Por Marina Soto
Por esas cuestiones de la internet que hacen que
todavía valga la pena no vivir completamente desconectada, me encuentro
hablando con alguien que no conozco (un avatar amable, con un dibujo manga y
apodo sin género) sobre cine. Tras un comentario que hizo esta persona diciendo
que había visto The Day the Earth Stood
Still, respondí con la célebre -para fans- frase de la película, “klaatu
barada nikto”. Nos pusimos a hablar de cintas de la época, le mencioné algunas
de mis favoritas (The Invasion of the Body Snatchers, Carnival
of Souls, Cat People), e intercambiamos brevemente sobre
nuestra pasión compartida.
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Calle de Lyon, donde los hermanos Lumière rodaron “La salida de la fábrica de las obreras y los obreros”, en 1895 |
Cuando siento que la vida me pasa por encima, me
albergo en la ficción. El cine y los libros son un refugio familiar que sirve a
la vez de lugar de descanso y herramienta de supervivencia. Me gusta ir al
cine, sola o acompañada; me gustan los códigos de la sala, la oscuridad, las
butacas y por sobre todas las cosas, la pantalla grande; desaparecer del mundo
por un par de horas, disociar de la vida real, escaparme en historias ajenas, y
salir luego con esa sensación de haber vuelto de un viaje. Y analizar las
cintas, como si fueran un rompecabezas, ver el entero de la imagen, pero
también cada pieza en sí misma, y la forma en la que encastran unas con
otras.
Nada de todo esto existiría sin mi mamá,
probablemente. Ni el amor apasionado, ni la enorme variedad a la que tuve
acceso, ni la defensa de los géneros bastardeados, ni la mirada profunda. Una
película no es un entretenimiento pasajero (incluso cuando lo es): es un
acontecimiento con vida propia. Hasta los filmes malos, los aburridos, los
que me puedo divertir destrozando (no muchos). Veo cine desde que tengo memoria
y tengo la suerte de haber pasado por todos los recovecos: salas comerciales y
centros culturales, claro, pero también salas de funciones privadas para
críticos y hasta cabinas de proyección. Todo esto es en buena medida debido a
mi vieja, así como también a haber crecido leyendo sus críticas, escuchando sus
recomendaciones y sus caprichos, discutiendo algunos puntos de vista.
Ahora con mi hija generamos la costumbre de ir al
cine todos los miércoles. Salió un poco de casualidad, porque nos gusta
ver películas, porque es el día barato y en el que ambas tenemos la tarde
libre y la pasamos juntas. Vemos lo que haya que se adecúe a su edad, que no
siempre es mucho y no siempre es bueno, aunque cada tanto nos encontramos con
gratas sorpresas. Pero incluso en los peores casos (que suelen resultar más
malos para mí que para ella), siempre disfrutamos tanto de la salida, que
una vez terminada la función ya empezamos a pensar cuál va a ser la
próxima, muchas veces basándonos en los trailers que vimos antes de la
función.
Tal vez el amor al cine es algo que en mi familia
se pasa de generación en generación, como algunas recetas o ciertos objetos de
valor familiar. Como un bien que no se cotiza en el mercado pero que alimenta
pasiones y, por lo tanto, da felicidad.
22/3/1895, París, primera función
de cine titulada "Sortie des ouvrières de l'usine Lumière" (sí, de
las obreras, trabajadoras de fines del XIX)