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Alicia en el País de las Maravillas, ilustración de John Tenniel, 1869 |
Carol: Disculpe, ¿estoy haciendo un zoom con el
siglo XX?
Freud: Así es.
Carol: ¿Hablo con el padre del psicoanálisis?
Freud: Así es.
Carol: ¡Qué alegría Doctor! Lo contacto desde el
siglo XXI, Argentina. Acá hay muchos que le piden todas las semanas solicitud
de “amistad” a su descendiente, pero yo me animé a contactarlo directamente.
Freud: ¿Cuál sería motivo de su consulta?
Carol: No sé por dónde empezar…
Freud: Diga lo primero que se le venga a la mente.
Carol: Le va a parecer un trabalenguas, pero hace
tiempo que me siento “Carol en el país de los barbijos”. Salgo los días pares a
la calle repitiendo como un axioma aplicable a todos los siglos, sus
ideas sobre que: la caminata no
enferma y el diván no cura, la caminata no enferma y el diván no cura, a
ver si la escuchan los que se esconden en la ortodoxia de los métodos por falta
de talento o por intereses mezquinos. Sigo andando y camino 5 cuadras para un lado o 5 cuadras
para el otro, y la gente me esquiva o
cruza de vereda. A veces yo también lo hago, mientras pienso que, a pesar de la
maniobra, igual la humanidad ha chocado contra la humanidad. Y luego continúo
mi recorrido sintiendo que me voy sumergiendo en un juego de realidad
virtual donde todos llevamos trajes
ninjas que nos protegen de un sentido que, parece, se ha tornado temible: el tacto. Pero, a la
vez, especulo que ese sentido esta
ocasionalmente disfrazado de peligroso pues,
sin él, caeríamos en una especie
de marasmo colectivo. Luego pienso que
como en muchos otros entretenimientos
virtuales, hay un cofre con algo en su interior que, de hallarlo, nos
permitirá evitar ese eclipse
social. Y entonces me aparece una
letra, ¿raro no? Una letra salvadora en el medio de la frente, justo en la
posición del tercer ojo, una A. Y me
digo: ¿será de angustia o de ansiedad?,
¿será la angustia que en todos los tiempos de la historia se siente en el pecho
o será lo que Ud. señaló como su correlato psíquico, es decir, la ansiedad?,
¿cuál de las dos caras de la misma moneda? Y también me cuestiono si realmente será igual en tiempos de bitcoins. Pero cuando me estoy por responder que la
angustia no cambia conforme los
progresos tecnológicos ni tampoco su huella prematura y anatómica, me
choco mentalmente con un cartel que me dice: Game Over. Ahí es cuando sé
que al día siguiente tendré que retomar el desafío en la fase que me
distraje.
Intento
profundizar mis pensamientos y entro en
una suerte de foro de gamers donde
comparto más interrogantes con los otros video-jugadores y les pregunto: ¿será
la naturaleza o la humanidad la que
desató este nuevo desafío, y, a su vez, es posible dividirlas después de la
invención de la cultura? ¿Es quizás la naturaleza cansada de la humanidad, es quizás
la humanidad cansada de la humanidad o es quizás la perversión de los sistemas
que no es más que el reflejo, como el que brinda un espejo real y/o virtual,
pero sin magia, de la perversión de la humanidad?
Salgo
del foro sintiendo que mis cuestionamientos
son muy terrenales para ese espacio de discusión. Entonces opto por preguntarles a las ratas que, como no
encuentran comida en la vereda, trepan
junto a los gatos a los balcones y se mezclan con la gente y sus aplausos,
cacerolazos o canciones. También les pregunto a los perros, pero sin poder
acariciarlos como lo hacía antes. Sin dudar, les preguntaría a los lobos
marinos pero no me dejan ir hasta el centro de Mar del Plata donde se pasean.
Ahí es cuando insisto con los nuevos
pájaros que se posan en mi balcón como desconocidos trovadores. Y aún entre
tanto resurgimiento de la naturaleza, no encuentro la respuesta, Doctor.
