Historias de la muerte, Parte 2

Por Florencia Bendersky

Cajas de fósforos, Museo Filumenista de CABA, 2017

Bienvenidos a la nueva entrega de las “Historias de la muerte”. Si se tratara de una serie de alguna plataforma digital, ahora aparecería el racconto del capítulo anterior, con los puntos importantes que permitirían comprender la trama en el presente episodio. Pero no se hagan ilusiones: si quieren saber qué decía la parte uno, busquen la pasada edición de Damiselas y léanla (qué tanto).

De todas formas, tampoco tienen tanta necesidad de seguir una trama, porque la muerte es como un clásico,  tiene esa capacidad de ser reconocida por todos y todas, en cualquier momento, de manera universal.

Hablar de la muerte es contar un poco la estrategia que tenemos las vivas y los vivos para seguir existiendo.

En este episodio, voy a contarles sobre la muerte de mi papá. Y les prometo que se van a reír...

Jorgito -cómo le decían de chico- no solo era mi viejo, sino también el de mis tres hermanes. En el ranking de los hijos, yo entro en su vida en tercer lugar, y en su segundo matrimonio. Imagínense, para los años 70, ser hija de un segundo matrimonio era algo novedoso; razón por la cual, a muy corta edad ya me había armado yo un speech para explicar esta curiosidad. Era una niña experta en contar mi historia en los colectivos y en los subtes. Cada vez que alguien me decía: “¡Qué linda nena!, ¿tenés hermanos?”, yo recitaba de corrido: “Si, tengo dos del primer matrimonio de mi papá, porque mi papá se casó dos veces, primero con Ducy y tuvo a mi hermana Betina y a mi hermano Gustavo, y después se casó con mi mamá y me tuvo a mí, yo tengo cinco años, mi papá es judío y mi mamá católica y esa mujer que hace señas para que me calle es mi abuela Porota”.

A mis 7 años, papá y mamá se separaron. A mis 10, sumé una nueva hermana, motivo por el cual el relato se amplió: “Tengo tres hermanos, Betina y Gustavo, del primer matrimonio de mi papá, yo soy del segundo matrimonio, pero mis papás se separaron y ahora papá se volvió a casar con Eliana y tengo otra hermanita que se llama Natalia y la que me mira con cara de aburrida es mi abuela Porota”.

Pero papi, que era un gran partidario del matrimonio, no cerró ahí la historia, siguió probando. En consecuencia, para mis 19, el relato (ya no en los colectivos) era: “Mi viejo se casó 4 veces y la que me mira con un ataque de risa es mi abuela Porota”.

Conclusión, cuando papi se murió, estábamos quien suscribe estas líneas, mis tres hermanos, sus tres exmujeres y su mujer. Mi abuela ya no estaba, pero se seguía escuchando su risa entre lágrima y lágrima.

Urna funeraria bíodegradable,
friso de Klimt

La muerte del viejo no nos tomó por sorpresa, ya que llegó luego de una internación prolongada. Esa fue la primera vez que a mis hermanes y a mí, nos tocaba ocuparnos de todos los menesteres propios de las exequias funerarias. Papi siempre decía: “El día que me muera, me tiran un fosforito y listo”, frase que traducíamos: “No tengo nada previsto, arréglense como puedan”.

Querida lectora, querido lector, le sugiero, que si tiene pensado morirse en algún momento, deje todo lo que pueda por escrito, en un mensaje de audio o en un meme, porque lo del fosforito no es tan simple como puede sonar. Más bien, todo lo contrario.

Pero no se preocupe, si usted es inexperto/a en este tema, aquí le dejo una guía para que sepa qué hacer con su muerto.

Velatorio y entierro. Seguramente, como mis hermanos saben que soy productora, aparte de directora y escritora, me enviaron a hacer un relevamiento en las casas velatorias del mercado para saber cuánto salía este primer paso. Así que partí obediente, junto a mi amigo Sergio, a recorrer cocherías (mi papá murió hace 13 años, aún no daba preguntar por internet). Fuimos primero a una paquetísima y antiquísima reliquia que procura los sepelios de la aristocracia argentina, donde nos atendieron con profesionalismo y solemnidad incluso cuando les dije que el muerto aún no estaba muerto y que yo estaba por allí “mirando”. Para mi sorpresa, parece que “mirar” para saber qué hacer con los muertos (antes de que se conviertan en tales) es algo muy usado por la crème de la crème. Así fue que me brindaron un plan detallado de espléndidos parques, coches elegantísimos y bouquets florales dignos de los jardines de Versalles. Para la selección de cajones, nos invitaron a otra habitación donde se exhibían, como en una dulcería, fragmentos de maderas con el ornamento que los acompañaría, todo impecablemente chic, al punto que pensé en cuán lindo quedaría ese catálogo de féretros en un living art decó. Luego, me entregaron un regio sobre membretado dónde deslizaron las cotizaciones y una tarjeta personal, para que los llamara en el momento apropiado. Les agradecí la representación y partí muy satisfecha a encontrarme con mis hermanos.

