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Luisa Lanarca, La mente parecía desbordarse, 2023. Maja Arte Contemporanea, Roma |
Por Florencia Bendersky
Queridas lectoras y queridos lectores: nos
encontramos nuevamente por aquí luego de una impasse involuntaria. Imagino
que me habrán extrañado. Dicho esto no como verbo afectivo, sino con el sentido de
rareza. Se habrán preguntado ustedes: “¿Y esta qué hace que no escribe la nota
para Damiselas? ¡Qué extraño!”. Para dilucidar esa inquietud, no diré nada. Simplemente
ahora estoy. “Cogito, ergo sum”, diría Descartes. Pienso, luego
existo. Aunque en mi caso sería: pienso, escribo, luego me leen (o no, lo que
les dé la real gana).
Ya los estoy viendo que comentan: “Ah, qué peleadora
volvió esta”. Y con razón. En realidad no es que haya cambiado porque siempre
lo fui. Me gusta pelear. Lo disfruto. Claramente, me gusta pelear y ganar.
Quiero aclararles que no soy pugilista, no voy a lidiar a los puños ni a los
empujones. De hecho, jamás podría confrontar físicamente con nadie. Al
primer contacto de ese tipo con otro rompería en llanto, porque soy
extremadamente sensible y me moretoneo de nada.
El pelear lo tomo como un ejercicio de
escepticismo. Puedo pelear sobre casi cualquier tema. Ejemplo: si estoy en una
reunión y alguien defiende con vehemencia un punto, solo para jugar, me gusta
defender el contrario. Así, una vez, hace muchos años en España, me encontré sosteniendo
en una mesa una postura política transgresora frente a la nueva novia de un amigo,
nada más para ver cómo la muchacha en cuestión se sulfuraba, perdía su
compostura y se mostraba tal cual era (tranquilos, mi amigo y ella se
casaron y viven felices en un pueblo precioso en las afueras de Madrid, votando
a la derecha).
Pero por lo que más me gusta pelear, es por las
causas perdidas, como el precio del servicio de cable. Adoro llamar cada mes
(porque lo aumentan todos los meses) a la empresa proveedora y amenazar con
darme de baja. La cosa comienza con un rutinario pedido de número de cliente,
después con un número de reclamo y por el paseo de medio callcenter. Finalmente,
cuando logro que me comuniquen con la persona encargada de cortar el servicio,
esta me acaba haciendo una oferta mucho más económica de la que pretendían cobrarme.
Y yo, fingiendo fastidio, la acepto. Así, cada dos o tres meses.
Esta faceta mía es bien conocida entre mis amigas y
amigos que muchas veces me llaman para que me pelee con gente que ellos no se
atreven a confrontar como, por caso, arquitectos o contratistas. Entonces yo
voy y pongo cara de que lo que están haciendo está mal, incluso opino sobre
cosas de las que no tengo la menor idea. Porque para pelear no hace falta saber
sobre albañilería ni tener razón, solo hay que contrariar con acento convencido
la otra idea.
Una función que me parece saludable de la pelea es
la que se da cuando una está triste. Si bien dicha opción no es la que más me
gusta, porque primero hay que sufrir una situación que nos coloque en ese
estado, resulta que este tipo de pelea es muy sanadora. Mi hermana aún recuerda
cómo la hacía subirse y bajarse de taxis, durante la última internación de
nuestro padre, porque me ponía a discutir con los choferes ante el mínimo
indicio de mal trato que pudiera advertir. Si nos subíamos a un auto y el tipo
me ponía mala cara por lo fuerte que había cerrado la puerta, le decía a mi
hermana: “Natalia, bajate”. Y de ese modo la iba arrastrando, de taxi en taxi.
Es que, con la pelea, el dolor puede acomodarse en otro lugar un rato, como
diciendo: “Ah, está bien, me tiro a dormir acá atrás mientras ella maneja la
siguiente emoción”.
Hay otra dimensión más de la pelea, que me resulta
totalmente irrefrenable: la de pelear por las causas justas. Bajo esta forma,
la querella incluso se puede demorar años. Hace poco, logré saldar una batalla
que había empezado hace 20 con la docente de una carrera que cursé, y que
me había reprobado de manera injusta en un examen. La encontré en un palco del Colón
sentada justo una butaca de por medio. Me sorprendió ella al saludarme muy
amable y presentarme a su pareja que se encontraba al lado. Yo devolví la gentileza
diciéndole a esta última: “Fui alumna de ella, la única docente que me reprobó
en toda la carrera”. Ella dudó un instante y levantó el guante de dos décadas.
