Todo empezó
en el sonajero. Me cobijaba como el ruido de las puertas y el crujido del
mimbre. Desde la cuna, yo navegaba en los sonidos y su mar de ondulaciones,
porque antes de mirar al mundo me puse a oírlo conducida por el sorbo de las
cañerías y los resumideros atragantados. El cencerro de la vaca que venía cada
siesta a la puerta de mi casa me rodeaba de un caliente resplandor; esa casa de
la calle Monteagudo, de número 82, donde el misterio zumbaba en sus patios y
sus resonantes baldosas. Cuando la vaca llegaba con su cencerro, un dulce olor
a mamadera impregnaba la siesta. A esa hora yo estaba en los brazos de mi
madre, mi madre en los brazos de la hamaca y el mundo entero hamacado por el
balanceo de la vaca y su cencerro. En esas siestas la vaca era diosa de las
calles provincianas, madre de los tambos y amparo de los chicos a biberón.
Así, con tan tierna gracia, rememoraba su
primerísimo principio la enorme Leda Valladares en Autopresentación, breve autobiografía de 1977. Nacida en Tucumán en
1919, hija de una ama de casa y de un escribano, músico y poeta, devino la
artista pináculo de nuestra cultura popular, amén de un imprescindible hacer
como poeta, compositora autodidacta, musicóloga, cantora, recopiladora e
investigadora de folklore argentino.
Estudió filosofía y ciencias de la educación en la
Universidad Nacional de Tucumán, alternando además clases de clarinete, canto
de blues, participación en un cuarteto femenino de música renacentista… “Llegué
a las humanidades buscando calmar un hervidero de vida, poesía y música.
Sujetar esos torrentes y ordenarlos era mi necesidad inmediata”, advertiría en
cierta ocasión. Fue una de las fundadoras de F.I.J.O.S. (Folclóricos, Intuitivos,
Jazzísticos, Originales y Surrealistas), grupo con autoproclamado espíritu gozoso,
lúdico. Y cuando recién pisaba la veintena de edad, la subyugó amorosamente la
baguala, cuando una noche salteña la despertaron unas bagualeras que montaban a
caballo en dirección al carnaval. “Supe entonces que un yacimiento de
metafísica en bruto se levantaba en esas voces de los Valles Calchaquíes...”,
diría más tarde sobre el contundente flechazo. Diría además: “Revuelvo los
Valles Calchaquíes para oír sus gargantas abismales. Desciendo más y más a su
enigma y comprendo que es música de otras regiones del ser, aún secretas, por
arcaicas sumergidas… Las grandes academias de canto están en los Valles
Calchaquíes. Otra medida de la expresión. Otra captación sagrada de la voz y el
universo”.
Quiso recuperar semejante regalo de la tierra, y sí
que lo hizo. No solo se zambulló al canto con caja: apenas munida con un modesto
grabadorcito, también fue recogiendo el folclore desde Ecuador hasta Santiago
del Estero. “Y así, con mucha paciencia, fui reconstruyendo el mapa musical del
país, y arrancando esos cantos de callejones, ranchos, valles, quebradas o
corrales. Lugares donde la gente se reunía o pastores en su soledad, en medio
del valle”, contaba Valladares sobre una experiencia trashumante que duró seis
décadas, auténtica obra de una vida, y que decantó en el monumental Mapa Musical Argentino, ocho discos
documentales editados por el sello Melopea. Discos que testimonian músicas con
“un vigor tan salvaje que a nosotros, seres desvalidos frente a la naturaleza,
nos resulta casi agresivo. Un nudismo de alma desgarrada que nos arrasa (…) Un
arte sin ornamentos, con solo lo necesario para que el volcán haga la más libre
de las erupciones. Un canto orgánico, en el que sólo interviene la voz con
todas sus posibilidades: del alarido al susurro, del quejido al falsete”.
A comienzos de los 50s, formó el dúo Leda y María
junto a María Elena Walsh, dupla que abrazó carnavalitos, vidalas, bagualas,
también canciones propias. “Se instalaron en París, dieron conciertos y
grabaron discos. A esos shows iban artistas como Jacques Brel, Pablo Picasso y
Charles Chaplin. Al regresar a Argentina, realizaron giras y grabaron varios
discos, entre ellos el recordado Canciones del tiempo de María Castaña”,
anota un enjundioso artículo del diario Clarín, publicado tras su muerte, en
2012, a los 92 años. Artículo que suma cómo, en los 70s, “cuando los cruces no
eran frecuentes, Leda tendió un puente entre el folclore y el rock. Fue una
pieza fundamental de De Ushuaia a La Quiaca de León Gieco.
