Madame Tussaud y su gabinete de figuras de cera

Por G.T.
Madame Tussaud y la Bella Durmiente, 1850
Siglos antes de convertirse en el nombre que irremediablemente mencionan miles y miles y miles de turistas al relatar qué atracción especial visitaron en Londres, Praga, Berlín, Ámsterdam, Estambul, Tokio, Shanghái, Pekín, Los Ángeles, Washington o Las Vegas, Madame Tussaud fue Marie Grosholtz (1761-1850). Una visionaria que, desmarcándose de los espectáculos de feria, convirtió sus esculturas en piezas que enloquecieron a grandes audiencias, ansiosas ya en los siglos 18 y 19 por conocer famosos, aunque fueran de cera… Figuras tan refulgentes como Robespierre o María Antonieta cayeron -muy literalmente- sobre su falda, habiendo sostenido la damisela sus cabecitas pos guillotina, amén de hacer sus máscaras mortuorias primero, sus versiones de cera más tarde. Si no le temblaba el pulso, dirán los que ven en su ADN un presagio, es porque llevaba el espanto codificado en la sangre: su padre -Joseph Grosholtz, muerto en la Guerra de los Siete Años- fue soldado pero también verdugo, con antepasados ejecutores desde el siglo 15 en adelante. La madre, Anne-Marie Walder, ama de llaves que, al tiempo de enviudar, se trasladó a Berna, Suiza, para asistir a Philippe Curtius, un médico con sonado talento para modelar cera, noble materia que utilizaba el doc para ilustrar anatomía o simplemente entretener a sus visitantes. Existe, por cierto, una sospecha digna del culebrón más zarpado: que el médico y Anne-Marie podrían haber sido hermanos, o amantes; incluso muchos se preguntan si no sería don Curtius el verdadero padre de la chicuela. Lo concreto, documentado, es que ella se refería a él como “tío”, y que pronto devino el hombre tutor y mentor artístico de la muchacha. Una muchacha que lo superaría en talento, visión y manejo financiero, convirtiéndose en sinónimo absoluto del modelado de las efigies de cera hasta hoy día.   

Retrato de Marie
Retomando los hilos cronológicos, cuenta el cuento que impactó Curtius al Príncipe de Conti, primo de Luis 15, con sus pequeñas miniaturas de cera, parte de su quehacer médico. De hecho, dejó tal impresión en el también duque y diplomático que éste lo incitó a volcarse exclusivamente a esa práctica artística y le ofreció mecenazgo. Convencido, Philippe mudó sus petates a París, y una vez allí establecido, lo siguieron Marie y su madre. El cambio de carrera se dio en un momento más que oportuno, porque si bien la artesanía existía hace siglos (comúnmente con fines religiosos o de enseñanza médica), por esas décadas se dio su explosión como objeto (pago) de divertimento popular. Curtius comprendió esa veta rápidamente; y así, además de mostrar réplicas de celebridades –desde políticos y miembros de la realeza hasta notorios criminales-, disponía en su incitante tienda de Boulevard du Temple de otras atracciones: orquestas en vivo con cantantes galos e italianos, café y pasteles, shows de marionetas, de acróbatas, de ventrílocuos, de enanos… Marie observaba y absorbía, y contribuía con sumo gusto y fina voluntad. De hecho, hay quienes advierten que, cuando el negocio de Curtius despegó, pasó el varón a ocuparse más de las “relaciones públicas” que del trabajo liso y llano, legando esa tarea a su discípula. Sin más, posaron para ella luminarias de la época como Voltaire y Benjamin Franklin. Vivos, valga la aclaración.

María Antonieta
Tamaño era el talento de Marie que, acorde a ciertas crónicas, comenzó a despertar particular interés en la familia real, a punto tal que habrían pedido a la damisela que se mude al Palacio de Versalles como tutora de arte de Elisabeth, la hermana menor de Luis 16. Al parecer, así sucedió, hasta que -con la Revolución Francesa a la vuelta de la esquina- Curtius solicitó a Marie que regresara a París para que no se viera afectada por las inminentes represalias de los alborotadores. Una vez que la monarquía fue derrocada y el reinado de terror inició su cruento proceso, prestaron Tussaud y Curtius sus servicios a las nuevas autoridades: haciendo las máscaras mortuorias de los numerosísimos ejecutados. En cierto momento, empero, Marie casi engorda la cifra de decapitados, acusada de ser fiel en sus simpatías a la realeza; su cabeza, al parecer, llegó a ser rapada, preparada para la tan aceitada guillotina. Por fortuna, intervino rápidamente, exitosamente su mentor, logrando que fuera liberada. Continuó entonces la muchacha con su hacer cotidiano: rastrear entre las pilas y pilas de cabezas diarias, las de personajes célebres. Varias de sus esculturas se alzaron como estandartes: las desfilaban por las calles de París en marchas y levantamientos; eran símbolo de la victoria popular contra la aristocracia.  

