Escribo por espasmos. Respiraciones breves.
Palabras que se filtran por entre la maquinaria del día.
Ni guardias, ni noches en vela, ni el fusil
que empieza soñando revolución y termina peleando sobrevida. Escribo entre las
migajas de una guerrita pobre: escaramuzas de la neurosis, del trabajo
omnipresente, de palabras pensadas para otros y para el sustento diario; de los
platos por lavar después de la cena y los cuadernos del hijo a revisar, y la
ropa húmeda por colgar. Y el celular y
su tiranía sin horarios, y las terapias donde las parejas invertimos
tiempo en decirnos algo que alguna vez fue amor. Y el tiempo, un tic-tac que no
cesa y se escurre de las manos, entre actividades dudosamente fructíferas pero
que empeñosamente hay que hacer; arenas que se esfuman a expensas del tránsito
en una ciudad intransitable. Y los trámites online falsamente eficaces, y más
trámites y pagos, y visitas a médicos que, cada cual concentrado en su área,
intentan reparar lo que la picadora de carne destroza tan callada y
metódicamente. Y un poquito de verde –respire, respire- y alguna gimnasia
–elongue, elongue- y algo de sexo porque es sano, porque es lo que se debe,
porque la picadora debe seguir funcionando y hay que estar más o menos enteros
y más o menos flexibles, para fichar en una vida que se volvió empresa, y una
felicidad que es cartelito de neón. Esto que nosotros llamamos vida: algo que
jamás hubieran soñado aquellos que hicieron ese siglo terrible, el del asalto a
los cielos.
Escribo por espasmos. Sin fusil, lamiéndome
las heridas invisibles de la invisible guerra cotidiana.
Él también, agazapado en el monte de los
huidos, escribiría de a respiraciones breves. Palabras esculpidas en la vida
clandestina: tiempo arañado a la muerte,
recovecos ganados al bosque; tinta y papel con olor a rincones de casas
prestadas, al heno de algún pajar.
El suyo era un diario de guerra. No escribía -no
solo- contra el franquismo; escribía contra su propia historia. Contra el hollín
de la mina de carbón, contra los cuerpos embrutecidos por el trabajo, contra el
alcohol como único horizonte. Al bable
de los villorrios asturianos -la lengua que lo habrá acunado, la primera que
habrá pronunciado- le oponía palabras elegidas con cuidado, frases esmeradamente
cultas (toda una vida me llevaría, a mí, entender la exasperante parsimonia de
mi abuelo al hablar; toda una vida le llevó, a él, la construcción de un
lenguaje que cruzara la frontera de su origen obrero).
Para quién escribe -es la pregunta- quien
escribe un diario.
¿Para quién escribía mi abuelo, Marcelino Fernández Villanueva, alias el Gafas, revolucionario
del 34, combatiente de la Guerra Civil española, guerrillero antifranquista?
Leo fragmentos de sus diarios de guerra desde la extraña trinchera de un siglo
agotado. Leo las palabras de un extraño, encaramada a una vida diametralmente
opuesta a todo lo que encendía los corazones en la España de los años 30. Me sé
sangre de su sangre, fruto de buena parte de sus palabras. Y apenas puedo dar
testimonio del enigma de su voz, intuir las
contradicciones que arrasaron su vida. Sus batallas: esas que alguna vez latieron
al unísono de una época capaz de una intensidad -también una tragedia- que, hoy
por hoy, me enceguece.