Carson McCullers x John Huston


Film maldito como pocos, mayormente denigrado en su momento, Reflejos en tus ojos dorados ("traducción" local de Reflections in a Golden Eye, 1967) puede ser mirado y apreciado hoy como una producción muy zarpada para el Hollywood de los años '60, plena de hallazgos visuales, digna adaptación del libro original, con un elenco que  brinda actuaciones de gran relieve. Se trata, claro de la realización de John Huston basada en la novela de Carson McCullers, sobre guión de Gladys Hill (que luego firmaría el script de la inolvidable El hombre que sería rey, 1975, a partir de Rudyard Kipling) y el premiado escritor escocés Chapman Mortimer.

Montgomery Clift, entonces de 45 pero muy desmejorado después del accidente sufrido 10 años antes, en lucha contra sus adicciones y torturado por el ocultamiento de su homosexualidad, es elegido para el rol protagónico del milico reprimido que se enamora de un enigmático soldado. Pero el seguro desconfía del buen rendimiento del actor, protegido por su buena amiga Elizabeth Taylor -propuesta para el papel de la esposa- que incluso ofrece a no cobrar su salario a la Warner Bros. Desgraciadamente, Clift murió de una crisis cardíaca a finales de julio de 1966, antes de comenzar el rodaje. El personaje de Penderton fue rechazado por Richard Burton y Lee Marvin. En cambio, Marlon Brando dijo que sí a Reflejos..., un film presentado en 1967 que anunciaría la renovación del cine estadounidense de los '70. En 2005, poco después de la muerte del inmenso actor, Moira Soto escribió en Radar el comentario que sigue (con algún retoque) como parte de una abarcadora nota titulada Un mes sin Brando.

Noche de ronda

Quebrado, doliente, humillado, impotente, desolado, hecho polvo: Brando como nunca se lo vio, podría haber sido el trillado pero esta vez justo eslógan publicitario de Reflejos en tus ojos dorados (1967), ese melodrama gótico sureño presentado el mismo año de la muerte de la autora de la novela original (de 1941), Carson McCullers. Drama con mucha música (la omnipresente partitura de Toshiro Mayuzumi) al que Almodóvar le habría puesto boleros para apuntalar la historia del mayor Penderton que se prenda del soldado Williams que está loco por Leonora (esposa de P.) que adora a su caballo Pájaro de Fuego pero se recrea sexualmente con el oficial Morris, cuya deprimida esposa Allison (perdió una hijita) se entretiene con las fantasías de Anacleto, su diminuto mucamo filipino mariquitísimo que pinta pavos reales con un enorme ojo dorado en el que se refleja algo minúsculo y grotesco...

Brando (P.) de noche, antes de tomar su pastita para dormir bien podría pedirle a la luna que se quiebra sobre las tinieblas de su soledad que le diga al soldado que cabalga desnudo y a pelo sobre la yegua alazana, que él lo quiere, que se muere de tanto esperar. Porque Williams, el fetichista que anda oliendo las enaguas de Leonora y se contenta con mirarla dormir (en cuarto separado, claro), es sin saberlo (¿o sí?) el culpable de todas las angustias, de todos los quebrantos de Penderton. Williams lo desespera, lo mata, lo enloquece. Y Brando –aquí correspondería decir en una de sus más geniales actuaciones– deja que se lea en su rostro bellísimo, tensado por el rictus del militar de carrera que enseña la teoría del ataque nocturno de von Clausewitz, el anhelo temeroso, insatisfecho.

Con la dignidad herida por las provocaciones y las burlas de la lozana Leonora, y a la vez fascinado por la misteriosa relación amorosa del chúcaro Williams con los caballos, una noche que hay fiesta en su casa, Penderton va y monta el Pájaro de fuego. El semental se le retoba, el milico lo tortura, el caballo se dispara desbocado (en una secuencia de tremendo impacto físico). Cuando por fin el pura sangre se detiene, Penderton lo castiga furiosamente y después se echa a llorar (lágrimas de Brando, lágrimas negras como su vida). En eso, un par de esbeltos muslos masculinos desnudos cruzan la pantalla: el soldado más deseado de la guarnición viene a rescatar al animal sin siquiera mirar al golpeador. El mayor regresa a su casa en plena party.

Con ese instinto para los caballos que le venía de lejos, de su primera película (National Velvet , 1944), Elizabeth Taylor, peinado batido en torre, moñito blanco sobre la frente, doble pechuga descotada, se da cuenta de que algo muy malo le pasó a su amadísimo Pájaro. Lo comprueba en la caballeriza y regresa resplandeciente de odio, hambrienta de venganza, fusta en mano que descarga una y otra vez sobre el rostro de su marido, ya arañado por la carrera entre las ramas, que recibe la tunda “como una estatua”, dirá Anacleto más tarde.

Pobre Brando, es decir, pobre Penderton. Williams sigue rondando por las noches, pero va por Leonora que duerme profundamente con su doble capa de maquillaje, mientras que Penderton querría tenerlo muy cerca, mirarse en sus ojos (dorados), tenerlo junto a él. La tensión erótica sofocada se expande más allá de la pantalla merced a la oblicuidad de la mirada, de los gestitos sutiles de un Brando que ahora despierta compasión, pero que fue odiado por algunos críticos en época de su estreno (“elección fatal y lamentable para ese papel”, escribió Andrew Sarris en The Village Voice). Y una noche terrible, después de elogiar la vida de hombres entre hombres del cuartel y la nobleza de las armas, Penderton se apresta a dormir. Pero desde su ventana ve acercarse al objeto de su obsesión, bajo la lluvia, y se cree, el muy iluso, que viene por él. Trémulo de ansiedad se arregla el pelo, apaga la luz. Pero, obvio, W. pasa de largo. Un relámpago ilumina la decepción, el despecho de Penderton. Sigue al soldado, vuelve a buscar un arma. Los tiros despiertan a Leonora que chilla horrorizada. Así llegamos a la última noche del soldado imprudente que no supo tener en cuenta que las rondas no son buenas, que hacen daño, que dan pena y se acaba por llorar. O por morir.