Un conflicto de intereses

Por Diana Fernández Irusta

Ese día creyó que su padre se moría de un síncope. Y que la responsable era ella.

Estaban en la oficina de un banco. Después de años (¿toda una vida?) de mantenerla rigurosamente excluida de esos menesteres, él había tomado una decisión magnánima: incluirla en una cuenta que hacía rato existía, y cuyos titulares eran todos los integrantes de la familia… menos Marcia, la hija mujer.

Por aquel tiempo, ella se analizaba con una terapeuta de modos más bien rudos. Que, a su manera más bien brutal, había cortado de cuajo cualquier asomo de pataleo (de Marcia) en relación a este temita, el dinero (siempre de otros). “Si en tu familia no te tienen confianza en estas cuestiones, será que no les das señales para que lo hagan”, era la frase que, con insistencia de veredicto, le llegaba desde las alturas del sillón de la analista.

Esto ocurrió bastante tiempo antes del fatídico día en que creyó terminar con la vida del padre. Ocurrió bastante antes, y hay que decir que la analista de los  gestos duros algo de razón tenía. O bastante.

Por eso, Marcia decidió hacerse cargo de su constante, regular y agotadora inutilidad en todo lo referente a la vil moneda.

Asumió que poco podía quejarse de que se la considerara algo así como una desquiciada en finanzas cuando, por cierto, nunca era capaz de enunciar con claridad la cifra de su sueldo, jamás tenía en claro lo que le había salido cada cosa, las páginas de Economía del diario eran un misterio imposible de abordar y –síntoma de los síntomas– por aquellos tiempos en que integraba las huestes de los sufridos autónomos, se especializaba en realizar trabajos que a veces olvidaba facturar.

“Pero, a tu modo, subsistís –susurraba una vocecita chiquitita por ahí, dentro de ella-. No tenés deudas, siempre llegás a fin de mes, nunca dejaste de trabajar”. “Aceptá –se imponía otra voz, severa y cargada de su parte de verdad-. El riesgo de perder dinero o bienes está siempre latente. Como si hubieras hecho votos de pobreza, como si quisieras que de estos temas se ocupen siempre otros.” La constatación, inapelable: “Vivís en una nube de contornos imprecisos; nunca sabés exactamente lo que tenés.”

Aliada de las voces más duras, su terapeuta la instaba a tocar, de una vez, la ríspida textura de lo real. Y a eso se abocó Marcia, decidida a cambiar su lugar en el mundo.

Trabajó el tema; ay, cómo lo trabajó. Papel y lápiz. Cuadernito. Conteo de billetes. Comenzó  a anotar, puntillosa, esforzadamente, los detalles de su magra economía personal. Puntillosa, esforzadamente intentó despejar la neblina que se obstinaba en enturbiar todo lo que tuviera sabor a cifra.

Forzó las puertas. Quería que en su universo ingresara la palabra maldita: “interés”.

Mérito, también, de aquella terapia. En el marasmo del relato de Marcia, la psicóloga había rescatado una escena recurrente. El papá, cariñoso y aleccionador, instruyendo a la niñita: “En la vida no hay que ser interesada”. La lluvia fina de aquellas palabras, calando hasta los huesos de la adultez. La lluvia fina y corrosiva de una engañosa enseñanza moral; la voz del género incrustándose en la invisible urdimbre de lo íntimo. Las chicas buenas no son interesadas, no se interesan, no actúan por interés. Quizás tampoco sean interesantes.

Y entonces, la profecía autocumplida: si las nenas buenas no son interesadas, a las mujeres buenas mejor mantenerlas lejos del vil metal. Porque no sabrán cuidarlo, no serán confiables, lo perderán todo. Cometerán el peor de los pecados: nada del bienestar económico duramente conseguido por el esfuerzo de sus seres queridos les interesará.

En ese punto estaba Marcia los días previos al gesto magnánimo por el cual su padre, por primera vez en años, la incluiría como titular en  una cuenta familiar.

En eso estaba: muy lejos de la primigenia lluvia de las nenas desinteresadas. Muy cerca de las acusaciones, veladas o no tanto, hacia la muchacha con los pajaritos volados. Cabecita hueca. La floja de la familia; la más incapaz de velar –y defender y preservar- el legado material  tan laboriosamente conseguido, tan indudablemente impregnado del sudor paterno.

Así llegaron, entre una y otra vuelta, al día fatídico. Ella venía potenciada por su cruzada terapéutica de libretitas, columnas de entradas y salidas, voluntarioso empeño por demostrar que sí, lo iba a hacer. Que también ella podía ser confiable, libre de pájaros volados, dedicada a las cuestiones materiales.

Él vaya a saberse de dónde venía, en qué estaba y qué pensaba realmente sobre su hija.

Lo cierto es que, antes de firmar aquel documento, la mujer de treinta y pico que ya era Marcia quiso ser la nena buena y aplicada de papá (y de su analista). Sacó la libretita, empuñó  la lapicera, y preguntó  cuál era el monto de la cuenta cuya titularidad estaba a punto de integrar. Para ser buena e interesada. Para despejar la neblina que siempre le borroneaba las cifras monetarias. Para demostrar que ella también podía ser confiable, respetuosa, capaz de hacerse cargo del legado material tan duramente conseguido.

En eso estaba ella. Vaya a saberse en qué estaba él.

Porque apenas Marcia empuñó la lapicera y antes de que pudiera esbozar el primer trazo, el padre se descompuso. Una marea roja lo trastornó, desde el cuello hasta la frente. Trastabilló. El hombre era hipertenso y la presión se le estaba disparando.

La hija largó lapicera, libreta, corrió a atenderlo. Abrumada, sinceramente le pidió perdón. Le dijo que no se preocupara, que no iba a tomar ninguna nota. Abrumada, sincera, desconsoladamente. La gente del banco también había acudido a asistirlo. Hipertenso pero orgulloso, él trató de recomponerse, se irguió, dijo que ya iba a pasar, que estaba bien. Hasta se permitió, con un gesto levemente sobrador que ella conocía  bien, mirar al agente bancario –no a su hija- y decir el chiste: “Es que a las mujeres no hay que dejarlas tocar el dinero”.

Marcia sintió que la humillación la golpeó como un puño, directo al plexo solar. “Vuelvo a ese momento y me sorprende descubrir que ni siquiera lo odié”, me cuenta hoy, mucho tiempo después de aquel incidente.

La maldita ley del género, hincando sus garras en lo más profundo del hogar, dulce hogar.

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A fines de marzo, Marcia leyó la noticia: en Túnez, miles de personas, la mayoría mujeres, habían ocupado las calles, reclamando igualdad de género en materia de herencia. Nada estrictamente nuevo: para la ley islámica, mujeres y bienes materiales no conforman una buena dupla.

“¿Sabés que lo leí y me acordé de mi viejo?”, me cuenta Marcia, resignada a que algunas marcas insistan en permanecer vivas. “Todo puede ser tan idiota y tan cruel a veces…”, musita, como para sí. Porque lo que le pasó al leer esa información fue que agradeció que su padre ya no estuviera en este mundo. Agradeció poder privarse de verlo leer la noticia. Y contemplar el lento asomarse de aquel gesto socarrón que le conocía tanto, la voz de buen tipo, la frase letal que –tan inevitable le resulta imaginar- sin duda hubiera proferido: “En esos países sí que saben hacer las cosas”.