Por
M.S.
Los tan
renombrados ojos violetas a veces no dejaron ver la magnitud de su natural
talento para la actuación en bien distintos registros; su ristra de diamantes
fue considerada como pura frivolidad de diva caprichosa cuando en verdad ella
sabía apreciar la cegadora belleza de esas piedras carísimas, en casi todos los
casos pruebas del amor loco de Richard Burton (incluido el plume pin que
fuera de la duquesa de Windsor y que la estrella compró en subasta desde su
casa, en 1987, porque él –muerto en 1984- había querido que lo tuviera, y
porque el dinero que pagó estaba destinado a las investigaciones sobre sida).
Cuando se produjo su muerte hace justo 7 años, un 23 de marzo, casi todos los
medios apelaron al retintín de “la mujer más hermosa del mundo”, descripción
que la propia Elizabeth Taylor desbarataba en los '70, soslayando el
tema de su escasa estatura: “No sufro de complejos con mi físico, aunque sé que
tengo las piernas cortas, los brazos gruesos, un mentón de más, pies y manos
grandes y un problema con el sobrepeso”.
Contrariamente
al lugar común sostenido mucho tiempo acerca de sus relativas dotes actorales,
hubo varios prestigiosos críticos norteamericanos que –en NY Times, The New
Republic, The NY Herald Tribune…- supieron mirar más allá del resplandor de la
hermosura y el encanto de la joven Liz, admirando pronto su seguro
instinto de intérprete. Ya en la época de su descollante labor en De
repente en el verano (1959), donde no se le achicaba ni un tranco de
pollo a Kate Hepburn, Monty Clift o Mercedes McCambridge, dijo de ella
Tennessee Williams: “Probablemente el mejor de los actuales talentos jóvenes de
Hollywood… Creo que Liz habría agarrado de las orejas a un primo como
Sebastián, arrastrándole a casa y salvándolo de situación tan tremenda en aquel
verano…”. El autor de la obra teatral original y coautor (junto a Gore Vidal)
del guión de De repente… se refería al primo de Catherine
(Taylor) que en el film la usaba como anzuelo para atraer muchachos, y que como
el mártir católico del mismo nombre –icono gay- terminaba devorado vivo en una
exótica isla ante los ojos (violetas, pero en blanco y negro) de su prima. En
esta oportunidad como en otras (La gata sobre el tejado de cinc caliente,
1958; Reflejos en tus ojos dorados, 1967), Elizabeth
estuvo junto a personajes de hombres que preferían a los hombres, en momentos
todavía de suma pacatería, negadores de la homosexualidad en la llamada
Meca del Cine. Y no casualmente, en los ’50 Liz era amada en la pantalla
por personajes actuados por actores gays que pasaban por héteros, amigos
personales de la diva: Rock Hudson, James Dean (Gigante, 1956), Monty
Clift (Ambiciones que matan, 1951; El árbol de la
vida, 1957).
Si hubo
alguien que lo tenía todo para ser domesticada y pasteurizada por Hollywood –un
comienzo exitoso al borde de la adolescencia, fotogénica belleza, carisma a
raudales, alto rendimiento en taquilla-, ese alguien era Elizabeth Taylor. Pero
ella no solo supo enfrentarse de chica con el patrón de la MGM, Louis B. Mayer,
sino que empezó temprano a hacer elecciones arriesgadas en su carrera y fue
rompiendo con todos los cánones de corrección en su vida privada; para empezar,
casándose y divorciándose antes de cumplir los 20. Como se sabe, también se
metió con hombres de diverso pelaje, quedándose con un marido ajeno (el pánfilo
Eddie Fisher) y soltándolo por otro casado mucho más interesante (sí, Burton,
el actorazo borracho regalador de piedras preciosas). Tanto que le dio para
casarse dos veces con él, aunque después del segundo divorcio volviera a
intentarlo con tipos que no le llegaban ni al ruedo de sus sedosos caftanes…
Noble
persona, Elizabeth Taylor fue amiga protectora de actores gays y es bien
conocido –porque se viene hablando en los medios de este tema particularmente a
partir de los ’90- que después de la muerte de Rock Hudson en 1985, puso sus
energías y su celebridad al servicio de la causa de la lucha contra el sida,
participando de la creación de la Fundación Americana de Investigaciones
sobre esa enfermedad, generando eventos en nivel mundial, protagonizando spots
de TV… Se calcula que Liz recaudó 50 millones de dólares a lo largo de su
cruzada. También amiga de Orson Welles que admiraba “el porte reina con que
cruzaba el restaurante de los estudios MGM” y asimismo su percepción
literaria, la amante impetuosa tan afecta a la institución del matrimonio como
a la del divorcio, tenía madera de estrella, pero estaba lejos de ser una
actriz de madera, aunque nunca hubiese cursado ni un taller: “Para mí todo es
cuestión de concentración. Repaso el guión la noche anterior, duermo
profundamente, y al día siguiente voy al rodaje y entro en mi personaje sin
problemas, sin hacerme preguntas sobre sus motivos…”. Igualmente, le dieron dos
Oscar por razones equivocadas: Una Venus en visón (1960) fue
un film mediocre, dañado por su chirle moralina, pero ese año la actriz había
estado grave, le habían hecho una traqueotomía y la Academia consideró
apropiado compensarla; y si bien estaba espléndida en ¿Quién
le teme a Virginia Wolf? (1966), ese premio (que ella hubiera
preferido que lo ganara Burton, coprotagonista) se lo otorgaron, según una
costumbre que aún perdura, por afearse, por engordar y avejentarse.
En el
último reportaje que concedió –a Harper’s Bazaar, un mes antes de
morir- declaraba que nunca planeó nada pero trató de aceptar todos los dones de
la vida: “Sé que conocí un gran amor y que soy la custodia temporaria de
algunas cosas increíblemente hermosas, sin embargo, nunca me he sentido más
rica que cuando pude dar un cheque para la lucha contra el sida”. A punto de
cumplir los 79, decía Liz que le gustaría trabajar con actores como Johnny
Depp, Colin Farell, y al cierre de la entrevista, elegía su vestido
favorito: aquel color lavanda diseñado por Edith Head en 1970, inspirándose en
el diamante Taylor-Burton, que tan perfectamente engamaba con sus célebres
ojos.