Años después, se encontró con Pedro Aznar, Fito Páez y Gustavo Cerati para
recrear canciones de canto con caja”.
Por lo demás, giró incansablemente,
conmovedoramente por las Américas y Europa, difundiendo nuestros sonidos
arcaicos, también composiciones propias. Por caso, las de discos como Igual
rumbo, Grito en el cielo I y II y América
en cueros, algunos de sus LPs encumbrados. También fue docente, y directora
del Fondo Nacional de las Artes, y miembro honoraria de la Unesco y de la
Sociedad Argentina de Escritores. Compuso canciones infantiles, música para
obras de teatro y ciclos televisivos; escribió libros de poemas, entre otras
bondades.
La poesía, contaba Leda, le subió a los 20 años “como
un estallido verbal”: “Sentí la urgencia de escribir lo inconversable, las
taquicardias y oquedades de la vida. En realidad quería sacarme la congestión
de existir, pero la poesía escrita no saca nada, no libera, sino que aguza y
uno puede estar escribiendo años con los mismos síntomas, con las mismas
opulencias y carencias. El ser siempre insiste en agravarse”.
Según la reconocida Lucía Piossek Prebisch, profesora emérita de la UNT, “quizá
la Leda más esencial sea la que compone su propia música y escribe poesía con
una modalidad estética a la que ella misma llamó estética del vacío. Estética del rigor, perfeccionista,
intransigente; de la autenticidad personal y del respeto pasmado ante la
inmensidad enigmática del mundo y de los seres humanos, estética ya
prefigurada, o mejor dicho, ya nacida y entera en su primer libro de
poemas, Se llaman llanto o abismo, publicado cuando apenas era
estudiante en nuestra Universidad de Tucumán”.
En fin, mucho puede escribirse sobre Leda
Valladares, pero tanto mejor cederle la palabra. Porque en tercera persona, así
se presentaba a sí misma y presentaba a sus entrañables mutapetes con un texto
para la primera edición de –precisamente- Mutapetes,
de 1963, donde estos “arranques de una lapicera”, como dispone para sus
microrrelatos ilustrados, encuentran encantadora descripción. A saber…
Altamente
inspectora introduce su alma en las brujerías de la belleza, y en castigo,
queda hechizada para siempre.
Ya
predispuesta a ciertas gravedades un día de esos contrae el virus de la poesía
que la sumerge en el mundo del amor y de la nada. En esos estratos pesca a
lápiz algunos poemas, únicos trofeos perdurables entre llantos y suspiros.
No
suficientemente escarmentada pone su oído a la música del hombre y entra a las
aldeas de América, a los ritmos y cantos de la tierra. La belleza cantante y
sonante la tiraniza hasta el punto de hacerla cantonar, portadora de canciones
impregnadas de pueblo.
Yendo de acá
para allá entre América y Europa se trastorna de mapamundi pero al fin
solamente la marca lo misteriosamente humano.
Con el correr
de los sustos un día sale muy de madrugada hacia la tinta y de puro metida
novela unos dibujos con aire de personas. Y brotan los Mutapetes que recién
nacidos se llamaron Putapetes. Con su primer nombre vivieron siete años
embutidos en cajón. Sieteañinos, hoy salen a la intemperie en fila india
formando una galería de almas peculiares, almas apuradas y lentas, sofocadas o
rumiantes de vida.
Ya en la primera página, previo al derrotero de
criaturas (Piolina de Tirantez, Pebeta en Fa, Ventolina Psiquis, Putismo de
Antemano, entre ellas), Leda concede razones y explicaciones sobre los seres-garabatos
que, de un trazo, han devenido petite colección. Algunos que rescata Damiselas
en Apuros, a sabiendas de que esta joyita literaria es dificilísima de hallar, y
que compartimos a continuación…
Como lapicera
me declaro insurrecta, llena de embestidas a la hoja de papel.
Hago
mutapetes, palabra extraída de la magia y la cosquilla y especialmente
inventada para contar las mutaciones del chupete en la historia del hombre.
El mutapete
nace de un garabato fulminante que va del pie hasta la cabeza. Si trae vida y
carácter lo bautizo de acuerdo a sus rasgos prominentes. El dibujo, ya con
nombre y apellido me sugiere trozos de novelas y manías metafísicas.
Como lapicera
insurrecta quiero dibujar de un sopetón, quiero escribir con libertad y
puntería despeinando la mente prójima y clavándole alfileres.