Marie de cera, con cabezas guillotinadas.
Royal London Wax Museum
“La carrera de Tussaud asumió un carácter decididamente más morboso que la de su tutor. Mientras Curtius se había hecho fama modelando figuras en vivo -un proceso que requería que insertara pajitas en la nariz de la persona para que pudieran respirar mientras le cubría la cara-, los rostros más buscados cuando Tussaud se hizo cargo del taller eran los de las víctimas de la cuchilla. Afortunadamente, resultó que el proceso de enyesado funcionaba igual de bien, si no mejor, para modelar a los recién fallecidos. Después de todo, como señala Pamela Pilbeam, profesora y autora del libro biográfico Madame Tussaud and the History of Waxworks, las pajillas no eran necesarias para alguien que no respiraba”, anota la web Artsy. Y destaca que aunque Marie aseguró hasta el final de sus días “que la Asamblea Nacional la obligó a modelar los bustos decapitados de Robespierre, María Antonieta y Luis 16 como una brutal crónica de la Revolución, su motivación probablemente fue financiera. Existen rumores creíbles de que Tussaud incluso pudo haber tenido un acuerdo con el verdugo público Charles-Henri Sanson, quien, por una pequeña tarifa, le proporcionaba las cabezas cercenadas de las víctimas más conocidas para que pudiera modelarlas rápidamente previo a que fueran enterradas”. Evidentemente, alguien la mantenía al tanto de las más recientes novedades fúnebres, y ella, avispada, tenía los pies ligeros y entrenados: cuando Charlotte Corday asesinó al jacobino Jean-Paul Marat en su tina de baño, llegó Marie rápido a la escena del crimen y se puso a trabajar en la máscara del finado ¡en la mismísima bañera!    

Jean-Paul Marat en su tina de baño, 1793
Cuando Curtius murió en 1794, dejándole como herencia sus icónicos figurines de cera y su taller, la mujer de 33 años no solo dominaba con maestría el arte del modelado: sabía perfectamente a quiénes representar y cómo debían ser representados. Sin embargo, dos factores influyeron para que decidiera abandonar Francia definitivamente. Por un lado, en el ’95 se casó Marie con François Tussaud, un ingeniero civil con el que tuvo dos hijos. Un tipo derrochador y adicto al juego, auténtico bueno para nada, que asumió el control de las finanzas de la excéntrica galería de Boulevar du Temple y, por supuesto, la llevó a la ruina. Por otro lado, el público galo estaba… desensibilizado. “El espectáculo de la guillotina destruyó su negocio”, asegura Pilbeam: “No solo era gratis; era real”. Tussaud no podía competir con la sangre derramada que hacía las delicias de la morbosidad parisina. En los Campos Elíseos, se vendían guillotinas de juguete como souvenirs; las mujeres usaban representaciones de oro y plata del artilugio mortal: alfileres, broches, peines, pendientes… E incluso existían restaurantes con vista a la guillotina insignia de la ciudad que imprimía los nombres de las víctimas en sus menús cada día.

