Böll Cottage, Achill Island |
Hay lecturas que evocan lecturas. Páginas que se
acercan a otras, y conversan entre ellas. Momentos en que nuestra biografía de
lectores regresa a sitios frecuentados y queridos, y se renuevan las
revelaciones.
La larga y
dolorosa muerte, de Claire Keegan
-el primero de los relatos de Recorre
los campos azules- cuenta dos días en la vida de una mujer escritora que, cuando
cumple 39 años, llega a un sitio de retiro para artistas de la isla de Achill,
en el oeste de Irlanda. Durante dos semanas tendrá a su disposición la casa que
fuera de Heinrich Böll. Un “cuarto propio” para dedicarse a escribir.
En 1928 Virginia Woolf les dijo a las mujeres: “Es
preciso tener quinientas libras al año y una habitación con cerradura en la
puerta si quieren escribir novelas o versos”. Lo hizo en una conferencia en
Cambridge, lo dejó escrito en su ensayo Un
cuarto propio.
Ochenta años después, la protagonista del cuento de
Keegan parece hallarse en inmejorables condiciones: es una mujer independiente,
viaja sola, conduce su auto y acredita méritos profesionales como para que se
le otorguen dos semanas en la Heinrich Böll House. Los tiempos han cambiado, ya
nadie le diría lo que un poeta a Charlotte Brontë: “La literatura no puede ni
debe ser la ocupación de la vida de una mujer”.
El cuento de Keegan y el ensayo de Woolf se
adentran en la experiencia de la creación. En la variedad de instancias y
detalles que confluyen para la realización de una obra. En la presencia de la
lectura en la escritura. En el peligro de las interrupciones. En la pregunta
por el estado mental propicio para crear. En el peso que sobre la sensibilidad
del artista ejercen la indiferencia y la crítica adversa. Y en la singularidad
de esa experiencia cuando quien la protagoniza es una mujer: una mujer
escritora.
El cuento comienza con la mujer en viaje. “Eran las
tres en punto de la mañana cuando finalmente ella cruzó el puente hacia
Achill”.
Cierta inquietud roza los primeros párrafos. Quizás
por la oscuridad de la noche. O porque el camino está sin señalizar. O por la
aparición de un zorro que, aunque aterrado por las luces del auto, está
demasiado cerca de las ovejas. O tal vez porque algo aún nos inquieta cuando
una mujer viaja sola.
La alarma crece luego del arribo a la Böll House: suena
el teléfono de la casa, pero el hombre que llama está allí, al otro lado de la
puerta. Y sigue creciendo unas horas después, cuando ella toma sol en la caleta
-se había quitado la ropa para nadar- y presiente que la espían desde el
acantilado.
Tal como sucede con la experiencia de la creación, el
devenir de este viaje se presiente incierto.
Sin embargo, la mujer había resuelto las primeras
situaciones. En la bifurcación del camino sin señales, dobla hacia el norte y
acierta con el que lleva a la Böll House. Luego acierta también con la llave de
la puerta principal de la casa entre todas las que hay en el llavero.
Es posible que ella ya hubiera estado allí en otra
oportunidad. De hecho, piensa que algunas cosas de la casa han sido cambiadas
de lugar. Sin embargo, la mujer no está considerando lo que sabe o recuerda. Resuelve
intuitivamente cada vez, articulando aciertos y ocurrencias súbitas. Acertará
una vez más cuando vea el pelo húmedo del profesor alemán: era él quien la
espiaba desde el acantilado.
Probablemente el viaje, sus rituales y el alejamiento
de lo habitual, han favorecido esos procesos de pensamiento. Como dice Virginia
Woolf en otro de sus ensayos (Merodeo
callejero: una aventura londinense), salir de casa abre la posibilidad de
extrañarse de lo habitual y “dejar de estar atado a una sola mente” porque “cuando la puerta se cierra
detrás de nosotros (…) toda esa especie de caparazón que nuestra alma ha
segregado para cobijarse, para hacer por sí misma una forma que la distinga de
las otras, se rompe, y de todas esas arrugas y rugosidades queda una ostra
central de percepción, un enorme ojo”.
Un enorme ojo: la mirada extrañada del artista.
En Un cuarto
propio, Virginia recomienda a las mujeres escritoras “haraganear y viajar,
soñar sobre los libros, demorarse en las esquinas y dejar que la línea del
pensamiento se sumerja hondo en el río”. Porque “es en nuestros ocios y en
nuestros sueños, que la verdad oculta suele emerger”.