Entonces
grito sin ser escuchada, sonrío sin obtener respuesta, digo malas palabras
entre dientes: parecería que da lo mismo todo lo que haga bajo la impunidad del
barbijo. Arbitrariedad del tapabocas que hace fallar hasta la última
tecnología, como lo es, el reconocimiento facial de los teléfonos. Pero al
rescate de ese anonimato llamo a mis
ojos que parecen ser los únicos que
gozan de libertad y les ruego que
hablen. Y a los dos, sí, a los dos al
mismo tiempo, se les pianta un lagrimón porque en la caminata paso por la casa
de los invulnerables en mis
recuerdos, mis abuelos. Ya parada en la puerta tengo la sensación de caer en una suerte de agujero contra el
tiempo y me imagino que, en días como estos, me llamarían al fijo cada noche
para contarme un cuento antes de dormir,
jugarían a las escondidas por zoom, intentarían videoconferencias fuera
de foco. Y disfrazados para festejar mi cumpleaños, me mandarían comida rica en
globo aerostático. Y hasta vendrían a
verme, si se los pidiera, para hacer conmigo la única bella cuarentena posible,
la que propone la infancia con los abuelos.
Pero
cuando sigo andando y paso por la casa de mi niñez, la veo pequeñísima y me pregunto si me he comido un pastel para
hacerme más grande y debería, entonces, beberme una pócima para hacerme más
pequeña. Y es ahí cuando parece que recobro el sentido, porque me creo la
protagonista de una obra del nonsense. Es que cada tanto me olvido
que con el recuerdo, cambia el tamaño de
las cosas. Me olvido de que creo que la memoria, movida por el paso del tiempo,
hace que veamos todo más pequeño que como lo perpetuamos.
Me
saco el sombrero que llevo puesto a ver si aireo mis ideas y me sigo
preguntando: ¿será que hay algo del presente que se juega en el proceso de
idealización y conforme esos recuerdos se archivan, se encogen para que entren
más? ¿Será que cuando uno es el que crece, lo que queda atrás se hace más
pequeño? ¿O será que el pasado es una eterna ciudad a escala de los peques? Y
entonces, desde la casa de la infancia hasta el cucurucho que pedimos en la
heladería, todo parece llevar esa transformación escalada.
Aceptadas
esas preguntas como afirmaciones miro
alrededor y, no hace falta decirlo, el amor siempre orienta la mirada. Entonces
fijo mis (ya no tan libres) ojos en el teléfono
fijo del almacenero de la esquina y
lo someto a esa prueba de tamaño propia de la idealización. Segundos después
advierto que sobrevive a mi intento sin inmutarse, pese que le proyecté mi
cariño de infancia. Entonces, lo comparo con las distintas mutaciones de su
especie. Resuelvo que el fijo no quedó ni muy grande, como los primeros
celulares, ni tan pequeño como van quedando, año a año, los últimos modelos de
telefonía móvil para obligarnos a saltar al que sigue y al que sigue y al que
sigue. Saltos que solo festejan el mercado y la presbicia, al punto tal de
confundirlos con la pantalla de cine.
Y así
saltando voy a una butaca mental y llego a Los
amantes regulares, de Philippe Garrel. Pienso en ese comienzo,
acompasado pero urgente, que da paso
a la revolución. Y entonces, yo
también me siento una revolucionaria más de aquel Mayo Francés del siglo XX.
Sigo envalentonada mi caminata creyéndome la fundadora de un movimiento comunista somático a favor de la liberación
del tacto. Y movida por la segunda parte de la película donde los protagonistas intentan esculpir y escribir una historia de amor
sobre las huellas que dejaron esos otros
tiempos, me inquieto por la inminencia
de posibles besos y caricias. Y ahí,
justo ahí, es cuando me llegan en cascada las escenas románticas censuradas por el sacerdote en Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore, y me interrumpo como cuando
me despierto de una pesadilla pensando
si esa censura fílmica superada, ahora
es corporal, si ya no volveré a ver sino a través de ese filtro como alarma que
me avisa que los protagonistas pueden
contagiarse por haberse besado, o
enfermarse por secarse las lágrimas
o por acariciarse sin haberse lavado antes las manos. Entonces apago
esa proyección mental y enciendo otra
cuando me miro en el espejo que invento en alguna vidriera del barrio al tiempo
que me pregunto: ¿No hay más lugar para la ficción o todo esto es un sueño?
Freud: ¿Sabe qué…?, le paso mi teléfono fijo, porque
esta charla da para un rato más y sé que estas aplicaciones se cansan a la hora
y no son tan seguras en términos de secreto profesional.
Carol: Por favor, maestro, páseme el número.