El último libro de Leonor Calvera,
frecuente visita en las páginas de Damiselas en apuros, Dioses, animales
y humanos, fue publicado este año por Grupo Editor Latinoamericano.
Feminista histórica de épocas de riesgo, L.C. es poeta, ensayista, especialista
en religiones orientales y temas de género. Respecto de Dioses...,
dice su autora: “Al repasar textos clásicos, advertí el lugar relevante que se
otorgaba a los animales. Se los relacionaba con los dioses y la vida diaria,
con las vías de trascendencia y el comercio, con la sabiduría y el alimento
cotidiano. Mi curiosidad y mi inmenso amor por los animales me llevaron a
investigar qué se había conservado de los relatos y afirmaciones de aquellos
tiempos... Dioses, animales y humanos es la resultante de esas
búsquedas que procuran restaurar en parte la sacralidad perdida”.
En el capítulo XV, De perros y gatos, Calvera rescata a una pintora del siglo XIX que se volvió profesional en la temprana adolescencia para mantener a su familia. De escenas en el campo y en los bosques pasó, después de casarse y tener varios hijos, a inspirarse en perros y principalmente en gatos, siempre en calidad de proveedora, ahora de su propio hogar. A continuación, fragmentos de ese capítulo que conciernen a Henriëtte Knip, Roner de casada.
La pintora
El padre, separado de la esposa casi desde el nacimiento de la pequeña, finalmente se divorció para casarse con Cornelia van Leeuwen, que se había constituido en la verdadera madre de Henriëtte. Sin embargo, el panorama no era nada alentador considerando que el padre se encontraba a punto de perder totalmente la vista. Dado que Henriëtte había recibido en su hogar una sólida formación en pintura quedó a cargo de la niña soportar el peso económico de la familia tanto como las obligaciones legales.
No obstante la dura carga que había caído sobre sus espaldas, tuvo fuerzas para dar a conocer públicamente sus trabajos. Tenía diecisiete años, cuando se presentó en Düsseldorf dentro del marco de la Exposición de Maestros Vivos. Ya por entonces era capaz de producir y vender numerosas obras.
La familia estuvo durante años trasladándose de una ciudad a otra, hasta establecerse en Berlicum en 1840. Ocho años después fallece Cornelia, tras lo cual los Knip vuelven a mudarse, esta vez a Ámsterdam. Allí Henriëtte comienza a pintar bosques, animales, granjas. Inicialmente utiliza la técnica de la acuarela aunque luego hubo de decidirse por el óleo. El reconocimiento de sus pares no tarda en llegar: la Sociëtait Arti et Amicitiae, fundada en 1839, institución clave en el arte de los Países Bajos, le concede el honor de ser la primera mujer admitida como miembro activo.
Si bien los perros habían tenido ya cabida en obras anteriores como animales de caza en bosques o campos, en la nueva etapa los incluye como animales de interior. Su prestigio como pintora de estos temas era tan reconocido que la reina de Bélgica la comisionó para que pintara a dos de sus perros falderos más queridos. El éxito fue enorme, y le valió que el emperador Guillermo I de Alemania, la princesa María de Hohenzollern y la duquesa de Edimburgo, entre otros personajes, le encargaran tanto retratos propios como la pintura de sus mascotas.
La madre de Henriëtte, Pauline, se había dedicado a pintar pájaros. Su hija, en cambio, alrededor de 1870 comienza la serie cuadros de gatos que ganarán una gran fama. En los últimos años de su vida, se dedicó a observar a los gatos y perros que tenía en su jardín para luego realizar pequeñas esculturas de papel con una pose determinada que luego colocaba entre los accesorios de interior para finalmente reproducirlos en sus cuadros.
Galardonada con la Orden de Leopoldo en 1897, miembro de la Orden de Orange-Nassau en 1901, sus cuadros trascendieron las fronteras de su país, exhibiéndose en galerías y museos extranjeros tanto durante su vida como después de su muerte, ocurrida en Ixelles el 28 de febrero de 1909.
