Soltando amarras en pos de la igualdad

Por Francisco Civit

Equipo de 23344

Me resulta complejo escribir sobre mi puesta de 23344, obra de Lautaro Vilo actualmente en cartel, porque fue una tramitación que duró años y tuvo sus bemoles. En principio, pretendíamos estrenar en junio del 2020 y comenzamos los ensayos a principios de marzo de ese año. Como todo el mundo sabe, buena parte del planeta tierra se detuvo a las dos semanas por el COVID-19. 

Para explicar el proceso que desarrollé con este material debo remontarme a unos años atrás: en 2010, Lautaro Vilo me convoca para interpretar a “2”, uno de los personajes de esta pieza.

Proyecto exigente, porque la propuesta de Lautaro incluía meses entrenando esgrima y los consiguientes calambres en las extremidades de lado derecho del cuerpo. Un desafío físico fuerte, un texto sincopado y un universo bestial, pero extrañamente familiar. Con Paul Mauch y Pablo Gershanik nos conocíamos de los escenarios -con Paul de haber actuado juntos- y al encontrarnos para actuar esta pieza, se fue dando una entrañable amistad. Con Lautaro la cosa viene de más lejos. Compartimos la escena en Enrique IV de Pirandello, mi primer trabajo en el San Martín, bajo la dirección de Rubén Szuchmacher y un elenco increíble encabezado por Alfredo Alcón y Elena Tasisto. Ahí nos conocimos. Dos pibes del interior: Lauta, de Neuquén; yo, de Corrientes. Latitudes, paisajes y climas distintos, pero muchas cosas en común. La amistad fue automática. Como la de los personajes de 23344, aunque un poco menos salvaje... A los pocos días de conocernos, Lautaro llegó con un regalo, un pequeño libro editado por el Centro Cultural Rojas: la edición de su obra, 23344. Tengo ahora ese libro a mi lado, viene con una dedicatoria que me voy a guardar, solo diré la fecha: agosto del 2006. Devoré el texto apenas cayó en mis manos. Lo releí varias veces; me sumergí en su narrativa, en sus imágenes…

Para esta puesta actual que decidí hacer de 23344, el equipo estaba fuera de toda duda: Cecilia Zuvialde en escenografía y vestuario, Facundo Estol en las luces, y en el equipo de producción, Graciela Barreda, con Zoilo Garcés dando una mano. Luego apareció la gente de la sala El Crisol, simplificándolo todo y asociándose para coproducir el espectáculo. La selección de los actores fue tema de larga reflexión. Trato de trabajar con gente de mucha confianza y experiencias compartidas porque el vínculo con los actores es un tema delicado para mí. Necesito poder confiar en ellos y que ellos confíen en mí, más aún en un proyecto de estas características. 

Así, después de muchas idas y vueltas pude cerrar un elenco que resultó realmente acertado: Julián Vilar, un tipo al que admiro mucho y con quien compartimos varias veces escenario; José María Barrios Hermosa y Juan Pablo Maicas, con los cuales ya habíamos trabajado juntos. Por otra parte, ambos habían sido alumnos en mis talleres de actuación. Rápidamente se entendieron y forjaron un muy buen vínculo, con mucha química en el escenario.

Juan Pablo Maicas, José María Barrios Hermosa
y Julián Vilar en 23344

Solo faltaba la asistencia de dirección. Por la temática de la obra se requería una mirada fresca, lo menos contaminada posible por los estandartes machistas; una mujer joven con un punto de vista crítico parecía el ideal. Le pasé el texto a Lorena Daufí, una talentosa alumna de 22 años, con quien que ya había trabajado en Acreedores, de August Strindberg. Cuando Lore terminó de leer la obra, me llamó por teléfono para decirme: “Fran, no hagamos esto, nos van a matar…”. Y yo le retruqué: “Por eso quiero que seas parte de la obra, para que nos ayudes aportando tu mirada y, si es posible, para lograr que no nos maten”. La obra se estrenó en marzo y aún seguimos en pie.

Ciertamente, el espectáculo genera mucha polémica, se abren discusiones en la vereda del teatro. Y a mí me gusta salir de la sala dispuesto a dar debate, a conversar, a intercambiar opiniones. En cada función, confirmo que no hay forma de que el público permanezca indemne luego de asistir a esta puesta, que fue pensada para dialogar con el contexto, con el aquí y ahora. Quizás esta forma de encarar el texto en unos años pierda su potencia y su vigencia (ojalá), pero hoy genera un gran revuelo. Y si debo ser sincero, con esa intención la hicimos. Porque había que plantear la discusión sobre el problema de las masculinidades.

