Carneada

Por Stella Galazzi


Nació su hermana menor y diez meses después, un hermano. Entonces, a Marta la mandaron a vivir al campo con sus abuelos paternos.

Seis años le duró el Martita, los vestidos almidonados y el cabello recogido con moños y peinetas. Del viaje en tren con su padre, un hombre alto con bigote recortado y traje, lo único que recuerda es una especie de bolsa grande y blanca empujada por un señor de saco blanco. Esa bolsa contenía botellas entre hielos. Marta recuerda cada detalle del momento en que su padre le compró una bebida y el señor, una especie de mozo de bar ambulante, se la entregó con una sonrisa generosa que dejó ver el faltante de algún diente.

Marta había ido solo una vez a lo de los abuelos. Había estado pocos días porque Rosa, su madre, tuvo un ataque de asma. La enferma se la pasó encerrada con ella en la habitación hasta que decidieron que era mejor regresar a la ciudad.

Después de ese episodio, Rosa no quiso volver al campo.

Su padre viajaba cada tanto a ver a los abuelos. De uno de esos viajes volvió con el pedido de que Martita fuera a acompañarlos. Rosa, abrumada por la crianza de los más chicos, aceptó. Y ahí fue Marta a vivir con unos abuelos que casi no conocía y que le generaban un poco de miedo. Después recordaría a la abuela, cubierta por un pañuelo desteñido, comiendo con las manos una cabeza de pollo, y a un hombre alto como su padre, un poco encorvado, que no hablaba nunca.

Marta era asustadiza, la primer noche aún con su padre en la casa, tuvo un ataque de llanto; su abuela la sentó en la cama y le frotó el pecho con un ungüento de olor tan horrible que le dieron arcadas. “Espero que no seas floja como tu madre”, dijo la anciana con tono despectivo. Marta se dio cuenta pronto de que su madre no era querida allí, y por temor decidió complacer a su abuela.

Al otro día se levantó, tomó un pan de la cocina y salió al campo a caminar entre los frutales. Al mediodía se escucharon los gritos del padre llamándola a almorzar. Entró al gran comedor sonriente y se sentó al lado de la abuela. Percibió la mirada de aprobación de todos, y al terminar el almuerzo el padre se despidió sin promesa alguna.

La niña se volvió bastante callada, un poco porque los abuelos no eran habladores, y otro porque temía delatarse si emitía opinión.

Todo le parecía amenazante, acaso violento.

A la escuela la mandaban en un sulky atado a un caballo manejado por Humberto, el peón de confianza de la casa. Cuando cumplió 10, Marta aseguró que podía manejarlo: para qué distraer a Humberto de sus trabajos cuando ella ya montaba los caballos y hasta manejaba el tractor. Con ese argumento logró disfrutar de un viaje donde cantaba a los gritos las canciones de la escuela. De este modo, evitó las miradas inquietantes del peón que, encima, insistía en bajarla del sulky tomándola de la cintura.

En la escuela la trataban como a una extranjera, le explicaban palabras que ella conocía y no la invitaban a jugar. Pero siempre que se daba la ocasión, le hacían bromas aterradoras. Se enteró que le decían bartolita. Y recibía el trato entre protector y cruel con el que los chicos tratan a los idiotas.

Marta podía estar callada ante las bromas más despiadadas, sonreír cuando la empujaban o le pedían una y otra vez que hiciera las tareas que les correspondían a todos por igual: barrer el patio de tierra de la escuela, traer los mapas, borrar el pizarrón... Solo una cosa no dominaba la chica: tenía que llevarse algo todos los días de la escuela, así como de las casas que su abuela visitaba cuando iban a tomar el té.

Pequeños objetos. Algo servido por la circunstancia o, en otros casos, hurtos planeados con más tiempo, como ocurrió con una tortuga pequeña de ónix que sustrajo de un estante en lo de La Tula, una mujer que vivía en el campo vecino. Le llevó tres visitas ir acomodando ese objeto en un lugar más accesible, para asegurarse el robo y para saber si le dedicaban especial atención como para regresarlo a su lugar. Todo lo que hurtaba lo escondía donde podía. La tortuga terminó en un hoyo hecho detrás de los gallineros, marcado el sitio con una piedra.

De la escuela se llevaba lápices, cintas del pelo, hojas arrancadas a algún cuaderno de los compañeros que más odiaba... Cuando no podía llevarse nada tachaba algún dibujo o escupía vengativa el asiento. Como no participaba de los juegos, rondaba en los recreos, en algunas oportunidades, casi invisible, y en otras centro de las burlas cuando no había algo mejor para divertirse.

A los 12 terminó la escuela y se ilusionó con volver a la ciudad para seguir estudiando. Pero la dejaron un año más porque “allá” había epidemia de polio.

En julio era tiempo de carneada. Su padre viajó a ayudar.

Marta pasó muchos inviernos en ese campo, alejada de sus padres y hermanos a los que veía una vez al año, cuando la llevaban a pasar Navidad. No sabía cómo saludar a ese hombre -su papá- que se sentía incómodo abrazando a una joven tan crecida.

Ese último invierno fue particularmente crudo, festejado por sus abuelos porque la carneada no correría el riesgo de echarse a perder. Así fue que decidieron matar tres animales grandes y comprar media vaquillona para mezclar.

