Ese día creyó que su padre se moría de un síncope.
Y que la responsable era ella.
Estaban en la oficina de un banco. Después de años
(¿toda una vida?) de mantenerla rigurosamente excluida de esos menesteres, él había
tomado una decisión magnánima: incluirla en una cuenta que hacía rato existía,
y cuyos titulares eran todos los integrantes de la familia… menos Marcia, la
hija mujer.
Por aquel tiempo, ella se analizaba con una
terapeuta de modos más bien rudos. Que, a su manera más bien brutal, había
cortado de cuajo cualquier asomo de pataleo (de Marcia) en relación a este
temita, el dinero (siempre de otros). “Si en tu familia no te tienen confianza
en estas cuestiones, será que no les das señales para que lo hagan”, era la
frase que, con insistencia de veredicto, le llegaba desde las alturas del
sillón de la analista.
Esto ocurrió bastante tiempo antes del fatídico día
en que creyó terminar con la vida del padre. Ocurrió bastante antes, y hay que
decir que la analista de los gestos
duros algo de razón tenía. O bastante.
Por eso, Marcia decidió hacerse cargo de su
constante, regular y agotadora inutilidad en todo lo referente a la vil moneda.
Asumió que poco podía quejarse de que se la
considerara algo así como una desquiciada en finanzas cuando, por cierto, nunca
era capaz de enunciar con claridad la cifra de su sueldo, jamás tenía en claro
lo que le había salido cada cosa, las páginas de Economía del diario eran un
misterio imposible de abordar y –síntoma de los síntomas– por aquellos tiempos
en que integraba las huestes de los sufridos autónomos, se especializaba en
realizar trabajos que a veces olvidaba facturar.
“Pero, a tu modo, subsistís –susurraba una vocecita
chiquitita por ahí, dentro de ella-. No tenés deudas, siempre llegás a fin de
mes, nunca dejaste de trabajar”. “Aceptá –se imponía otra voz, severa y cargada
de su parte de verdad-. El riesgo de perder dinero o bienes está siempre
latente. Como si hubieras hecho votos de pobreza, como si quisieras que de
estos temas se ocupen siempre otros.” La constatación, inapelable: “Vivís en
una nube de contornos imprecisos; nunca sabés exactamente lo que tenés.”
Aliada de las voces más duras, su terapeuta la
instaba a tocar, de una vez, la ríspida textura de lo real. Y a eso se abocó
Marcia, decidida a cambiar su lugar en el mundo.
Trabajó el tema; ay, cómo lo trabajó. Papel y
lápiz. Cuadernito. Conteo de billetes. Comenzó a anotar, puntillosa, esforzadamente, los
detalles de su magra economía personal. Puntillosa, esforzadamente intentó
despejar la neblina que se obstinaba en enturbiar todo lo que tuviera sabor a
cifra.
Forzó las puertas. Quería que en su universo
ingresara la palabra maldita: “interés”.
Mérito, también, de aquella terapia. En el marasmo del
relato de Marcia, la psicóloga había rescatado una escena recurrente. El papá,
cariñoso y aleccionador, instruyendo a la niñita: “En la vida no hay que ser
interesada”. La lluvia fina de aquellas palabras, calando hasta los huesos de
la adultez. La lluvia fina y corrosiva de una engañosa enseñanza moral; la voz
del género incrustándose en la invisible urdimbre de lo íntimo. Las chicas
buenas no son interesadas, no se interesan, no actúan por interés. Quizás
tampoco sean interesantes.
Y entonces, la profecía autocumplida: si las nenas
buenas no son interesadas, a las mujeres buenas mejor mantenerlas lejos del vil
metal. Porque no sabrán cuidarlo, no serán confiables, lo perderán todo. Cometerán
el peor de los pecados: nada del bienestar económico duramente conseguido por
el esfuerzo de sus seres queridos les interesará.
En ese punto estaba Marcia los días previos al
gesto magnánimo por el cual su padre, por primera vez en años, la incluiría
como titular en una cuenta familiar.
En eso estaba: muy lejos de la primigenia lluvia de
las nenas desinteresadas. Muy cerca de las acusaciones, veladas o no tanto,
hacia la muchacha con los pajaritos volados. Cabecita hueca. La floja de la
familia; la más incapaz de velar –y defender y preservar- el legado material tan laboriosamente conseguido, tan
indudablemente impregnado del sudor paterno.
Así llegaron, entre una y otra vuelta, al día fatídico.
Ella venía potenciada por su cruzada terapéutica de libretitas, columnas de
entradas y salidas, voluntarioso empeño por demostrar que sí, lo iba a hacer. Que
también ella podía ser confiable, libre de pájaros volados, dedicada a las
cuestiones materiales.
Él vaya a saberse de dónde venía, en qué estaba y
qué pensaba realmente sobre su hija.
Lo cierto es que, antes de firmar aquel documento,
la mujer de treinta y pico que ya era Marcia quiso ser la nena buena y aplicada
de papá (y de su analista). Sacó la libretita, empuñó la lapicera, y preguntó cuál era el monto de la cuenta cuya
titularidad estaba a punto de integrar. Para ser buena e interesada. Para
despejar la neblina que siempre le borroneaba las cifras monetarias. Para demostrar
que ella también podía ser confiable, respetuosa, capaz de hacerse cargo del
legado material tan duramente conseguido.
En eso estaba ella. Vaya a saberse en qué estaba
él.
Porque apenas Marcia empuñó la lapicera y antes de
que pudiera esbozar el primer trazo, el padre se descompuso. Una marea roja lo
trastornó, desde el cuello hasta la frente. Trastabilló. El hombre era
hipertenso y la presión se le estaba disparando.
La hija largó lapicera, libreta, corrió a atenderlo.
Abrumada, sinceramente le pidió perdón. Le dijo que no se preocupara, que no
iba a tomar ninguna nota. Abrumada, sincera, desconsoladamente. La gente del
banco también había acudido a asistirlo. Hipertenso pero orgulloso, él trató de
recomponerse, se irguió, dijo que ya iba a pasar, que estaba bien. Hasta se
permitió, con un gesto levemente sobrador que ella conocía bien, mirar al agente bancario –no a su hija-
y decir el chiste: “Es que a las mujeres no hay que dejarlas tocar el dinero”.
Marcia sintió que la humillación la golpeó como un
puño, directo al plexo solar. “Vuelvo a ese momento y me sorprende descubrir
que ni siquiera lo odié”, me cuenta hoy, mucho tiempo después de aquel
incidente.
La maldita ley del género, hincando sus garras en
lo más profundo del hogar, dulce hogar.
******
A fines de marzo, Marcia leyó la noticia: en Túnez,
miles de personas, la mayoría mujeres, habían ocupado las calles, reclamando
igualdad de género en materia de herencia. Nada estrictamente nuevo: para la
ley islámica, mujeres y bienes materiales no conforman una buena dupla.
“¿Sabés que lo leí y me acordé de mi viejo?”, me
cuenta Marcia, resignada a que algunas marcas insistan en permanecer vivas. “Todo
puede ser tan idiota y tan cruel a veces…”, musita, como para sí. Porque lo que
le pasó al leer esa información fue que agradeció que su padre ya no estuviera
en este mundo. Agradeció poder privarse de verlo leer la noticia. Y contemplar
el lento asomarse de aquel gesto socarrón que le conocía tanto, la voz de buen
tipo, la frase letal que –tan inevitable le resulta imaginar- sin duda hubiera
proferido: “En esos países sí que saben hacer las cosas”.