A ponerse las plumas: Una mirada inexperta sobre la MET Gala

Por Silvina Quintans

Sarah Jessica Parker, la arquitectura onda
Frank Gehry al servicio de la moda

Antes muerta que sencilla, decían las abuelas, y la frase le calza perfecto a la alfombra roja de la MET Gala, la pasarela de moda más importante del mundo, que se despliega cada primer lunes de mayo en las escalinatas del Museo Metropolitano de Nueva York. Allí la colorida farándula estadounidense exhibe sus plumas, abalorios, cristales, lentejuelas, oro, alhajas y brillantes para juntar fondos para el Instituto del Traje del MET, que acopia una colección de más de 30 mil piezas de todas las épocas.

La invitación a la gala marca la pertenencia a lo más granado de la sociedad estadounidense -si es que existe tal cosa-, concepto que fue cambiando desde 1948, cuando la reina de las relaciones públicas Eleanor Lambert organizó la primera cena de recaudación de fondos. En plena Edad de Oro de la Alta Costura, durante la posguerra, la moda se proponía dejar atrás los años oscuros y sumaba críticos y periodistas especializados.  

Hoy la convocatoria incluye a actrices, raperos, cantantes, deportistas, empresarios, mediáticos y los infaltables influencers.  Los simples mortales que lo vemos por TV quedamos boquiabiertos frente al despilfarro de glamour y al desfile de personajes con nombres ilustres y no tanto, que compiten por el atuendo más vistoso. Aquello de “el lujo es vulgaridad” -Los Redondos dixit- aquí no corre: la consigna podría ser “más es más”, contra cualquier prédica minimalista.

De jardines y bellas durmientes


En 1970 la legendaria periodista de moda Diana Vreeland, que solía asesorar a Jackie Kennedy en cuestiones de vestuario, decidió que las galas serían temáticas y puso a los diseñadores a pensar cada año cómo representarían las distintas consignas.  A partir de 1995 la Gala quedó en manos de Anna Wintour, la directora de Vogue que inspiró el personaje de El Diablo viste a la moda (The Devil Wears Prada), con su cuota de audacia a la hora de elegir los temas. En 2018, por ejemplo, se metió con la religión y la consigna fue: Heavenly Bodies: Fashion And The Catholic Imagination. Una de las tantas polémicas la generó la cantante Rihanna, con lujoso look papal coronado con mitra, que provocó tantas adhesiones como rechazos, así como su reciente portada de Interview donde satiriza provocativamente la represión sexual de las monjas.  


Este año el tema fue El jardín del tiempo, basado en un relato del británico J. G. Ballard, que cuenta la historia del conde Axel y su esposa, que viven en una tranquila villa rodeada de flores de cristal que detienen el paso del tiempo. Pero detrás de los muros que rodean el castillo, la “chusma” o el “populacho” avanza de manera desordenada, mientras el conde va cortando las flores para hacer retroceder el tiempo. Interesante la elección de este texto, que da cuenta de una elite rodeada por una turba que avanza sobre su palacio de fantasía.

Algo similar a lo que sucede en la propia gala, donde existe un muro entre los personajes que suben emperifollados a la alfombra roja y los que quedan detrás de la valla gritando para robar una foto, o los que miramos el evento en chancletas por la pantalla de la computadora. Como en el cuento de Ballard, el pueblo queda afuera del mundo de flores, cristales y fantasía.

Como si fuera un palacio amurallado, el show del MET se monta sobre la alfombra roja que es todo lo que nos dejarán ver a quienes no pertenecemos. Como dice el tango: “de chiquilín te miraba de afuera/ como esas cosas que nunca se alcanzan”. A diferencia de los festivales de cine, donde la alfombra roja es solo el preludio del evento principal, en la Gala del MET lo único que podremos ver es el acceso, el resto es solo para los invitados.

Una vez que entran al museo, salen de la vista del público, que se contentará con imaginar a estas estatuas vivientes alrededor del Templo de Dendur -espectacular construcción usurpada a los egipcios para ser trasplantada en una sala con vista al Central Park- o mientras se acomodan -si lo permiten los aparatosos atuendos- frente a las mesas que prometen un banquete.  El pueblo sí tendrá acceso durante varios meses a la muestra que inaugura la gala, que este año se llama Sleeping Beauties: Reawakening Fashion (Bellas Durmientes, redespertando a la moda). La exposición no está inspirada en el famoso cuento, sino en la exhibición de antiguos y delicados trajes que habían estado dormidos durante décadas y que ahora descansan en vitrinas, mientras la tecnología les insufla nueva vida con imágenes digitales, sonidos de telas que se rozan y hasta aromas rescatados de otros tiempos.

Para los que lo miran  por tv

Lana del Rey ingresando reino vegetal

El martes por la mañana proliferan en televisión los comentaristas que dictaminan sobre “las mejor y las peor vestidas” (mucho espacio dedicado a ellas, poco a ellos), propinan comentarios más o menos arbitrarios y dictan sentencias maliciosas con aire de expertise.  “Esto es arte”, espeta uno con tono de suficiencia en un programa televisivo de la mañana; “le faltó, es aburrido”, le contesta otro, “a mí me divierte”, refuta el primero. En tiempos en los que ya sabemos que no hay que opinar sobre cuerpos ajenos, nunca falta el que destaca los kilos de más o de menos de quienes circulan por la escalinata. Porque debajo de tantos pliegues y accesorios suelen aparecer cuerpos hegemónicos y trabajados con esmero, más allá de que se cuele alguna persona entrada en kilos o en años para dar la cuota -siempre módica- de inclusión.