En el cuento de Keegan, la mirada extrañada de la
mujer “ve escenas” (una gallina “imprudente”, la belleza de las fucsias, la
forma de las nubes sobre las colinas), a la vez que se ensimisma hacia imágenes
de la memoria, de su historia personal, del sueño. “Dio una voltereta sobre la
espalda y nadó alejándose de la costa. Eso, se dijo, era lo que debería estar
haciendo, en ese momento, con su vida”.
Virginia Woolf pensaba que era esa capacidad suya
de “ver” escenas, la que la convertía en escritora. Merodear en su búsqueda,
sumergirse en la memoria y leer, son el oxígeno que respira la creación.
Como Woolf, como Keegan, la mujer del cuento ama a
Chejov. Ahora lee uno de sus últimos relatos: La novia. Admira el comienzo del cuento (¡tan parecido al de este otro!)
y avanza, junto con la lectura, hacia ella misma y su propia historia. Recuerda
cómo había sido en otro momento de su vida. Recuerda “cuando dejó de amar a un hombre
que le había dicho que quería que ella viviese con él”.
Más adelante, esas imágenes de la lectura atrapadas
en las redes de su historia personal se abrirán paso hasta confluir en la ficción.
La mujer lleva consigo una libreta de anotaciones;
papeles en los que apuntó ideas, frases. Después sabremos que al menos por esta
vez, los dejará de lado. Sin embargo esos objetos, sus lápices, la libreta, no
perderán su función ritual: cuando repase el escritorio y los acomode allí
sentirá el imperioso deseo de escribir. “Sintió avidez por leer y trabajar.
Sintió que podía estar sentada por días, leyendo y trabajando, sin ver a nadie”.
Y es precisamente entonces, cuando el deseo de
escribir está a punto de impulsarla, que sucede la interrupción: “Pensaba en su
trabajo y en cómo comenzaría exactamente, cuando sonó el teléfono de la casa”.
A propósito de las interrupciones dice Woolf en Un cuarto propio: “Escribir (…) es casi
siempre una proeza de prodigiosa dificultad. Todo atenta contra la posibilidad
de que la obra surja completa en la mente del escritor. Por lo general, las
circunstancias materiales están en contra. Los perros ladran; la gente
interrumpe; hay que conseguir dinero; la salud flaquea. Además, acentuando
todas esas dificultades y tornándolas más insoportables, está la palpable
indiferencia de la sociedad. El mundo no pide a las personas que escriban
novelas, poemas e historias; no precisa de ellos”.
La mujer podría no atender el teléfono. Junto a la
cerca de la casa hay un cartel –en el que ella reparará tarde- que protege la
privacidad de los artistas. Ahora pretende eludir la interrupción postergándola
y, al hacerlo, solo consigue someterse aún más.
Quien interrumpe es un profesor alemán que, según
dice, quiere conocer la casa de Böll. ¿Quizás ella accede porque entrevé la
posibilidad de una aventura? Es posible. Pero, si hacemos foco en la
experiencia de la creación, ¿qué hace allí el profesor alemán? ¿Es la
“realidad” que golpea la puerta e irrumpe como algo siniestro? ¿Es la distracción
del artista? ¿La tensión entre el deseo de encarar la creación y el de evadir
el desafío? ¿Es el vacío de la página en blanco? ¿El juicio crítico y la
descalificación? ¿Los dogmas de la academia? ¿Una desvalorización del género?
Quizás al profesor lo mueve la envidia por la
escritura a la que, según dice, ya no tiene tiempo de dedicarse. El hecho es
que con su sola presencia al otro lado de la puerta, logra que la mujer se sienta
en falta: “Se sintió avergonzada por saber poco sobre Heinrich Böll”.
Ya en la casa, él parece menos atento a recorrerla
que a fiscalizar si la mujer está trabajando. Como si tuviera motivos para
sospechar que ella no es disciplinada, que pierde el tiempo. Acaso cree que aquello
imprescindible para la creación –la disciplina- es también suficiente, o lo
único necesario. Le pregunta: “¿Está usted trabajando?” (Una ya imagina que
podría seguir: ¿o anda por ahí distraída con gallinas, baños de mar, paseos en bicicleta…?).