La existencia de Henriëtte Ronner-Knip estuvo signada por el trabajo y las obligaciones. Obligaciones que afrontó con valor y sin quejas ni aparentes resentimientos. Esa aceptación sin cuestionamientos ¿se reflejó también en su obra? La respuesta tiene varias facetas que se complementan y, a la vez, se contraponen.
La mayoría de las pinturas de Henriëtte pertenecen al género de los retratos, sean estos de personajes humanos o animales. Se trata de un género de prosapia milenaria, de cuando las antiguas civilizaciones honraban a los personajes destacados tratando de inmortalizarlos en piedra, metal o arcilla. La intención no era mostrar la auténtica fisonomía sino diseñarlos de modo tal que inspirasen pensamientos de nobleza y reverencia. Esa misma línea se continuó durante siglos, siendo los elegidos representantes de las monarquías o figuras destacadas en el manejo en general de los asuntos públicos. (...)
Henriette Ronner-Knip vivía de su trabajo y con él mantenía a su familia, por lo tanto, sus capacidades debían adecuarse a los gustos de quienes realizaban los encargos. Vale decir, se hallaba en una posición ambivalente entre mostrar lo mejor de lo que tenía ante sus ojos sin dejar de volcar su propia percepción. Ese balanceo entre el exterior ajeno y el interior propio que, de algún modo, aparece en todos sus pinturas, cobra un relieve inusitado en sus cuadros de gatos (...) que transparentan la realidad íntima de la artista.
Entornos cómodos, muelles, limpios, acogedores, calmos. Ámbitos cerrados donde no urge la necesidad de conseguir el sustento diario. No hay peligros que eludir ni enemigos que enfrentar. El panorama es tranquilo pero un tanto monótono. Solo existe la mirada del/la amo/a cuyo designio más destacado es mantener la prisión segura.
Los gatos ejecutan algunos rituales de juego dentro de lo permitido. Son educados y afectuosos. No se les permiten gestos que pudieran romper la armonía. Son gatos de interior, viviendo en clave de sumisión.
Magnéticos, atrapantes, visionarios, se reputaba que los ojos del gato podían ver de noche, lo cual los convertía en buenos custodios. Por ello, en el antiguo cementerio egipcio de Besi Hasan se encontraron pequeñas imágenes de gatos de ojos prominentes, sentados en actitud de vigilancia.
Este felino recibió los apodos de “vigilante de la noche” y “destructor de los enemigos de Osiris”, tanto por su aptitud para la guardia como por su extrema sensibilidad a las influencias astrales.
Según Plutarco, que repetía conceptos de Cornelio Agrippa, los ojos del gato se agrandan o achican de acuerdo a las fases de la luna, lo cual lo convertiría asimismo en un excelente visionario. Capaz de entrever aquello que se mueve en dimensiones que no son las binarias. O, tal vez, pasar él mismo de una a otra dimensión. Quizá se deba a esta facultad de desvanecerse súbitamente a la vista humana que si un gato se aparece en sueños, pueda ser interpretado, desde el psicoanálisis, como la parte femenina asociada al pensamiento intuitivo no racional.
Los ojos de los gatos que pintó Henriëtte Ronner-Knip han perdido toda fiereza, toda magia. No curan ni desaparecen secretamente. Están velados por una melancolía infinita. Son ojos confinados en la seguridad, como quien los pinta: han dejado atrás la rebeldía. Responden a las órdenes y mandatos de una sociedad que no admite lo que no comprende, lo que no puede encaminar dentro de las normas impuestas.
La gran Henriëtte -como sus gatos- aceptó someterse a las exigencias de su tiempo y lugar. Y lo hizo con pleno éxito, dejando una obra galardonada que excede largamente el centenar de cuadros. Pero su verdadero legado está en esos ojos con reflejos melancólicos de los que han abdicado de su verdadera libertad.