Los gatos hogareños de Henriëtte Ronner-Knip

El último libro de Leonor Calvera, frecuente visita en las páginas de Damiselas en apuros, Dioses, animales y humanos, fue publicado este año por Grupo Editor Latinoamericano. Feminista histórica de épocas de riesgo, L.C. es poeta, ensayista, especialista en religiones orientales y temas de género. Respecto de Dioses..., dice su autora: “Al repasar textos clásicos, advertí el lugar relevante que se otorgaba a los animales. Se los relacionaba con los dioses y la vida diaria, con las vías de trascendencia y el comercio, con la sabiduría y el alimento cotidiano. Mi curiosidad y mi inmenso amor por los animales me llevaron a investigar qué se había conservado de los relatos y afirmaciones de aquellos tiempos... Dioses, animales y humanos es la resultante de esas búsquedas que procuran restaurar en parte la sacralidad perdida”.

En el capítulo XV, De perros y gatos, Calvera rescata a una pintora del siglo XIX que se volvió profesional en la temprana adolescencia para mantener a su familia. De escenas en el campo y en los bosques pasó, después de casarse y tener varios hijos, a inspirarse en perros y principalmente en gatos, siempre en calidad de proveedora, ahora de su propio hogar. A continuación, fragmentos de ese capítulo que conciernen a Henriëtte Knip, Roner de casada.

La pintora


Hija de Josephus Augustus Knip y de Pauline Rifer, Henriëtte nació en Amsterdam el 31 de mayo de 1821. Su padre fue un reconocido paisajista y dibujante que ganó en 1808 el Premio de Roma en su especialidad. El arte era la atmósfera que se respiraba en ese hogar donde el cabeza de familia impartía lecciones para ganarse la vida. Precisamente esta faceta de educador lo llevó a trasladarse con frecuencia de un sitio a otro. Sin embargo, poco después de que Henriëtte cumpliera once años todo comenzó a cambiar.

El padre, separado de la esposa casi desde el nacimiento de la pequeña, finalmente se divorció para casarse con Cornelia van Leeuwen, que se había constituido en la verdadera madre de Henriëtte. Sin embargo, el panorama no era nada alentador considerando que el padre se encontraba a punto de perder totalmente la vista. Dado que Henriëtte había recibido en su hogar una sólida formación en pintura quedó a cargo de la niña soportar el peso económico de la familia tanto como las obligaciones legales.

No obstante la dura carga que había caído sobre sus espaldas, tuvo fuerzas para dar a conocer públicamente sus trabajos. Tenía diecisiete años, cuando se presentó en Düsseldorf dentro del marco de la Exposición de Maestros Vivos. Ya por entonces era capaz de producir y vender numerosas obras.

La familia estuvo durante años trasladándose de una ciudad a otra, hasta establecerse en Berlicum en 1840. Ocho años después fallece Cornelia, tras lo cual los Knip vuelven a mudarse, esta vez a Ámsterdam. Allí Henriëtte comienza a pintar bosques, animales, granjas. Inicialmente utiliza la técnica de la acuarela aunque luego hubo de decidirse por el óleo. El reconocimiento de sus pares no tarda en llegar: la Sociëtait Arti et Amicitiae, fundada en 1839, institución clave en el arte de los Países Bajos, le concede el honor de ser la primera mujer admitida como miembro activo.


En 1850, Henriëtte contrae matrimonio con Feico Ronner, cuyo apellido incorporaría a su nombre. Una vez más toma la decisión de trasladarse, esta vez a Bruselas. Y una vez más se convierte en el sustento económico de la familia, dado que Feico cae casi constantemente enfermo. En tanto, van llegando los hijos, seis en total. El marido administraba las ganancias provistas por Henriëtte, entregada a la pintura, ahora con un espectro menos amplio, pintando solo perros y gatos.

Si bien los perros habían tenido ya cabida en obras anteriores como animales de caza en bosques o campos, en la nueva etapa los incluye como animales de interior. Su prestigio como pintora de estos temas era tan reconocido que la reina de Bélgica la comisionó para que pintara a dos de sus perros falderos más queridos. El éxito fue enorme, y le valió que el emperador Guillermo I de Alemania, la princesa María de Hohenzollern y la duquesa de Edimburgo, entre otros personajes, le encargaran tanto retratos propios como la pintura de sus mascotas.

La madre de Henriëtte, Pauline, se había dedicado a pintar pájaros. Su hija, en cambio, alrededor de 1870 comienza la serie cuadros de gatos que ganarán una gran fama. En los últimos años de su vida, se dedicó a observar a los gatos y perros que tenía en su jardín para luego realizar pequeñas esculturas de papel con una pose determinada que luego colocaba entre los accesorios de interior para finalmente reproducirlos en sus cuadros.


Tres de sus hijos, Alfred, Alice y Emma, aunque recogieron sus enseñanzas artísticas, casi no incluyeron animales en sus pinturas costumbristas. Junto a ellos, Henriëtte realizó varias exposiciones.

Galardonada con la Orden de Leopoldo en 1897, miembro de la Orden de Orange-Nassau en 1901, sus cuadros trascendieron las fronteras de su país, exhibiéndose en galerías y museos extranjeros tanto durante su vida como después de su muerte, ocurrida en Ixelles el 28 de febrero de 1909.

La existencia de Henriëtte Ronner-Knip estuvo signada por el trabajo y las obligaciones. Obligaciones que afrontó con valor y sin quejas ni aparentes resentimientos. Esa aceptación sin cuestionamientos ¿se reflejó también en su obra? La respuesta tiene varias facetas que se complementan y, a la vez, se contraponen.

