Primera edición de Al faro, 1927 Ilustración de tapa: Vanessa Bell |
Una nueva forma de escritura
“Prescinde
de los telones, ya que los telones están hechos con nuestro propio tejido, y
fíjate en la cosa en sí misma, que nada tiene en común con un telón”, escribe
Virginia Woolf en su diario, de regreso de una de las caminatas que realizaba
diariamente. Se refiere a la razón por la que realizaba esas caminatas pero
también, y ante todo, a su escritura.
Virginia
sabe que la mirada opaca la realidad de las cosas con sus propios telones y se
propone escribir para rasgarlos; para hacerlos visibles. Entonces siente la
urgencia de crear una nueva forma de escritura que cuente precisamente miradas
-impresiones de la conciencia- en vez de contar hechos. Una escritura que logre
revelar el modo como suceden las cosas en la mente.
Dice
en su ensayo La Narrativa Moderna: “Examinemos
una mente corriente en un día corriente. La mente recibe un sinfín de
impresiones: triviales, fantásticas, evanescentes o grabadas con afilado acero”.
Y
luego: “La vida no es una serie de lámparas de calesa dispuestas
simétricamente; la vida es un halo luminoso, una envoltura semitransparente que
nos recubre desde el principio de la conciencia hasta el final. ¿No es el
cometido del novelista transmitir este espíritu cambiante, desconocido e
ilimitado?”
Sí.
Y es por eso que sujetar la escritura a las exigencias de trama, género o
argumento no hace más que alejarla de la vida.
Poco
antes de terminar el primer manuscrito de Al
faro, Virginia reflexiona en su
diario: “Ha quedado demostrado, a mi juicio, que lo que tengo que decir debe
decirse de esta forma. Como de costumbre, surgen en gran variedad historias
colaterales mientras desarrollo la principal; un libro de personajes; y la
hilera formada por ellos sale a veces de una frase sencilla…”.
Así,
la lectura de esta novela requiere que nos dejemos llevar por un narrador en
tercera persona, cuya voz está permanentemente atravesada, interrumpida, por la
diversidad de otras voces. Voces íntimas. Voces sucesivas y superpuestas que nos
permiten oír los deseos, los temores y también las excusas que se dicen los
personajes cuando callan.
Cómo fue escrita Al Faro
En
febrero de 1926, mientras escribe Al
Faro, Virginia apunta en su diario: “Mi novela me agita como una antigua
bandera. (…) Vivo totalmente en el libro, solo salgo a la superficie de una
forma un tanto oscura, y a menudo no sé qué decir cuando paseamos por la plaza,
lo cual me consta es malo. Aunque quizá sea un buen síntoma en cuanto hace
referencia al libro”.
Escribió
esta novela muy de prisa, de manera “torrencial”. Cuenta que las ideas surgían
en su mente como burbujas; y que, durante las caminatas, sus labios parecían crear
frases por su cuenta, involuntariamente.
En
mayo ya tenía listo el esbozo de la segunda parte: “por lo que cabe la
posibilidad de que lo tenga escrito de nuevo, en su integridad, a fines de
julio. Un récord: siete meses, si lo consigo”.
En
septiembre, Virginia vivía “un verano dominado por la sensación de estar
inmersa en un ilimitado aire cálido y puro, un agosto como no había visto en
muchos años, bicicleta, no hacer el trabajo según planes trazados de antemano,
pero aprovechar el aire para ir al río o a las colinas. El final de la novela
ya se vislumbra fácilmente, pero, por misteriosas razones no me acerco a él”.
Esas
“misteriosas razones” tenían que ver, probablemente, con el estado de ánimo de
creciente angustia que se apoderaba de ella al finalizar cada obra. Aunque esta
vez Virginia supo preservarse iniciando la escritura de dos nuevos proyectos.
Anotó en su diario que después de un libro cuya forma le había exigido un
trabajo tan minucioso -una obra tan experimental y tan poética como Al faro- sentía deseos de “soltarse el
pelo y correr”. Fue así como decidió escribir Un cuarto propio y Orlando.
Para
los primeros días de enero de 1927 había concluido su trabajo y se sentía liberada.
El
23 de enero su esposo Leonard terminó de leer el manuscrito: es una obra
maestra, dijo.
Aunque
Virginia era conciente de haber escrito un libro “duro y musculoso” que iba a
recibir críticas desfavorables (a su amigo Roger Fry no le gustó Pasa el tiempo, la segunda parte de la
novela), la opinión de Leonard la sostuvo, mientras comenzaban a llegar los
primeros comentarios.
Envió
un ejemplar a su hermana, que por entonces pasaba una temporada en Cassis, al
sur de Francia, y aguardó ansiosa su opinión. Al fin llegó carta de Vanesa.
“Vanesa
está entusiasmada: un espectáculo sublime, casi estremecedor. Dice que es un
pasmoso retrato de mamá; que soy una retratista suprema; que ha vivido dentro
del libro”.
Poco
después de la publicación, llegaron también cartas entusiastas de los lectores.