El desfile sigue sobre la pasarela floripondiosa, con tiaras, flores, caderas infladas y vestidos escultóricos que requieren una corte de asistentes para acomodar las telas. Y allí la tenemos a Jennifer Lopez, a sus cincuenta y tantos, con las estratégicas transparencias que revelan sus atributos: “qué piel, qué cuerpo, ¿cómo hace a su edad?”, se pregunta el de la tele. La mirada es más impiadosa con Serena Williams, embutida en lo que parece papel metalizado; “no es para ella, demasiado volumen”, sentencian.

La cosa avanza con desmedidos elogios hacia la actriz y cantante Zendaya, enfundada en pliegues azul-tornasolado-pavo-real y… ¿es un racimo de uvas lo que cuelga de su falda? Para la mirada inexperta la sensación oscila entre la admiración, el asombro, el desconcierto y la vergüenza ajena. El criterio de los “expertos” muchas veces parece forzado y alejado del sentido común, pero allí están para guiarnos por los insondables caminos de la moda. “Qué lindo, qué feo, qué original”: un derroche de adjetivos, pero ninguno parece haber leído el cuento de Ballard que determina el código de vestimenta.  Nadie parece haber visitado el Jardín del Tiempo con sus complejas reflexiones sobre lo efímero de la belleza.

Florecida Amanda Seyfried con cintura
que se aparta del cuerpo hegemónico

Entonces aparece la cantante sudafricana Tyla enfundada en un vestido fabricado con arena. Los diseñadores en este caso pecaron por exceso de literalidad y decidieron convertir el cuerpo de la modelo en un reloj de arena, que porta en una de sus manos -¡oh, sorpresa!-  otro reloj de arena. La mujer se acerca al pie de la escalinata y tres hombres la enarbolan como si fuera un florero y la depositan varios escalones más arriba. La operación se repite y da la sensación de que transportan un objeto inanimado y rígido. La firma Balmain, que creó el diseño, explica que está confeccionado con “una técnica de aplicación única para el vestido, que presenta tachuelas de arena y microcristales presionadas directamente sobre una tela moldeada por un molde de yeso del corpiño de la propia estrella”. Sea como fuere, la modelo no puede moverse por sí misma y queda a merced de los tres muchachos que la trasladan.

La escena se viraliza en redes y genera reacciones airadas: están quienes sostienen que el modelo cosifica a las mujeres, que las convierte en estatuas o muñecas portables, frente a quienes califican el modelo como una obra de arte.

En este reino de relojes de arena, sirenas y colores pastel, la directora Greta Gerwig -sí, la artífice del reino rosa chicle de Barbie- aparece toda vestida de negro, con amplios pantalones y una capa-poncho-pashmina de gasa al tono. ¡Al fin algo que me podría poner!, pienso, pero enseguida leo los comentarios indignados: “¿dónde cree que está?, ¿está de luto? ¿Y la consigna?”.  El desfile continúa y el ánimo oscila entre la fascinación frente a la belleza hipnótica de algunos trajes y el desconcierto frente a otros.  

 En Youtube aparece una memorable performance de 2019 en la que Lady Gaga hizo una entrada de quince minutos en la que comenzó cubierta por una lujosa capa fucsia que caía en cascada por la escalinata y luego, como si fuera uno de esos regalos que esconden un paquete dentro de otro, fue revelando distintas capas de ropa. Cada vez que se sacaba una pieza  -con la ayuda de un ejército de asistentes- su actitud cambiaba, hasta que se reveló el look final de ropa interior, medias largas y tacos kilométricos. Es cierto: detrás de tantas capas de ropa se escondía una vez más un cuerpo hegemónico y listo para ser consumido, pero la peluca rubia, el maquillaje exagerado, la parodia con cada cambio de vestuario dejaban en claro que se trataba de una puesta en escena en la que la propia artista no se tomaba tan en serio.

La robusta modelo Ashley Graham

La decadencia y el tiempo

El cuento de Ballard fue escrito en 1962, pero puede estar situado en cualquier espacio y en cualquier tiempo. Los protagonistas son finalmente alcanzados por la chusma cuando terminan de arrancar la última de las flores y se vuelven vulnerables al tiempo. Nada es eterno y ningún privilegio dura para siempre, podríamos interpretar.

Sin dudas la propuesta de la gala de este año fue ambiciosa, el cuento es una bella fábula sobre la fragilidad de la vida y el paso del tiempo. Pero ¿cómo recrear conceptos tan sutiles en una alfombra roja dominada por la frivolidad? ¿Alguien se habrá tomado el trabajo de leer el cuento de Ballard para interpretar los trajes?  En la gala abundaron los condes y las condesas, las flores de cristal, los relojes de arena, pero nadie eligió representar a quienes en el cuento y en la vida quedan del otro lado del muro.

¿Arte o cosificación? ¿Lujo o despilfarro?  En un mundo difícil, atravesado por las diferencias sociales, las antinomias, las guerras, la inestabilidad y la pobreza, eventos como la MET Gala funcionan como un consuelo en el que la fantasía y el exceso están permitidos. Cuentos de hadas para soñar con un mundo distinto, bello y abundante, un mundo en el que la banalidad por un rato nos hace olvidar las injusticias y el paso del tiempo.