New York, New York

Por Marcela Robbio

Charles Sheeler
Soy adicta a New York, es así nomás, lo confieso sin rodeos.

No fue la serie Sex and the City, que me entretuvo, y mucho; ni King Kong subido al Empire State con la bella Ann entre sus grandes manos; ni la voz de Sinatra invitándome a que me pierda en su corazón, el corazón de New York, al que Liza le cantó primero, antes de que Frank se la apropiara para siempre.

París me enamoró; Praga me cautivó; Londres me aturdió; y así podría seguir recorriendo los sentimientos que me provocaron las muchas y tan diferentes ciudades que fui conociendo. Pero New York es la que me imanta a full. No todos los caminos conducen a Roma.

Dorothy Parker, Truman Capote, James Baldwin, J.D. Salinger, Susan Sontag, Paul Auster, Angela Davis, Malcolm X, se respiran en New York, se los huele entre majestuosos edificios, callecitas perdidas, carteles de neón nunca apagados que enceguecen incluso en pleno día y con un sol radiante que les compite en brillo.

New York es única y disfrutable en extremo, mucho más si se tiene dinero. Algunos de sus habitantes podrán ser muy frívolos, ultramillonarios de lo más extravagantes: a tal punto que para ellos Tiffany lanzó una línea de collares y correas para perritos consentidos.

Charles Sheeler
En New York también se puede ser intelectual liberal, de izquierda, vivir en Brooklyn o Queens sin culpa. Manhattan es carísima y los progres no combinan con el Upper West o East Side… Too much! Pero todos pueden caminar por la High Line hasta el Whitney Museum y embriagarse con las vistas desde sus terrazas, siempre que Edward Hopper nos suelte…

Recorrer el Met y volver al mismo lugar de partida pensando que el camino tomado era el correcto, del Antiguo Egipto a Frank Lloyd Wright, de Frank a Camp: Notes on Fashion, muestra recién inaugurada, maravilloso homenaje a Susan Sontag.  

En lo posible, nunca dejar de visitar el MoMA, el Guggenheim, el Museo Judío, el de la Ciudad… Para más info, explorar en internet.

Georgia O'Keeffe, noche en NY
En New York hay que aventurarse, vagabundear, dejarse sorprender, despojarse de los prejuicios. Y así encontrarnos con conocidos artistas en sus calles y en el metro.

A mí me gusta comer falafel en Café Mogador en el East Village, los cannoli de Caffé Reggio, los sándwiches de Eli Zabar, dormir la siesta sobre un banco en el Central Park, las vidrieras de Macy’s en navidad. Y no me incomodan los inviernos de 23 grados bajo cero ni los veranos de sensación térmica de 44 grados.

Visitar una y otra vez el Flatiron Building solo porque es el preferido de Pulguita, mi hermana.

Nunca falta alguien muy mal intencionado que sarcásticamente se asombra de que un corazón tan rojo como el mío pueda amar casi incondicionalmente a una ciudad tan referente de “¡EL IMPERIO!”. Yo sonrío con malicia mientras recuerdo que, hace ya varios años, estando en La Habana, Cuba, en la piscina del Hotel Riviera, muy años 50, muy Ava Gardner, muy Hemingway, un guardavidas me protegía de un posible ahogamiento, también él muy de peli de aquellos años, bello y deseable. Al escucharme hablar en el inconfundible idioma argentino, el tipo me mira y me pregunta si puede contarme una anécdota del Che. Imposible negarme. Comienza el relato, la sonrisa del Che se dibuja en su boca: “El Che se encontraba fumando cigarrillos yanquis, Chesterfield, se le acerca un periodista y le pregunta: ‘¡Comandante! ¡Está usted fumando cigarrillos americanos!’ El Che agranda su sonrisa, se vuele aún más hermoso y le contesta: ‘¡Compañero! Disfruto viendo como el Imperialismo se hace humo entre mis dedos’”.

Morí de amor.

Un corazón rojo siempre responde con fulgurante inteligencia a preguntas mediocres.

Piet Mondrian, New York City