El Cristal con que me miro

Por Paula Marull

Carlos Mata y Jeannette Rodríguez,
protagonistas de Cristal

Cuando era chica, mi mamá trabajaba mucho y yo quedaba al cuidado de mujeres amorosas que planchaban mi guardapolvo y cocinaban mirando la novela, historias hilvanadas por un amor romántico que todavía no conocía y percibía como la promesa de algo que un día iba a poder vivir.

Mirar la novela era una actividad que nos acompañaba meses o años, según el caso. Y no se circunscribía a la hora que duraba ese capítulo, sino que -como la meditación, la terapia, el decadrón, o algunas alegrías y disgustos- tenía un efecto residual que se mantenía por meses, años y, en algunos casos, toda la vida.

Se trataba de pasar la vida en estado de novela: Esperar la novela. Mirar la novela. Comentar la novela. Convivir con la novela.

Carlos Mata, Jeannette Rodríguez, Lupita Ferrer habían encontrado la manera de entrar en nuestra casa y estar entre nosotros sin estarlo, cómo habían sabido hacerlo algunos santos, Papa Noel, los Reyes Magos, o nuestro propio padre que se había ido a vivir a España y se comunicaba por carta.

Las sillas de mi casa eran color bordó y tenían agujeritos que le había hecho con la punta de la birome bic, para que tuviera pecas primero y poder extraerle el relleno blanco de nube y hacerles almohaditas a las muñecas, después. En una de esas sillas se sentaba Cristina; la arrimaba a la cama grande y nos acompañaba a mirar la tele hasta que mi mamá llegara. Eran sillas que iban perdiendo los zapatitos de goma negra de las patas, y cuando Cristina se reía mucho, chirriaban contra las baldosas jaspeadas.

Muchas noches nos dormíamos así, con la risa o las lágrimas que hacían aflorar en Cristina esas historias y la luz multicolor y cambiante de la pantalla sobre su pelo, nuestras caras y el empapelado de flores.

Carlos Mata, Jeannette Rodríguez, Grecia Colmenares, Arnaldo André, Luisa Kuliok, Verónica Castro, Gustavo Bermúdez, fueron de alguna manera los superhéroes que me sostuvieron cuando los brazos de Superman y La Cenicienta me soltaban, y me impidieron caer de cara en el mundo adulto tal y como era.


Después, en la misma línea amortiguadora, me aferré al teatro.

A veces me pregunto si entonces había más tiempo, o si la novela con sus afilados procedimientos dramatúrgicos nos sostenía entre los tentáculos de sus diálogos y digresiones, en un tiempo detenido mientras el mundo seguía.

¿Será que hubo un tiempo donde se miraba la novela o donde se miraba la novela hubo un tiempo?

La novela era una experiencia en presente que se disfrutaba más si era compartida, como un partido de fútbol o una fogata. Era un plato que se gozaba de a muchos y se comía hasta el final, como el pollo que compraba mi mamá en la rotisería de la esquina los días especiales.

La presentación no se saltaba, y el final tampoco. “Perdona, si es que yo caminaba por aquí y en tu alcoba vi la luz” y se dibujaban con pluma de neón los retratos de los protagonistas; “Abrázame y verás que aún en nuestro ser hay fuego que apagar”, y descendía sobre un cielo de croma, con trazo blanco brillante y los firuletes de la firma de los cuadernos Rivadavia, la palabra Cristal.

No había lugar mejor para ir que esa historia. Nada mejor nos esperaba antes y después de ese paréntesis. No hay amor más grande que el que se arma en la cabeza del espectador, eso me enseñaría el maestro Kartun años después cuando aprendí a escribir teatro.

Nadie quería salir de ese encantamiento.

El arte de hacer durar el tiempo. Las verdades que no se decían. Los besos que no se daban, en una espera que se dosificaba en capítulos y capítulos. Y cuando por fin se besaban: FIN.

Qué vacío el final. Qué golpe cuando el final le devolvía para siempre esa hora de la tarde a nuestro día. Qué poco duraba una hora en la siesta del patio o en la vereda cuando se esfumaban las columnas de mármol, las escaleras, los tragos de whisky, las chalinas, las hombreras, los hoyuelos de la sonrisa de Jeannette Rodríguez, los susurros de Carlos Mata, o esa manera de abrir los ojos para acentuar algunas frases de Lupita Ferrer que nos habíamos aprendido de memoria.

A veces pienso que escribo historias para permanecer en ese encanto y que tengo tendencia a los epílogos para evitar ese golpe.

En mi primera obra -Vuelve-, un crítico me cuestionó el doble final. ¿Para qué había puesto la última escena si la obra cerraba redonda en la penúltima? Incluso la gente aplaudía naturalmente en ese momento y había que continuar sobre el aplauso.

Recuerdo que me perdí en jardines de palabras rimbombantes y explicaciones técnicas que sonaran importantes y solventes por no decir: “La escribí para que Carlos Mata siga cantando. Para que Cristal y Luis Alfredo se besen un rato más”.

Lu Gracso, Agus Cabo, Willy Prociuk y María Marull
en Yo no duermo la siesta 
Crédito Carlos Furman

A veces, mientras miro la obra desde la cabina pienso que es mentira que no haya lugares donde no se puede regresar. Y siento que la magia existe.

El teatro me dio la posibilidad de volver a esos juegos, a esas canciones, a los lugares de mi infancia en donde se refugiaba mi corazón. A las casitas de sábanas que armábamos con mi hermana. Al sonido de las llaves de mi mamá cuando llegaba. Al empapelado de flores. A los brazos de Lidia, Cristina, Ramona, de todas las mujeres que me preparaban las tostadas con manteca y esperaban a la siesta para que miremos la novela y se quedaban conmigo hasta el final, donde Carlos Mata miraba a cámara con sus hombreras blancas y nos cantaba “Mi vida eres tú” detrás de los créditos.

Gracias, inmenso Carlos Mata, por este abrazo y por todos los abrazos que me diste sin saberlo a través de tu arte.

No tengo palabras para explicar lo que siento, tengo una obra: Yo no duermo la siesta.

Quedan ustedes invitados.



Yo no duermo la siesta, escrita y dirigida por Paula Marull, lunes de abril a las 20 hs, en el Teatro Astros (Corrientes 746). En la función del 28 de abril, estará presente Carlos Mata.