No voy a hablar sobre los ensayos en pandemia y el armado de la puesta en sí, ya lo hice en entrevistas y notas periodísticas. Aquí quiero escribir sobre lo que nos pasó y nos pasa con 23344, las sensaciones encontradas que nos provoca… Sabemos que la pieza es valiosa por su forma y sus contenidos, y nos sentimos francamente orgullosos de ser parte. Pero también nos lleva a situaciones particulares, no siempre placenteras… Por ejemplo, al terminar alguna función pasó que los actores dijeron entre dientes, en voz baja: “Qué mierda actuar esto”. O ante mi felicitación por una gran función, puedo escuchar de vez en cuando un “Me siento como el orto”. 

En lo que a mí respecta, los ensayos fueron duros: a menudo, un nudo en la garganta; dolor de panza en ciertas escenas; necesidad de tomar aire antes de acercarme a dar indicaciones para profundizar aún más en determinadas situaciones...  En fin, una batalla que sabía que tenía que dar. En los momentos de descanso brotaban anécdotas de infancia o adolescencia, llegaban a la memoria amigos que se parecían mucho a estos personajes. “Creo que nunca se llegó a esto”, fue una frase común en los inquietantes relatos. Sí, fue y es un recorrido muy intenso y jugado para todxs.

En lo personal, la obra me puso frente a mí mismo. Me hizo reflexionar sobre mi masculinidad, sobre mi pasado, mis actitudes, el daño que les hice a hombres y mujeres, directa o indirectamente, por acción u omisión. Ese continuo autorrevisionismo me llevó y me lleva a habitar imágenes o situaciones enterradas en un pretendido olvido. Inevitablemente, pienso en el mal que me hicieron, que me hice, que me hago… Las situaciones horribles por las que pasé en el proceso de educación que sufrí para “convertirme en hombre”. 

Como director, pocas obras me han permitido cuestionarme, bucear tanto en mi vida, en la de mis amigos, en la realidad que nos golpea día a día. Somos parte de una sociedad compleja, narcisista, machista, misógina y en parte criminal. Estamos en un punto de inflexión en donde el cambio de mentalidad tradicional se impone. 

Me pregunto: ¿Qué es ser hombre hoy? ¿Es posible ser varón y estar libre de culpa, sin tener en cuenta nuestra larga historia de privilegios?

Flashback

Viajo en el tiempo alimentados por mis lecturas, sábados de superacción, documentales...

Veo un campo embarrado, caballos exhalando vapor, sangre tiñendo charcos que cubren el pasto, gemidos, gritos desesperados, acero contra acero, lluvias de flechas, niños en campos de batalla, caballeros medievales y granjeros pobremente armados. Niños de no más de 10 años convertidos en escuderos que van zigzagueando entre cuerpos mutilados, forcejeos para llevarles armas a sus padre y hermanos.

Imagino una fragata militar del siglo XVIII en plena combate naval. Grumetes de 8 años, después de haber sufrido abusos de sus mayores durante meses en altamar, preparándose para
ser abordados. Cuerpos desgarrados por astillas de madera o balas de cañón. Escucho sollozos, percibo el pánico de los más chicos que, sin entenderlo, van a matar o morir.

Recalo en mi propia historia.

Tengo 7 años, mi tío Guido nos invita a su casa, le está yendo bien, tiene una pileta.

La miro azorado parado al borde.

Preparan un asado. Yo quiero meterme en el agua, pero no me animo…

Papá me dice “¿No entrás?”.

Mi actitud corporal habla por mí: tengo miedo, no sé nadar.

Mi padre me reta: “¡No seas maricón!”. Y me toma de la cintura, me levanta en el aire y me estrello contra el líquido. La nariz se llena de agua, mis lágrimas se mezclan con ese líquido. Me hundo… El sonido cambia, preponderan los graves. Quiero gritar, pedir ayuda. Lo hago a duras penas.

El agua entra a borbotones por mi garganta. Veo con mis ojos que arden por el cloro grandes burbujas salen de mi boca.

Luego, un gran tirón en mi pelo: algo me quema la cabeza mientras me llevan a la superficie.

Vomito agua.

Vuelvo a respirar.

Papá me había sacado: hundió su brazo hasta el hombro en la pileta y me tomó de los pelos para sacarme del agua.

En la tercera visita a la casa del tío Guido, yo ya sabía nadar perrito.

Voy un poco más atrás en el tiempo. Tengo 6, estoy en Empedrado, Corrientes. Recién mudados.
Escapamos de Pirané, Formosa porque mi viejo estaba marcado por los milicos. Me despertaron y me subieron a una combi Daihatsu amarillo patito.