La crítica, por su parte, consideró que se trataba de su mejor obra.
Durante
ese primer año se vendieron 3.873 ejemplares.
Entonces
los Woolf compraron su primer auto y gracias a él disfrutaron de largos paseos
por los campos de Sussex y de la visita a amigos en Charleston, Tilton… Un
verdadero lujo para la austeridad a la que estaban habituados.
Memoria y ficción
Virginia Woolf en Monk House Foto de autor desconocido |
La
lectura de las memorias de Virginia Woolf (Momentos
de Vida) revela que Al faro es
la ficción más íntimamente tramada con los recuerdos de su niñez.
“Es
la pura verdad que mi madre me obsesionó –a pesar de que murió cuando yo
contaba trece años- hasta que tuve cuarenta y cuatro. Entonces, un día,
mientras paseaba alrededor de Tavistock Square, concebí, tal como a veces
concibo mis libros, Al faro; de
manera torrencial y aparentemente involuntaria (…) Pero escribí el libro muy de
prisa y cuando estuvo escrito dejé de estar obsesionada por mi madre. Ya no
oigo su voz; ya no la veo. Creo que hice, en mi propio beneficio, lo que los
psicoanalistas hacen en beneficio de sus pacientes”.
Tanto
los golpes, como los momentos del “más puro éxtasis que se pueda concebir” –el
pulso de la vida que late bajo “el algodón en rama” de lo cotidiano y que
Virginia quiere hacer real con su escritura- habitan la memoria de aquella casa
de St. Ives en la que pasó los veranos de su infancia.
A
la edad en que escribe sus memorias –cincuenta y siete años- Virginia confiesa
que ya no vive los golpes de la vida solo como golpes sino como libros. Que el
golpe es la muestra de la existencia de algo real detrás de las apariencias: “Y
yo lo hago real al expresarlo en palabras”, dice.
“Si
la vida tiene una base sobre la que sostenerse de pie, si es un cuenco que se
llena y llena y llena, en este caso mi cuenco, sin la menor duda, se apoya en
este recuerdo. Es el recuerdo de estar en la cama, medio dormida, medio
despierta, en el cuarto de los niños de St. Ives. Y es oír olas al romper, una,
dos, una dos, y enviando el agua a la playa; y después, rompiendo, una, dos,
una, dos, detrás de una persiana amarilla. Es oír cómo la persiana arrastraba
por el suelo la pequeña pieza en forma de bellota, al extremo del cordón,
cuando el viento impulsaba la persiana hacia fuera. Es estar acostada y oír el
agua, y ver esa luz, y sentir, es casi imposible que yo esté aquí; sentir el
más puro éxtasis que se pueda concebir”.
Leslie
y Julia Stephen (sus padres) habían alquilado Talland House poco antes del
nacimiento de Virginia. La familia pasaría allí sus veranos hasta la muerte de
Julia en 1895.
Aquella
casa se llenaba de invitados que compartían cenas, poesía, paseos y partidas de
críquet: Meredith, Henry James, entre otros; así como un buen número de
personajes más oscuros que aún tenían que hacerse un nombre.
En
uno de aquellos personajes, Mr. Wolstenholme -a quien los niños llamaban “el
lanudo”, que se había casado desastrosamente y permanecía en Talland House para
escapar de su mujer-, se inspiró Virginia para crear el personaje de Mr.
Carmichel, el poeta que rehúye las atenciones de Mrs. Ramsay y que está a punto
de arruinar la cena cuando pide un segundo plato de sopa.
Desde
la parte alta de la bahía, la casa abría sus jardines a la visión del mar y,
más allá, al faro. Para los cuatro hermanos Stephen (“nosotros cuatro”), el
recuerdo de St. Ives hacía que durante el invierno, y a pesar de la diversión
que les deparaban los jardines de Kensington, Londres resultara un pobre lugar.
Talland House era para ellos un edén, la única tierra real.
***
Al Faro es la
historia de una mujer y la de un cuadro.
Es
un retrato, y no lo es, al menos no al modo tradicional en que retrata la
literatura. Es una pintura de la sociedad victoriana y una sucesión minuciosa
de detalles en los que, increíblemente, aún podemos reconocernos.
Al faro cuenta el deseo en la espera
ansiosa de un niño, en la voluntad y la memoria de una mujer -un “ángel de la
casa”-, en la visión de una pintora, en los devaneos de un filósofo egocéntrico
y desencantado.
Es
el relato del tiempo, implacable. Como si fuera posible contar “el tiempo que
pasa” sin el ser humano, sin su percepción ni su memoria: tal como Virginia lo
hace en esa extraordinaria segunda parte de la novela, en la que nos deja solos
en la casa deshabitada.
Al Faro es el estallido, en
innumerables experiencias, de la expresión “al” de su título. La diversidad de
vivencias de la distancia. De esas vivencias que van de un momento al otro, de
un sitio al otro. Entre el ansia y el mundo, el pensamiento y la realidad de
las cosas, el presente y el pasado, las convenciones y la libertad. La vida y
la muerte.