Por Brenda Howlin
Te portás peor que un nene de cuatro años- me gritó la dentista, a quien
casi no podía ver porque tenía los ojos llenos de lágrimas y además esa lámpara
gigante apuntándome a la cara. Lo único que podía hacer era apretar la mano de
mi hija Lila, de 9, que estaba pegadita al sillón, dándome fuerzas.
Ni bien llegué al consultorio, le advertí a esta profesional que tenía
poca tolerancia al dolor. Ella miró la placa y me dijo dos cosas. Una: “La
caries está del lado opuesto al nervio, no debería dolerte”. Dos: “Tenés un
diente de leche que nunca se te cayó y el diente definitivo atravesado en la
encía”.
¿Es grave? -le pregunté- ¿Cómo puede ser que a los 43 no me haya enterado
de esto?
Ella volvió a mirar la placa y me indicó que había
que controlarlo, por si en algún momento me salía un quiste. Palabra que quedó
resonando en mi cabeza. Quiste, quiste. Lila se reía. A mí no me causaba
ninguna gracia.
La dentista esgrimió la punzante y enorme aguja y
me ofreció ponerme anestesia. Inmediatamente se me aflojaron las piernas y
empecé a transpirar. NO, sin anestesia; NO, por favor. Me da impresión ver esa
aguja, le dije. Aunque ella ya me había aclarado que no debería dolerme,
igualmente le pregunté: ¿Me va a doler? A lo que ella me reiteró: No debería,
mientras acercaba lentamente a mi boca el torno.
Le rogué que fuera lo más despacio posible. Le
recordé (otra vez) que no soportaba el dolor, y le pedí a Lila que se quede a
mi lado, aferrada a mi mano. Las madres también tenemos miedo y necesitamos que
nos den coraje. Me encantaría ser una madre fuerte, valiente y que contiene a
sus hijos. Pero no me sale, me asusto. Y, como los niños, necesito que me
sostengan, que me digan que todo va a estar bien. Incluso si me regalan un
caramelo al terminar, mejor.
Inmediatamente, la dentista activó el torno. Yo
apreté bien fuerte la mano de Lila y retorcí los dedos de mi pie. Qué indefensa
me siento. Evidentemente necesito más y más sesiones de terapia para afrontar
este tipo de situaciones. Hace poco, ni siquiera pude hacerme una resonancia.
Me la pidieron por un dolor en el brazo derecho porque me lesioné de tanto
hacerle upa a Dylan, el más chico. Apenas me metieron en el tubo oscuro y
largo, me dio un ataque y pedí a los gritos que me sacaran. Claustrofobia, miedo,
lo que sea. Pero no pude soportarlo.
La dentista seguía dándole al torno con todo, como
si detrás de ese diente, hubiera una pared. Hasta que, en un movimiento, tocó
una zona que me hizo ver las estrellas. Me retorcí de dolor, me largué a
llorar, reventé la mano de Lila.
Bueno, así no se puede trabajar, imposible-
protestó indignada la dentista. Se sacó los guantes y me dijo que no iba a
continuar. Le rogué que terminara el arreglo, argumenté que no podía dejarme ir
así. O que me pusiera anestesia. Ella me clavó los ojos y me retrucó: “Ni loca
te pongo anestesia. No quiero que te agarre un infarto acá en mi consultorio.
¿Qué hago si te descomponés?”.
La situación empezó a escalar de manera imparable.
Lila le mandaba mensajes a su papá con stickers de llanto, la secretaria
afirmaba con su cabeza cada palabra de la dentista, y agregaba: “Si estás tan
nerviosa, la anestesia no te va a tomar”.
Okey, chicas, entonces ¿qué hacemos? ¿Pierdo el
diente? ¿Quién me termina el arreglo? Y ya no pude frenar absolutamente nada:
me largué a llorar, desconsolada, mientras que la secretaria me mostraba en un
papel el monto que debía transferir por los materiales que utilizaron.
Terminame el arreglo, por favor, no me podés dejar
así, le supliqué. Poneme anestesia, lo que quieras. La dentista, desencajada,
me reprendió: “Un nene de cuatro años se porta mejor que vos, deberías ir al
psicólogo, yo no puedo ayudarte”. Y se fue.
Mi desconsuelo fue total. Mi hija me abrazó, me
secó las lágrimas con sus deditos fríos y me trató de confortarme: “Todo va a
estar bien, ¿querés un caramelo?”.
Hice la transferencia y me echaron del consultorio
como si fuera una loca peligrosa. Por sentir miedo. Por llorar. Por tener 43 y
un diente de leche.
El viaje en auto a casa fue en silencio. Ninguna
podía hablar. Quedamos totalmente conmocionadas.
Ahora me pregunto si esto dejará algún trauma en
Lila. Si cuando sea más grande, tendrá que ir a terapia para hablar de estos
ataques de terror de su mamá. Me pregunto también si es correcto que un
dentista me haya echado de esa manera. ¿Debería haberme contenido a pesar de
mis 43 años? Me pregunto si es verdad que me podría haber dado un infarto por
tanto miedo. Me pregunto quién contiene a las madres cuando tenemos mucho
miedo.
Llegamos a casa, miro la placa donde se ve mi
diente definitivo atravesado en la encía y no lo puedo creer. Supongo que ahora
tendré que buscar un nuevo dentista. Con o sin anestesia. Pero que termine la
tarea.