Por Florencia Bendersky
Por mi
parte, tomo un café tibio servido en un cuenco de cerámica, y me pregunto en
qué momento tomar el café tibio se convirtió en una moda. No hablo del café
frío con hielo, que los españoles toman con gusto; hablo del café frío de
tibio, de poco caliente, de poco café y me atrevo a generar una teoría sobre el
hecho de que el café tibio es el culpable de la debacle de nuestra sociedad.
Ya me lo
imagino, delante de la pantalla diciendo: a mí me gusta el café de especialidad
que sale a la temperatura de 50 grados que el barista propone. Si así
fuera, por favor, ya mismo haga usted clic en la x de la parte superior de la
página con esta nota, porque usted y yo acabamos de romper nuestra amistad.
A todos
los demás que opinan que esta nueva moda de tomar café tibio es una porquería,
vamos, nomás. Los invito a crear una nueva civilización o una nueva tierra o un
club, algo que nos una contra las modas antojadizas, contra los cretinos
dictadores y contra el marketing de la estupidez.
Yo sé que
mi relación con el café ha sido bastante tortuosa desde mi adolescencia. La
primera vez (y me atrevo a decir la única) que un novio me dejó, fue tomando un
café. Tenía 19 años y me había enamorado perdidamente (en general es una
tendencia que tengo). Nos habíamos conocido estudiando y él fungía de una
suerte de profesor. Salimos unos cuantos meses, los suficientes como para
compartir una vacación familiar y otros menesteres. Pero un día, sin
advertencia previa, me invitó a tomar un café. Recuerdo que era un bar por
la zona de Caballito con algunas mesas, una barra en L y un mozo como todo
paisaje. No me acuerdo si llegamos juntos o si él me citó allí. Pedimos dos
cafés y apenas el mozo que los trajo se retiró, me dio un discurso que en
resumen significaba que no quería salir más conmigo. Ahí mismo sentí que me
partía, que me rompía… Morir de pie, como dice el tango. Y las lágrimas
imparables lo inundaron todo, todo, todo. Di un sorbo al café y ¿adivinen qué?
Estaba caliente, como debe ser. Imaginen semejante dolor y que el trago de café
estuviera tibio.
¿Cátulo
Castillo podría haber escrito El último café si el café en
cuestión era uno de estos brebajes modernos? Y probablemente, Julio Sosa
intentaría suicidarse cortándose las venas con un macarrón de pistacho en estas
nuevas cafeterías.
De todas
formas, durante muchos años, no sé si por aquel novio cruel o por el tango,
cuando alguien me preguntaba si quería ir a tomar un café, yo le respondía con
angustia: ¿Por qué? ¿Me vas a dejar?
Igual,
tranquilos, que este no es mi único argumento en contra de esta moda de los
cafés de especialidad, los baristas y el ritual tilingo del grano de Zambezia
servido mediante extrañas probetas. Tengo razones más poderosas para esgrimir y
no son mías sino del mismísimo Dios.
Parece que
dentro de la Biblia, por el final, en la parte del Apocalipsis, Dios, mediante alguno de sus ángeles, le dice a unos
ñatos medio pavotes que andaban por un templo, una de las frases más potentes y
asquerosas que puedan existir: “Por tibio te vomitaré de mi boca” (3:15-16).
También les aclara a estos mequetrefes que no tiene problema con que sean fríos
o calientes, el tema es que no sean tibios. Estoy convencida de que Dios
hablaba de las personas, pero también -porque lo sabía todo- del café que se
descubriría en Etiopía cuando un pastor advirtió que sus cabras se ponían
hiperactivas con ciertos frutos que mordisqueaban.
Que
estamos en tiempos apocalípticos no cabe duda, basta con ir hasta el almacén de
la esquina para comprobarlo. Por eso me resulta urgente hacer este llamado a
despertar, a decir basta, levantémonos y marchemos lejos de las radicales tibiezas
y las terraplanistas libertades, porque como el café, es momento de que estemos
bien calientes.