Me dijo que yo había subvertido un canon académico, a lo que le respondí
que no había otra forma de llevar a cabo ese ejercicio, pero ella aún seguía en
desacuerdo. La batalla continuaba. Debo reconocer que la docente también practicaba mi juego favorito. Después de decirle en la cara lo que pensaba, me
quedé mucho más tranquila. En el escenario y en mi corazón, comenzaba el final
del último acto.
Debo decirles que no creo que la pelea sea
puramente intelectual o emotiva. Hay algo también fisiológico en el impulso de
pelear. Una gran amiga mía contaba que cuando comenzó su menopausia, se peleó
in viva voce con el seguridad de una famosa e inescrupulosa cadena de
farmacias. Al salir sin haber comprado nada, el tipo le pidió que le mostrara
el contenido de su cartera, a lo cual ella se negó. El joven (porque era joven)
comenzó a increparla, y mi amiga salió indignada del local sin mostrarle lo que
tenía en la cartera. Al darse vuelta, vió cómo el guardia la seguía a los
gritos por la calle diciéndole: “Señora, señora, la cartera”. Ella sin
pensarlo, empezó a correr, cosa que enfureció más al joven que se dio él
también a correr y a gritarle ladrona. Ahí mi amiga enardeció, se paró, lo
esperó y le forró un carterazo al susodicho para, acto seguido, subirse a un
colectivo que por ahí pasaba. Aclaro que, antes de la menopausia, mi amiga era
el vivo retrato del Dalai Lama.
Creo que también la pelea es determinante para
forjar el futuro. Por eso, una de mis últimas contiendas es con la inteligencia
artificial. El porqué es algo obvio. Utiliza buena parte de nuestros recursos
hídricos, más todos los saberes creados y generados por nosotros, los seres humanos;
no paga un centavo de derechos de autora o autor y encima dice cosas erróneas. Mis
refriegas con la suscripta consisten en interpelarla y ante cualquiera de
sus respuestas, preguntarle si eso que me responde es correcto para,
automáticamente, verla pedir disculpas. Otro asunto por el cual suele escalar
nuestra reyerta es su sistemática presunción de que quien interactúa con ella
es un hombre. Adoro observarla recular en chancletas cuando le pregunto por qué
presume que soy un varón. Demora unos instantes en responder pidiendo mil y una
disculpas y prometiendo que no lo va a volver a hacer. Igual, cómo vi Terminator,
en todos mis combates con ella sigo pidiendo las cosas por favor y dándole las
gracias.
Pelear o no pelear, para mí nunca ha sido una
cuestión. Creo que este hábitus, diría Pierre Bourdieu, fue adquirido en forma
matrilineal. Desde mi bisabuela con su consabida advertencia de que si un
hombre te levantaba la mano, una le tenía que tirar la plancha por la cabeza,
pasando por mi abuela que vivía pidiendo el libro de quejas, hasta mi madre,
que con su estilo elegante de tratarte de “pichón o pichona”, te hace la
pelea encubierta detrás de unos falsos guantes blancos. Al revés yo, para la
parte encubierta, no sirvo. A mí me gusta frente a frente. La pelea
mediocre y tonta de las redes sociales me aburre soberanamente. La virtualidad
ha subvertido la pelea, bajándole el precio, haciéndola un consumo más,
habitualmente sin sustancia.
En esta era de total ignominia, donde los líderes
del mundo parecen querer retroceder un siglo (o más) y donde todas nuestras
luchas importantes son sometidas a violación sistemática, creo que es imprescindible
entender que la pelea debe ser una herramienta práctica a tener a la mano. Hay
que ir por ella, desempolvarla, sacarla fuera del cajón de los malos modales y ponerla
en forma. Alimentarla y practicarla en cada ocasión que lo amerite. No puedo asegurarles que ganemos, pero sí que nos vamos a sentir mejor si salimos de
esta anestesiada comodidad social de rendirle pleitesía a medio mundo. Porque
pelear, queridas lectoras y lectores, también puede ser nuestra forma más que
justa para lograr que algún día, más pronto que tarde, no tengamos motivos de
volver a pelear nunca más.