La mayoría de las pinturas de Henriëtte pertenecen al género de los retratos, sean estos de personajes humanos o animales. Se trata de un género de prosapia milenaria, de cuando las antiguas civilizaciones honraban a los personajes destacados tratando de inmortalizarlos en piedra, metal o arcilla. La intención no era mostrar la auténtica fisonomía sino diseñarlos de modo tal que inspirasen pensamientos de nobleza y reverencia. Esa misma línea se continuó durante siglos, siendo los elegidos representantes de las monarquías o figuras destacadas en el manejo en general de los asuntos públicos. (...)


Los siglos XVIII y XIX contemplaron el auge de los retratistas. Goya, Degas, Ingres, Courbet pintaban figuras aisladas o en grupo, guiados por su sentido del arte. Algunos, como Monet o Renoir, que carecían de recursos, usaron a sus familiares y amigos como modelos. Lo cierto es que, para la mayoría de estos artistas, su gran fuente de recursos eran los trabajos por encargo. 

Henriette Ronner-Knip vivía de su trabajo y con él mantenía a su familia, por lo tanto, sus capacidades debían adecuarse a los gustos de quienes realizaban los encargos. Vale decir, se hallaba en una posición ambivalente entre mostrar lo mejor de lo que tenía ante sus ojos  sin dejar de volcar su propia percepción. Ese balanceo entre el exterior ajeno y el interior propio que, de algún modo, aparece en todos sus  pinturas, cobra un relieve inusitado en sus cuadros de gatos (...) que transparentan la realidad íntima de la artista.

Entornos cómodos, muelles, limpios, acogedores, calmos. Ámbitos cerrados donde no urge la necesidad de conseguir el sustento diario. No hay peligros que eludir ni enemigos que enfrentar.  El panorama es tranquilo pero un tanto monótono. Solo existe la mirada del/la amo/a cuyo designio más destacado es mantener la prisión segura.

Los gatos ejecutan algunos rituales de juego dentro de lo permitido. Son educados y afectuosos. No se les permiten gestos que pudieran romper la armonía. Son gatos de interior, viviendo en clave de sumisión.


Lejos han quedado los gatos sagrados que acompañaron a las grandes deidades. Lejos la sonrisa irónica que se desvanece en el aire del gato de Cheshire. Lejos los gatos que peleaban por la supervivencia en una Europa que los perseguía y quemaba por creerlos maléficos compañeros de las brujas. Lejos los gatos cuyo único alimento se reduce a lo que puedan cazar. Mucha distancia hay entre los gatos de Henriette y el gato diseñado por Ralph Chaplin: negro, con la espalda arqueada y los pelos de punta, mostrando los dientes y las uñas como inequívoca señal de lucha contra los poderes del capitalismo salvaje. Porque los gatos por encargo que pinta Henriëtte están adaptados a las exigencias de los ricos y poderosos. Todos han de mostrar su parte amable, tierna, encantadora. Sin embargo, algo disuena en ese panorama: los ojos.

Magnéticos, atrapantes, visionarios, se reputaba que los ojos del gato podían ver de noche, lo cual los convertía en buenos custodios. Por ello, en el antiguo cementerio egipcio de Besi Hasan se encontraron pequeñas imágenes de gatos de ojos prominentes, sentados en actitud de vigilancia.

Este felino recibió los apodos de “vigilante de la noche”  y “destructor de los enemigos de Osiris”, tanto por su aptitud para la guardia como por su extrema sensibilidad a las influencias astrales.

Según Plutarco, que repetía conceptos de Cornelio Agrippa, los ojos del gato se agrandan o achican de acuerdo a las fases de la luna, lo cual lo convertiría asimismo en un excelente visionario. Capaz de entrever aquello que se mueve en dimensiones que no son las binarias. O, tal vez, pasar él mismo de una a otra dimensión. Quizá se deba a esta facultad de desvanecerse súbitamente a la vista humana que si un gato se aparece en sueños, pueda ser interpretado, desde el psicoanálisis, como la parte femenina asociada al pensamiento intuitivo no racional.


Asimismo, distintas culturas han sostenido que los ojos del gato coadyuvan en rechazar un conjunto de fenómenos desfavorables y, por el contrario, en favorecer los positivos. Tanta es su fuerza que a una piedra de cuarzo se la denomina, precisamente, “ojo de gato”. Los árabes creían que ese crisoberilo de variados colores podía causar la invisibilidad de quien lo usara incorrectamente. De modo más modesto, en otras culturas, incluso en la moderna occidental, al ojo de gato se le atribuyen propiedades como erradicar las malas influencias, fortalecer la salud y prevenir enfermedades. También atrae el éxito y la fortuna y es eficaz para combatir los contratiempos. En otra faceta, se asocia el crisoberilo u “ojo de gato” a la disciplina interior y el autocontrol.  

Los ojos de los gatos que pintó Henriëtte Ronner-Knip han perdido toda fiereza, toda magia. No curan ni desaparecen secretamente. Están velados por una melancolía infinita. Son ojos confinados en la seguridad, como quien los pinta: han dejado atrás la rebeldía. Responden a las órdenes y mandatos de una sociedad que no admite lo que no comprende, lo que no puede encaminar dentro de las normas impuestas.  

La gran Henriëtte -como sus gatos- aceptó someterse a las exigencias de su tiempo y lugar. Y lo hizo con pleno éxito, dejando una obra galardonada que excede largamente el centenar de cuadros.  Pero su verdadero legado está en esos ojos con reflejos melancólicos de los que han abdicado de su verdadera libertad.