La tarea sería ardua, tuvieron que ocuparse otros peones, aparte de Humberto. Y se agradeció la colaboración de los vecinos.

En estas ocasiones, todos entraban en una especie de euforia, comenzaban a tomar desde temprano, y a preparar las herramientas para la faena: cuchillos, sierra, aparejos, balanza, una tabla grande donde se tumbaría al animal, la mesa con la picadora de carne. Lo primero era matar y limpiar.

Nunca pudo Marta acostumbrarse a los gritos del animal arrastrado al matadero, ni al chorro de sangre que empujaba la palangana que ella sostenía mientras Humberto hundía el cuchillo.

Si hubiera podido, habría gritado como el cerdo, o corrido por el campo hasta agotar el terror.

La abuela desde su llegada, le había ordenado esa tarea, “pero callada, nada de opinar y con oídos sordos, porque los hombres dicen guasadas”.

De pantalón ancho y camisa, con el pelo recogido, Marta parecía un gauchito diligente que iba y venía dispuesta a lo que se necesitara.

La abuela con otras mujeres -vecinas solteras que llegaban a colaborar por un puñado de chicharrones y algunas facturas o buscando el encuentro con los muchachos que, con suerte, podrían terminar en noviazgo- preparaban todo para derretir la grasa, los cajones para salar los huesos, lavaban las tripas para los chacinados, machacaban el ajo con vino para los chorizos y freían las cebollas de verdeo para las morcillas.

Ese día, mientras ella sostenía la palangana, sintió la mirada intencionada de Humberto que le mostraba satisfecho cómo hundía el cuchillo en la carne palpitante, perforando hasta encontrar el corazón para desgarrarlo. Sintió su aliento a vino cuando pegó un grito de triunfo al matarlo de un único intento.

Lo colgaron de los arneses, la abuela apareció con Isabel, una gringa de unos 20 años, trayendo una olla de agua hirviendo. Otros peones pelaron al primer cerdo mientras se faenaban los que restaban.

Tres veces la misma ceremonia de sacrificio casi pueden con Marta, pero se contuvo. Al terminar, metió la cabeza en el tanque de agua para los animales y se quedó disfrutando el silencio todo el tiempo que pudo aguantar la respiración.

Los tres chanchos colgados para que la carne se enfriara, las achuras a la parrilla para comida de los participantes; cerveza, vino, bebidas sin alcohol para las chicas. Se ponía animada la fiesta.

Marta traía pan, vasos, iba y venía. No comía nada, no le pasaba la comida. Prefería amasar junto con las más jóvenes pasteles para la tarde, de dulce y de carne “como les gustaba a los hombres”, según la abuela. El abuelo casi no participaba, sentado en su silla de paja solo había pesado y preparado los condimentos, tanto de sal, tanto de ají molido...

Luego de la parrillada, la siesta. Tirados debajo de los árboles algunos; otros fumando detrás de los galpones. Alguna de las chicas dejaban a otras friendo los pasteles y se daban una vuelta. Volvían sonrientes y coloradas, o llorando si el encuentro había sido desafortunado.

Marta no se movió de la cocina.

Humberto se asomó un par de veces. Una, a pedir mate; otra, a ver si alcanzaba la leña.

Cuando trajo marlos para llenar la marlera, se arrimó a la cocina económica y se apoyó contra Marta que freía en grasa los pasteles, con la excusa de sacar la pava del fuego. Marta sintió su sexo duro por un segundo y se apartó. Quedó muda, asustada por una sensación nueva que le recorrió el cuerpo.

Odiaba a Humberto y la sangre le hervía de rechazo cuando lo tenía cerca.

Se fue haciendo la noche. Los petromás prendidos, las lámparas a kerosene, algunas velas, la mesa larga con la carne trozada. Todos cortando y atando pancetas, bondiolas, jamones, picando el resto para chorizos, los cueros para los codeguines. El olor al vino, la grasa y las especias mareaba, el frío calaba los huesos, pero el alcohol los mantenía caldeados.

Marta se escabulló del comedor y se fue a su pieza; cayó rendida sobre la cama.

No había llevado la lámpara, pero cuando a través de la luz que proyectaban los petromás del corredor se dibujó una silueta abriendo cautelosamente la puerta, Marta supo que era Humberto el que corría el pestillo y se acercaba a la cama.

Le tapó la boca con la mano, un olor agrio, mezcla de grasa ajo y sudor, le revolvió el estómago. Sin palabras le bajó un poco los pantalones y la penetró. Duró poco el acto. Resopló aliviado, se levantó y se fue.

Ella quedó inmóvil, la mirada fija en el resplandor de la ventana oyendo los murmullos de los que seguían al lado del fogón.

Se hizo eterna la noche. Con las primeras luces se levantó, fue al baño y se lavó ese pegote ensangrentado que tenía entre las piernas.

Al otro día le prepararon la valija, le dieron una caja con fiambres y la despidieron como si hubiera llegado por primera vez el día anterior con el padre.

Al volver a su casa supo que sería una extraña para todos y lo entendió como un destino, al igual que el de cargar con un secreto tan brutal como el que guardaría para siempre.