Resulta inevitable preguntarse si el hombre se habrá
presentado en la casa otras veces, si se dedica a “fiscalizar” a todos los
huéspedes, o si lo hace ahora, porque el huésped es una mujer.
De hecho, cuando al fin expresa su protesta, el
profesor alemán pone en cuestión los méritos de ella para residir en la Böll
House, porque “perdió” el tiempo haciendo una torta de chocolate y tomando sol
desnuda luego de un baño de mar.
La pérdida de tiempo lo irrita a tal punto que ella
se pregunta si padecerá una enfermedad terminal. Se fija en la palidez de su
cara. A él lo enfurece pensar que, habiendo tantos interesados, el concejo
decidiera concederle estas dos semanas de retiro a ella. La mujer responde con
un coqueteo a la espera de un cumplido: “Se la deben dar a los postulantes de
buen aspecto entonces”. Y él aprovecha la ocasión para despreciarla: “¿Le
parece? –dijo, frunciendo el entrecejo y mirándola a la cara. La examinó
detenidamente y luego meneó la cabeza-. No –dijo. Debería haber visto a mi
mujer. Mi mujer era hermosa”.
Crece la tensión, ella quiere que el hombre se vaya
y finalmente él lo hace; indignado y vociferando en alemán.
“Qué hombre horrible e infeliz”, pensó mientras
cerraba la puerta con el pestillo. “¿Acaso estaba loco? Y pensar en todo el
trabajo que se había tomado para… Miró la torta y tuvo ganas de tirársela por
la ventana”.
¿Podrá escribir ahora? ¿Lo hará desde el enojo?
Desde Un
cuarto propio Virginia le recordaría que si pretende escribir “todo deseo
de protestar, de predicar, de proferir una injuria, de desquitarnos, de hacer
al mundo testigo de alguna brutalidad o agravio ha de ser desestimado y
consumido”. Lo que se escribe con ese ánimo está destinado a morir en la mente
del lector. Más adelante se pregunta, “¿cuál es el estado mental más propicio
para la creación?”. Y responde que para desencadenar “el prodigioso esfuerzo de
gestar en forma íntegra la obra que está en él, la mente del artista debe estar
en incandescencia (…) No debe haber obstáculos en ella, ninguna materia sin
consumir (…) El escritor debe recostarse y dejar que la mente celebre su boda
en la oscuridad. No tiene que mirar ni preguntar lo que está ocurriendo. Tiene
más bien que arrancar los pétalos de una rosa o fijarse en los cisnes que
navegan serenamente río abajo”.
Es lo que hará la mujer.
Claire Keegan |
Respira. Echa turba al fuego. Intenta pensar en
otra cosa. Toma una copa de vino aunque sin ganas. Lee lo primero que encuentra
en un diario; la nota resulta -¿casualmente?- un caprichoso reflejo de su
historia, de los hombres que le habían propuesto casamiento, de aquel que decía
lo contrario de lo que sentía y que, igual que tantos granjeros irlandeses, no
le dejaría su tierra a una mujer: ella. Ella, que esa noche había esperado un
cumplido del profesor alemán.
Intenta dormir pero no puede; se levanta y prepara
café. Anda por la casa, se detiene en la ventana, en el océano y las colinas al
otro lado. En el escritorio: allí está su flamante anotador, los papeles, su
lapicera.
Al fin, toma la pluma y la apoya sobre la página. Comienza
escribiendo a mano alzada. Evocaciones, escenas del día; la gallina, el baño de
mar, las piedras blancas. Piensa, recuerda, y escribe sin detenerse. “Pensó en
el alemán sobre el acantilado… en la glotonería con la que comió su torta… en
su carácter”. ¿Estaría enfermo?
Piensa también en la desenfadada heroína de Chejov.
Imagina la vida que con el profesor alemán debió haber llevado su esposa.
Ahora sabe que escribirá acerca de un hombre y una
mujer. La soledad humana. Una hombre enfermo, un testamento. El nombre de la
enfermedad: cáncer.
Después, el esbozo del cuento: lugar, tiempo, clima
y deseo.
Ahora la escritura del cuento avanza incontenible: “para
entonces, su personaje principal había perdido el apetito y ella presentaba a
su familia y redactaba el borrador de su testamento”.
Ya con la luz del nuevo día, la mujer va hacia la
heladera en busca de una porción de torta, se despereza, está cansada de
trabajar y también deseosa de seguir adelante. Terminará su cuento. Será: La larga y dolorosa muerte.