco estamos seguras de querer verla.

-¿Sol o sombra? -pregunta el hombre que atiende al otro lado de la ventanilla cuando le pido las entradas.
-¿Qué diferencia hay?
-Pues las de la sombra son más caras, claro.

Entiendo que será mejor el lado de la sombra y pido dos.

-No es aquí -responde.

Retrocedo unos pasos y, en la pared, como una corona sobre la ventanilla leo: “sol”. A mi izquierda, sobre otra ventanilla exactamente igual dice “sombra”. Comprendo, agradezco y camino hacia allí.

-Dos entradas, por favor.
-¿Dónde las quiere?

Algo no está funcionando, pienso.

-A la sombra, por favor.
-Ya, pero, ¿quiere usté dos…?

Este hombre enumera una serie de posibilidades sin ningún significado para mí.

-Ni muy arriba, ni muy abajo.
-Entonces dos tendíos. Tenga.

Junto a la entrada, mujeres de peinetón y mantilla nos regalan claveles.

-Para el matador –dicen, y me pregunto de nuevo si habrá sido buena idea venir. Igual seguimos adelante con los claveles en las manos. Por si acaso, advierto a mi hija que no sería oportuno ningún comentario en defensa de la vida animal. Encontramos un sitio en las gradas de cemento y pese a que estamos del lado de la sombra nos ponemos los lentes oscuros, para que no se note cuando cerremos los ojos.

La arena parece condensar toda la luz del mediodía.

Las gradas se llenan de grupos, parejas, familias. Visten igual que para ir a misa. Las mujeres, trajecito sastre. Los varones, saco y pantalón, con o sin corbata.

Delante de nosotras se acomoda una familia: abuela y abuelo jóvenes aún, hijos, nueras, yernos. El nene -de cinco o seis años- vestido de torero y su mamá con peinetón y mantilla. Conversan con un cura joven que acaba de llegar y está de pie un poco más abajo. Van y vienen, bromean, no terminan nunca de sentarse. De repente, suben el volumen como si sucediera algo extraordinario. El niño torero pasa frente a nosotras flameando de la mano de su padre y un momento después, está sobre los hombros de un hombre de pulóver celeste. Entonces, madre, cura, amigos, abuela y tíos gritan a la vez:

-¡Mira el niño, mira el niño! ¡Sácale, Paco, sácale la foto al niño!

Nosotras también miramos y resulta que, ahí nomás, a unos metros, con el niño sobre los hombros y posando para las interminables fotos de la familia, está Manuel Benítez.

-¡Manuel Benítez!
-¿El de pulóver celeste? ¿Cómo sabés que se llama Manuel Benítez?

No llego a responderle a mi hija porque en mi cabeza insiste otra pregunta: ¿cómo puede ser? Cómo puede ser que Manuel Benítez esté aquí. Justo en el mismo tendío que nosotras. Tan grande que es la plaza. Y con todo el pueblo adentro. ¿Será posible que Manuel Benítez, “el Cordobés”, el único torero que yo podría reconocer, el torero que mi abuelo soñaba llegar a ver algún día…? ¡Mira qué porte!, me decía señalando la foto del diario.

Semejante encuentro.

Recién ahora.

Parece el último episodio de una historia en la que mi abuelo sigue vivo. Sin embargo, solo existe en mi memoria. Y apenas, mientras yo lo recuerde.

Arriba, del lado del sol, la banda comienza un pasodoble. El director mueve los brazos, las manos, la cabeza, pero lo hace de espaldas a sus músicos. Será divertido verlo, después, leer las vicisitudes de la lidia como única partitura.

Por la arena avanza el desfile de caballos vestidos, banderilleros, trajes de luces.

Y los toros.

Nos habíamos preparado para cerrar los ojos pero no resultó. Lo peor no es verlos morir. Lo peor es escucharlos.

Aún sin mirar se ve acertar la estocada en la carne, agotarse la furia respirando quejidos y derribarse en la arena todo el peso de la vida.

Tuvimos que irnos.

En nuestra huída pensaba qué hubiera pasado si, al final de la corrida, un matador descubría la belleza de mi hija y le arrojaba su trofeo: el par de orejas. Qué, si incapaces de agradecer, soltábamos ese grito de espanto que aún nos apretaba la garganta.

Ni con la alegría andaluza y el recuerdo de mi abuelo, ni con el mismísimo Manuel Benítez a unos pasos, esa fiesta podría haber sido también la nuestra.