Por Guadalupe Treibel
Fracasaron inexorablemente el té de menta y la infusión de melisa, el masaje en las sienes con aceite esencial de lavanda y la presión sobre el valle de la unión entre el pulgar y el índice. Fallaron las compresas frías, la vincha con gel térmico, las sesiones de acupuntura y de reflexología. La dieta mediterránea, rica en omega-3, tampoco surtió efecto; ni siquiera la batería de medicamentos sugeridos por especialistas: Naprux, Geniol -en su presentación de 1 gramo, que acá no nos andamos con chiquitas-, Ketorolac… La migraña es volvedora, más perseverante que Michael Myers, Jason Voorhees y Freddy Krueger juntos. Villanos cuyas armas me resultan tanto menos amenazantes que este flagelo: los repentinos destellos de luz y el hormigueo en el rostro; el casi inmediato dolor aturdidor y pulsátil, con su nefasto latido; las náuseas, la sensibilidad a la luz, la punzada ante cualquier ruido minúsculo.
Al menos una vez a la semana, se
me parte la cabeza. Entonces, echo mano del malo conocido que sí alivia: esa
pastilla roja con ergotamina, dipirona y cafeína que, solo a veces, me deja
seguir funcionando. La tomo pese a la reprimenda -en voz muy seria, muy grave-
de mi (ex)neurólogo, “Seguí así y ya vas a ver el desajuste”, aludiendo a
efectos secundarios como ACVs y/o infartos por uso excesivo. Qué tupé llamarme
irresponsable siendo incapaz brindarme una solución alternativa. Lo que no soy
es masoquista, señor engrupido que le baja el precio a mi imbancable mal. Aparte,
los deadlines no esperan a que pase la cefalea y hay que parar la olla cada
día.
Cuando aparece, este
aplastacráneos me reduce a una zombi murmurante incapaz de hilar media idea.
Oportunista, ataca a la primera de cambio, y ni siquiera se deja atajar porque
no repite patrones. No hay mecanismo de defensa que valga cuando, a veces, lo
desencadena el estrés; otras, estar demasiado relajada. Puede surgir por falta
¡o exceso! de sueño; estando entre multitudes o solita mi alma; en ayunas o
recién cenada… En fin, nada lo aleja, poco lo calma. Solo puedo repetir, parafraseando a cierta cantante pop española: desesperada.
La migraña es una de las
enfermedades más incapacitantes del mundo: palabras de la Organización Mundial
de la Salud, no mías. También es una de las patologías más infrafinanciadas e
incomprendidas, que no tiene aún tratamiento completamente eficaz. No se le han
dedicado suficientes recursos porque no es mortal; okay, pero además porque
nosotras la padecemos mucho más que los varones. “El arma más terrible
utilizada por las damas contra sus maridos” -como la definió el macanudo de
Balzac, que la consideraba un “impuesto matrimonial” a los pobres señores-
afecta a casi el 20 por ciento de las mujeres y solo al 6 % de los varones.
El experto que me soltó la mano
seguro me tildaría de paranoica, pero se sabe que la medicina tiene una deuda
enorme con las mujeres. Históricamente se nos excluyó de la investigación,
dejando las dosis de fármacos calibradas para hombres y sin comprender a fondo
nuestra biología. El cuadro de situación actual: décadas de atraso en estudios
de enfermedades típicamente femeninas, diagnósticos tardíos y tratamientos
insuficientes, junto a un sesgo archiconocido, el de minimizar o malinterpretar
nuestros síntomas…
“Desde el siglo XIX, la migraña
ha sido vista como un pretexto”, señala la filósofa y doctora en historia de la
medicina Esther Lardreau, autora francesa de La Migraine, biographie d'une maladie (2014), ponderado ensayo
donde, asimismo, relata que la palabra ya existía en la Edad Media:
“Inicialmente un adjetivo, el término refería a un dolor en la cabeza que
acompañaba a ciertas enfermedades. Hablamos de ‘gota migrañosa’, de ‘fiebre
migrañosa’. A partir del siglo XIV, pasó a ser sinónimo de dolor en la mitad
del cráneo. Sorprendentemente, es el vocablo popular migraña el que pasa al
lenguaje médico”. Esther aclara, por si las mosquitas, que hay descripciones de
ataques de jaqueca todavía más lejanos, de la Antigüedad, cuando la medicina
rudimentaria se abría camino a tientas.
Entre los tratamientos más
desagradables propuestos en aquel entonces, la apertura de la vena frontal para
extraer sangre, seguida de una cauterización con un hierro al rojo vivo (el
sufrimiento que ocasionaba este procedimiento dejaba en segundo plano la migraña
en cuestión). Mucho más adelante, en el XIX, se pusieron de moda los
tratamientos con corriente eléctrica: galvanización (corrientes continuas de
baja intensidad), faradización (corrientes alternas), etcétera. Aunque yo bien
podría intentar meter los dedos en el enchufe cuando me agarra una feroz crisis
migrañosa, ahora estoy barajando una opción menos jugada…
Inspirada por el Papiro Chester
Beatty V -datado entre 1292 y 1190 a.C.-, estoy considerando seriamente
mandarme a hacer un caimán mediano de arcilla. Según este antiguo manuscrito,
el tratamiento egipcio para el “dolor en la mitad de la cabeza” consistía en
colocar sobre el bochín una figura de cocodrilo con ojos de cuarzo y la boca
llena de grano, atada con una cinta de lino adornada con imágenes de dioses y
diosas. No se trataba de un vendaje, ni de una compresa divertida: la receta
era un hechizo. El reptil debía absorber el mal y luego ser descartado. En una
de esas, alguna energía positiva ancestral me alcanza. Y en el peor de los
casos, el emperifollado animalejo quedaría muy mono en la mesa ratona del
living.
En última instancia, me quedaría
la opción de ir más atrás en el tiempo y probar lo que sugiere el Papiro de
Ebers, fechado hacia el 1550 a.C., aunque con fragmentos aún más antiguos: aplicar
durante cuatro días el cráneo de un bagre hervido en grasa sobre mi cabeza.
Cuatro días. No suena tentador, lo admito, pero cuando se trate de este flagelo
implacable, ya me siento dispuesta a oler a río, a pescado sin vender...
Manotazo de ahogada. O casi.