Introducción a un caprichoso diccionario de infancia

Por María José Eyras


1.

En el origen hay una niña que lee viejas novelas en traducciones llegadas de España donde, a fuerza de repetirse, un vocabulario insólito, extraño, se va dejando descifrar; se le vuelve familiar. Entonces, de pronto, en cualquier momento y tiempo, a ella se le escapará alguna de esas palabras raras. Un día, han pasado años, después de una cena abundante dirá: “Estoy ahíta”. Y su hijo la mirará divertido: ¿De dónde sacaste esa palabra, mamá? Y a otros términos más usuales para significar lo mismo, como jugando, el niño sumará ese que acaba de descubrir.

2.

Una noche, cuando mi vida matrimonial había expirado imprevista y catastróficamente, fui al teatro con una prima que había venido a pasar unos días en Buenos Aires. A la salida, la alcancé hasta el departamento donde paraba. Bajábamos en dirección a Callao por una Arenales nocturna, despejada a esa hora, y todavía me asombraba de estar al volante, de ser yo quien conducía. Si bien manejaba desde los dieciséis –mi padre se había tomado el trabajo de enseñarme– por mandato y comodidad me acostumbré a cederle a mi entonces marido el asiento del conductor. El hábito de ser copiloto, nada inofensivo como comprendería más tarde, había durado treinta años. Tanto tiempo de ser llevada, de ir mirando el paisaje exterior, de desentenderme del camino entregada a la somnolencia de quien sigue un rumbo trazado de antemano, hizo que el asombro ante la propia capacidad de conducir perdurara. Cuando nos detuvo un semáforo, le dije a mi prima: Haber vuelto a manejar es uno de los beneficios de la separación. ¡Ve qué bien! contestó. Y con una sonrisa cómplice agregó: Así decía la abuela: ¡ve qué bien!

La madre de mi madre, una señora amable, sencilla y alegre, oriunda de Dolores, nos recibía en su casa en el pueblo cuando éramos niñas y usaba esa expresión: ¡Ve qué bien! Entonces, aquella noche bajando por Arenales, la voz de mi abuela muerta volvió a hacerse oír desde algún lugar remoto. Y era una voz optimista en la caja de resonancia de mi mente, en un momento en que, abatida por el desmoronamiento posterior al divorcio, yo necesitaba exactamente eso: optimismo. Enseguida, el “ve qué bien” empezó a circular entre nosotras como un guiño y devino código, volvimos a decirlo para celebrar lo que fuera.

A partir de ese día, mi prima y yo iniciamos una conversación en la que fueron desfilando otras palabras, otras expresiones. Como en Léxico familiar, el maravilloso libro de Natalia Ginzburg, la banda sonora verbal de nuestros veranos juntas se sacudía la arena del olvido. De pronto, recuperábamos un vocabulario que incluía adjetivos como fruncida, zanguango, o sustantivos como cobija. Palabras y expresiones que se oían lejanas, palabras caídas en desuso que ahora, al abrirse el juego, iban reapareciendo. Poderosas, nos devolvían un universo, traían consigo las voces que las pronunciaron, el perfume de jazmín en la galería, los olores del estofado cociéndose a fuego lento, el canto de los canarios y los cardenales, los pasos retumbando sobre los pisos con sótano. Como pequeños ladrillos, reconstruían una zona en el tiempo, hacían renacer su atmósfera, conjuraban años, nos transportaban a un tiempo afortunado y volvíamos a estar al amparo de aquella casa en la que jugábamos durante horas. Tenían una sonoridad que daba brío al pulso y hacía resurgir escenas e historias con una fuerza que les venía del amanecer de la vida, cuando éramos niñas y aún había abuela y mayores que nos cuidaran, cuando era natural estar seguras de ser amadas.

Así nació la idea de escribir un diccionario de infancia. Desde su génesis, nuestro diccionario se revelaba anárquico, caprichoso, inexacto. Una colección bizarra, batalla perdida. Pero también, acaso, red. Y las redes, con sus nudos y agujeros pueden atrapar peces raros, dejar pasar el aire, y quizás, devolvernos rastros de una era de la vida, de la que una era.

¿Mueren alguna vez las palabras? ¿Se pierden como las cenizas soltadas al viento? Si el lenguaje es un organismo vivo, en permanente mutación, de una riqueza que no se agota, si nos constituimos en sujetos a través del lenguaje y gracias a él, si la estructura del lenguaje sostiene nuestra individualidad y la del grupo, al mismo tiempo, vivimos en un mundo que, como lo ha señalado un filósofo muy citado aún por quienes no lo leyeron, tiende a devenir líquido. Esta liquidez crea vínculos efímeros, contactos múltiples, superficiales y genera transformaciones aceleradas por la tecnología y el consumo que necesariamente afectan la lengua. No solo porque en esa vorágine caducan muchos objetos, hábitos, modalidades, y con ellos las palabras que los nombraban, sino también porque la invasión tecnológica –todos lo sufrimos–  con sus avances trae velocidad, vértigo, un diluvio de informaciones que nos roban la atención y el tiempo; ese tiempo receptivo, pausado que necesitan la lectura, el diálogo, el detenernos a pensar.

3.

Las palabras que colecciona este diccionario sui generis las frecuentábamos de niñas, las decían nuestros muertos, quedaron fijadas a sus voces, a escenas de otra época, tan distante que para aludir a ella decimos “en otra vida”. Si alguna vez nos pertenecieron, ahora solo reaparecen esporádicas, disruptivas, sorprendentes. Es curiosa la reacción al uso de las palabras olvidadas. Hay gente a la que le encanta volver a escucharlas, otra a la que parecen perturbarla, como suele suceder con lo diferente, y hasta hay quienes  reaccionan desde el propio prejuicio edadista, extendiéndolo también al vocabulario.

Este diccionario de infancia nace del amor a las palabras, a todas: las vigentes y las que ya no. Las que se quedaron almacenadas en nuestra infancia, en tiras de historietas, en la enramada nebulosa del recuerdo, en el habla de algunos personajes. Palabras que envejecieron o se apagaron. Este diccionario quisiera porfiar contra el edadismo del lenguaje, la censura, las miradas reprobatorias y el “ya no se usa, ya no se dice, qué palabra rara”. Apostar por devolverlas al cofre de significados colectivos, como un diccionario contra el lenguaje líquido.

Ojalá esta colección, (que irá llegando por entregas, como alguna vez los folletines), además de en un amable tobogán hacia la memoria de quien lee, se convierta en una invitación a recuperar y enriquecer nuestro léxico.