El café del adiós

Por Florencia Bendersky


En esta nueva entrega, sigo desbaratando clichés y escribo desde el coqueto bar de un museo de Buenos Aires. Las películas de Hollywood nos han hecho creer que hay algún tipo de “mística del nuevo escritor” en quienes generan textos fuera de su lugar habitual, que sería su escritorio. Para mí, estas situaciones no son para nada alentadoras, por lo menos en lo que a la escritura respecta. Por ejemplo, en este lugar, el ruido de la avenida que lo circunvala es bastante molesto; encima, tengo a unos metros a dos adorables señoras mayores (mayores que yo) que muy elegantemente vestidas, han aprovechado (como yo) el día gratis que ofrece el museo para venir. Leen el menú a piena voce: boniatos a la persa, gírgolas empanadas, raviol verde, paletas heladas de matcha. Finalmente deciden que solo tomarán café, pero igual debaten sobre qué será esa paleta. Una de ellas, la más joven, le dice que son los palitos helados tipo torpedo mientras que la otra siente una gran fascinación por la lista extraordinaria  que leyó y le saca una foto para mandarla al chat que tiene con sus amigas Marta y Susana (porque ellas siempre le mandan “sic”).

Por mi parte, tomo un café tibio servido en un cuenco de cerámica, y me pregunto en qué momento tomar el café tibio se convirtió en una moda. No hablo del café frío con hielo, que los españoles toman con gusto; hablo del café frío de tibio, de poco caliente, de poco café y me atrevo a generar una teoría sobre el hecho de que el café tibio es el culpable de la debacle de nuestra sociedad.

Ya me lo imagino, delante de la pantalla diciendo: a mí me gusta el café de especialidad que sale a la temperatura  de 50 grados que el barista propone. Si así fuera, por favor, ya mismo haga usted clic en la x de la parte superior de la página con esta nota, porque usted y yo acabamos de romper nuestra amistad.

A todos los demás que opinan que esta nueva moda de tomar café tibio es una porquería, vamos, nomás. Los invito a crear una nueva civilización o una nueva tierra o un club, algo que nos una contra las modas antojadizas, contra los cretinos dictadores y contra el marketing de la estupidez. 

Yo sé que mi relación con el café ha sido bastante tortuosa desde mi adolescencia. La primera vez (y me atrevo a decir la única) que un novio me dejó, fue tomando un café. Tenía 19 años y me había enamorado perdidamente (en general es una tendencia que tengo). Nos habíamos conocido estudiando y él fungía de una suerte de profesor. Salimos unos cuantos meses, los suficientes como para compartir una vacación familiar y otros menesteres. Pero un día, sin advertencia previa, me invitó a tomar un café. Recuerdo que era un bar por la zona de Caballito con algunas mesas, una barra en L y un mozo como todo paisaje. No me acuerdo si llegamos juntos o si él me citó allí. Pedimos dos cafés y apenas el mozo que los trajo se retiró, me dio un discurso que en resumen significaba que no quería salir más conmigo. Ahí mismo sentí que me partía, que me rompía… Morir de pie, como dice el tango. Y las lágrimas imparables lo inundaron todo, todo, todo. Di un sorbo al café y ¿adivinen qué? Estaba caliente, como debe ser. Imaginen semejante dolor y que el trago de café estuviera tibio.  

¿Cátulo Castillo podría haber escrito El último café si el café en cuestión era uno de estos brebajes modernos? Y probablemente, Julio Sosa intentaría suicidarse cortándose las venas con un macarrón de pistacho en estas nuevas cafeterías.

De todas formas, durante muchos años, no sé si por aquel novio cruel o por el tango, cuando alguien me preguntaba si quería ir a tomar un café, yo le respondía con angustia: ¿Por qué? ¿Me vas a dejar?

Igual, tranquilos, que este no es mi único argumento en contra de esta moda de los cafés de especialidad, los baristas y el ritual tilingo del grano de Zambezia servido mediante extrañas probetas. Tengo razones más poderosas para esgrimir y no son mías sino del mismísimo Dios. 

Parece que dentro de la Biblia, por el final, en la parte del Apocalipsis, Dios, mediante alguno de sus ángeles, le dice a unos ñatos medio pavotes que andaban por un templo, una de las frases más potentes y asquerosas que puedan existir: “Por tibio te vomitaré de mi boca” (3:15-16). También les aclara a estos mequetrefes que no tiene problema con que sean fríos o calientes, el tema es que no sean tibios. Estoy convencida de que Dios hablaba de las personas, pero también -porque lo sabía todo- del café que se descubriría en Etiopía cuando un pastor advirtió que sus cabras se ponían hiperactivas con ciertos frutos que mordisqueaban. 

Que estamos en tiempos apocalípticos no cabe duda, basta con ir hasta el almacén de la esquina para comprobarlo. Por eso me resulta urgente hacer este llamado a despertar, a decir basta, levantémonos y marchemos lejos de las radicales tibiezas y las terraplanistas libertades, porque como el café, es momento de que estemos bien calientes.