Lejos de bajar los brazos, Marie barajó y repartió de nuevo: en 1802, con 40 años, sin saber decir ni hello, llenó varias maletas con sus cabezas aristocráticas más famosas, tomó a su hijo mayor (de apenas 4 pirulos; el más chiquito quedó a cuidado de su madre por casi 15 años), y se mudó a Gran Bretaña, donde el público recibiría con voraz apetito sus cuentos sobre la Revolución Francesa y otras andanzas. Ni lenta ni perezosa, se lanzó al ruedo, recorriendo las carreteras de Inglaterra, Escocia e Irlanda ¡durante 33 años! Proporcionando a su paso jugosas anécdotas -a veces, un poquito fantasiosas- sobre los personajes cuyas figuras de cera mostraba. Contaba, por caso, que Voltaire visitaba frecuentemente su taller y siempre la piropeaba de esta guisa: “Qué muchachita preciosa de ojos oscuros”; que Franklin era “una compañía muy agradable… de piernas realmente finas, muy elegantes”; que el conde de Provenza (más tarde Luis 18) intentó levantársela en Versalles y eso le valió al tipo una contundente cachetada… También exhibía la figura de cera de Napoleón, que tanto repelía a los ingleses que, por supuesto, no podían dejar de ir a verla. Oh, y a diferencia de otros shows trashumantes, Tussaud no se contentaba con antros de pacotilla: como su target ideal tenía pasta, rentaba para montar su muestra itinerante grandes salones, con decorados paquetes, muebles a la moda. Para quienes se preguntan qué pasó con el marido François: bien, gracias; lejos, lejísimos, allá en Francia.

Subyace tamaño interrogante: ¿Cómo pudo una mujer esquivar las encorsetadas convenciones de época y volverse exitosa en su arte y en sus finanzas? El sitio Atlas Obscura propone una explicación posible: “En el siglo XVIII, las figuras de cera se hicieron populares como atracción pública pagada; y las mujeres, incluidas la famosa Mrs Salmon -de Londres- y Patience Wright -de Filadelfia- fueron sorprendentemente prominentes en el oficio. Quizás esto se debió a que la cera era considerada un medio ‘menor’ para esculpir, o porque los académicos y artistas varones se contentaron con la idea de que se trataba de una actividad para aficionados. Cualquiera sea la razón que allanó el camino de Marie, ella aportó su granito de arena: un talento sin par, un estómago de hierro, conocimiento social, una definición liberal del entretenimiento educativo”.

Esculturas de cera de William Burke y William Hare
Eventualmente, Madame Tussaud sentó raíces en Londres, en la concurrida Baker Street (yes, la misma donde, en el ficticio número 221B, “residía” Sherlock Holmes). Era 1835, tenía 74 años, y regenteaba taller y galería con ayuda de sus dos hijos. Ni cerca estaba de jubilarse: además de recibir personalmente al público, seguía esculpiendo. Y mejorando su imbatible exposición, comprando –por ejemplo, conexiones con la élite europea mediante- las túnicas que usó el rey George IV en su coronación, o el carruaje de Napoleón. Piezas que iban a parar a la Cámara Dorada, donde, a principios de la década de 1840, Tussaud organizó una exhibición real con el príncipe Albert deslizando el anillo de bodas sobre el dedo de la reina Victoria; y encargó (con el permiso de la reina) una copia precisa de su vestido de novia, a un costo de mil libras.

Madame Tussaud a los 85
Claro que Madame Tussaud conocía a su audiencia, sabía que para cautivarla necesitaba algo más que glamour. Ergo, ideó la existencia de otro salón, la estremecedora Cámara de los Horrores, que frecuentemente actualizaba colección. Así, además de los citados decapitados, había ejemplares modelos de los más comentados asesinos seriales de la época; William Burke y William Hare, entre ellos. Ante la escasez de cadáveres, pagaban bien los médicos cirujanos por cuerpos para sus prácticas, sin hacer preguntas; situación que aprovechó esta dupla para rellenar su billetera con víctimas que mataban especialmente para ese fin. Tres horas después de que Burke fuera ejecutado en 1829, ¿quién estaba pronta a hacerle su máscara mortuoria? Marie, por supuesto. El cómplice Hare escapó de la policía, pero antes de darse a la fuga, pasó por las instalaciones Tussaud permitió que los hijos de Marie le tomaran un molde en vivo y dejó evidencia que daría mayor realismo a su estatua.

“Marie Tussaud hizo su parte para ayudar a crear lo que conocemos hoy como celebridad: ya no el reconocimiento que se logra pos muerte por un legado sobrio, sino algo que se cultiva en vida apagando la sed pública”, dispara Atlas Obscura. Y agrega que, cuando Madame murió en 1850, su galería era la atracción turística más concurrida de Inglaterra. Incluso la revista satírica Punch tuvo que admitir antaño: “En estos días, nadie puede ser considerado popular a menos que sea admitido en la compañía de las celebridades de Madame Tussaud en Baker Street. La única forma en que se puede hacer una impresión poderosa y duradera en la mente del público es, evidentemente, a través de la cera”.