Cuando abrimos el sobre, el precio de la respetuosa solemnidad equivalía a 5 pasajes, en primera, a Japón, ida y vuelta (kilómetro más, kilómetro menos).

La búsqueda del fosforito se convirtió entonces en una licitación y me mandaron a conseguir otro presupuesto.

Nuevamente, mi querido amigo y yo nos encontramos a las puertas de una casa velatoria, esta vez muy moderna y marmoleada, situada en una avenida más comercial. Nos recibió un señor muy compuesto de riguroso saco negro, camisa negra y corbata negra. Apenas entramos, me dio su más sentido pésame y nos invitó a recorrer las instalaciones. Esta vez, nada se sugería, todo era bien concreto. En el primer piso, una sala velatoria con capacidad para 120 personas con espacio adyacente para que los deudos pudieran descansar si deseaban quedarse toda la noche. Una segunda sala, para 80 personas, con servicio de café, y una tercera sala, más íntima, en planta baja. Todo el camino, este buen señor engolaba la voz cuando mencionaba las palabras mármol y óbito. Por último, nos mostró una sala llena de ataúdes, todos parados y apoyados contra las paredes como soldados que esperan ser llamados a la batalla. Acto seguido, pasamos a su oficina, donde nos dijo, directo y a la cara, el precio de cada servicio, que no eran cinco pasajes a Japón en primera, pero sí unos tres en turista. Mi amigo no pudo contenerse y le espetó: “¡Pero qué caro!” A lo cual, el engolado señor le respondió: “¿Caro? Mi pibe ayer cumplió tres años, ¿sabés lo que me salió el pelotero? Dos horas de pelotero casi lo mismo que esto, y ojo que acá estás toda la noche”.

La idea de despedir a mi viejo en un pelotero me resultaba bastante simpática, pero dos horas de velorio me parecieron poco.

Con este panorama, mis hermanos se sumaron a la búsqueda y terminamos acordando con una casa recomendada por alguien que ya se había muerto y que estaba muy conforme.

Mi papá murió una mañana de marzo y cuando todos los preparativos se concretaron, la tristeza ganó terreno. Estábamos en el sanatorio con Mónica, su cuarta, última y definitiva mujer. Me tocó avisar al resto de la familia y comenzamos con la despedida. La ambulancia (morguera en la jerga fúnebre) llevó su contenido desde el sanatorio hasta la casa velatoria. A mí, en el sorteo, me tocó seguirla en un auto detrás y hacer los primeros trámites. Estaba en una oficina de paredes sombrías cuando se acercó un señor muy circunspecto, de traje azul que se presentó como el abogado de la firma funeraria. Acto seguido, me preguntó si mi papá era abogado (aclaro que siempre alguien me pregunta si somos familiares, primos o parientes de tal médico, tal abogado o tal otro Bendersky, a lo cual aclaramos que Bendersky es el Pérez de los judíos y que no todos estamos emparentados). Mi papá no era abogado, pero sí, había estudiado hasta cuarto año de la carrera. Cuando le hice este comentario, al buen señor se le iluminó la sonrisa y conmovido me comentó: “Claro, por eso cuando abrí la bolsa, le vi una cara conocida…”.

Mi mamá diría que esto no hubiera pasado con la paquetísima y antiquísima reliquia de los sepelios de la aristocracia Argentina, pero yo tengo mis serias dudas.

Entrada a Miramar

La despedida fue linda, con mucha gente que lo quería y que nos quiere. Al otro día, fuimos a un precioso cementerio arbolado dónde finalmente el fosforito funcionó y el deseo de papá se cumplió. Al terminar nos dieron sus cenizas en una urna de madera clara y lustrosa que se sentía calentita al agarrarla.

Ahora éramos 4 hijos con un papá en cajita y teníamos que decidir qué hacer.

El fosforito significaba cremación, y sabíamos que el lugar dónde papi fantaseaba que estuvieran sus cenizas, no era en un cementerio, sino en Villa Máxima, la casa de veraneo familiar de su infancia en Miramar.

Lo que siguió comprende un viaje, un motorhome y un iraquí. Pero, para esa historia, cómo en la plataforma digital, van a tener que esperar al siguiente capítulo: Historias de la muerte, Parte 3, ¿el final?

Próximamente, en su Damisela amiga.