Siempre fui grandote, algo que signó mi vida, para bien y para mal. Estoy en la escuela, curso
primer grado, salimos al recreo. Unos chicos de tercero creen que tengo 8 años, trato de sacarlos
de su confusión. Por mi altura, no me creen. Vuelvo a casa con el ojo hinchado. Papá me ve y me explica que debo defenderme. Le digo que no sé cómo. Se toma su tiempo y ensaya un breve pero intenso entrenamiento pugilístico. Al otro día me lleva él al colegio y me lanza: “Entrá y tené en cuenta lo siguiente: el que pega primero pega dos veces. Si te vuelven a golpear te las vas a ver conmigo, pero te aseguro que te va a doler más la humillación que te van a hacer sentir esos chicos".

Al otro día, mi madre tuvo que pasar a buscarme por dirección: me había agarrado a trompadas. Eran tres y cobré, pero alguno de ellos creo que también. Yendo a casa me comí las reprimendas de mi madre. Papá me estaba esperando, de lejos me miraba con orgullo.

Mi viejo y yo tuvimos una relación tensa, pero siempre hubo un profundo amor recíproco…

Yo nací cuando él tenía 18 años. Se crió en los 60s en un Palermo barrial muy distinto al de hoy. Papá intentó transmitirme esa cosa tan esquiva de ser un verdadero hombre. Lo hizo bajo la supervisión de tíos, abuelos, otros parientes, e incluso mujeres que seguían el mandato patriarcal. Sé que mi viejo creía que era lo correcto. Que los valores que le habían inculcado a él estaban fuera de toda discusión. 

Creo que durante muchos años, lo decepcioné en ese sentido.

Hasta que cumplí 15 y me hice hombrecito.

O mejor dicho devine un pelotudo.

Cuando tomé las calles, empecé a cruzarme con infinidad de adolescentes y adultos, que también
estaban en busca de la masculinidad.

En ese cóctel de experiencias, adoptando poses y actitudes de otros, intenté formar la propia identidad.

Armé mi criatura de Frankenstein.

Mis amigos y yo éramos prácticamente el perfecto estereotipo de la masculinidad. Yo quería ser actor y eso hacía ruido, pero las apariencias me permitían moverme sin resultar sospechoso. 

Empecé a vincularme con las artes escénicas y conocí otras formas de ver el mundo: algo comenzaba a cambiar dentro de mí, pero seguía siendo un salame.

Mis amigos eligieron caminos más convencionales para sus vidas. Algunos de ellos se convirtieron en machos proveedores. Tenían familia, autos, casas lindas y algún que otro problema de adicciones. Ellos habían hecho todo “bien”, todo lo que se esperaba que hicieran. Pero algunos me confesaban que que se sentían vacíos. Yo tampoco estaba bien en mi piel. ¿Pero cómo?, si habíamos hecho lo que se suponía que debíamos hacer.

Al tiempo, algo comenzó a cambiar. Empezamos a mirarnos de otra manera, a no sentirnos cómodos en ese estereotipo. Algo ponía en jaque nuestros privilegios, nuestra educación. Todo lo que hasta ese momento estaba bien, parecía zozobrar.

Programas de tele, películas, obras de teatro, canciones, actitudes, gestos que hasta ese entonces aceptados, estaban siendo cuestionados.

Aparecían denuncias de abuso, de acoso, de castigos, de discriminación...

El piso se movía, y yo repasaba mi vida intentando detectar dónde y cuándo podía haber realizado algún daño, por más pequeño que fuera.

De pronto, me encontraba preguntándome: ¿Che, acá no me habré ido de mambo, no habré
explotado mi posición de poder?

Todo

En

Crisis.

Estamos viviendo una revolución justa, necesaria. Y yo quería participar.

Epílogo

Ser hombre hoy es un gran desafío, porque no se pueden borrar de un plumazo, por puro voluntarismo, años de adoctrinamiento familiar, social, escolar, religioso, mediático. Exige una gran sinceridad, un enorme esfuerzo, mucha humildad aceptar aquello que como varones nos avergüenza de nosotros mismos. Entender que las formas del machismo están latentes en nosotros por más buenas intenciones que alimentemos. Reconocer que debemos desactivar de verdad ciertos reflejos que conlleva cualquier modo de transformación radicalizada, para luego lograr soltar, aunque ciertas cosas parezcan pegadas como el alquitrán. Confiando en que lentamente pueden ir diluyéndose y así devenir mejores personas.

Creo que todo esto es parte de un proceso poderoso, de una experiencia que abrazo y sigue aún sigue bien viva, gracias al elenco, a todo el equipo, al público que responde apasionadamente, muy movilizado. Se llama, por si no quedó claro, 23344.