El
siempre útil diccionario de la lengua castellana define “delantal” de la
siguiente manera: Prenda de vestir femenina de varias formas. Se ata a la
cintura y cubre la parte delantera del cuerpo para proteger la falda. Viene del
sufijo “al” (relativo a) sobre la palabra “delante” y ésta del latín de “in
ante” = “en frente a”. De uso semejante es el “mandil” que incluye una
pecherita que se cuelga al cuello con una tira.
La
definición académica corresponde a la prenda para trabajos domésticos. No
confundir con el mal llamado “delantal escolar” que significó toda una época en
las aulas argentinas. Las blancas palomitas -ésas casi extinguidas- lucían
almidonados ¡guardapolvos!
Mi
curiosidad por los delantales nace por una coyuntura profesional: una puesta en
escena de La fierecilla domada. La
comedia de Shakespeare, muchas veces calificada de misógina, es para un
director un buen pretexto para una nueva visión del texto. Con mi escenógrafo y
vestuarista, Sergio García Ramírez, habíamos optado por ambientarla en el campo
argentino a fines del siglo XIX. ¡Los clásicos dan para todo!
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La Fierecilla Domada |
Mi
“descubrimiento” del delantal como infaltable en las vestimentas del campo
argentino no era tal. Solo una herencia de los trajes típicos de toda Europa,
Oriente y la América previa a la conquista. Basta hacer un viaje por distintas
geografías: holandesas con suecos y ¡delantal!, rusas con botas y ¡delantal!,
catalanas con alpargatas y ¡delantal!, bretonas con escarpines de charol y
¡delantal!, mayas con ojotas y ¡delantal!, quechuas con ushutas y ¡delantal!,
orientales con chinelas de plata y ¡delantal!, gitanas con chancletas y
¡delantal!...
Pocas
vestimentas típicas de países latinoamericanos prescinden de la prenda. En
México la llevan las veracruzanas, las chiapanecas y las michoacanas de
Patzcuaro. No es nada extraño que la eterna rebelde Frida Kahlo, que tanto
gustaba vestir ropas de raíz folklórica, nunca incorporara el delantal a sus
originales atuendos para su sofisticada vida social.
Claro
está que, desde tiempos remotos, la entonces siempre blanca prenda era
exclusiva de una clase social. El accesorio nunca fue tal, sino una parte
fundamental de las vestimentas -desde la niñez- de saludables campesinas,
muchachas pueblerinas en edad de merecer y rotundas matronas. Las aristócratas
y burguesas no lo tenían incorporado a su guardarropa ya que abundaba entonces
el personal doméstico femenino. Solícitas mucamas, cómplices doncellas,
intrigantes amas de llaves, hacendosas cocineras, encorvadas lavanderas y
sudorosas planchadoras lo usaban tanto en el interior de sus casas como en los
lugares públicos donde las llevaban sus limitadas actividades.
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Tradicionales italianos |
En
la pintura clásica y contemporánea, el delantal carece del prestigio como para
llegar al óleo. Autoprohibido en las obras de grandes como Van Eyk, Rubens,
Giotto, Durero, El Greco… y de tantos maestros figurativos que nunca se
hubiesen atrevido a presentar a sus divinidades y, menos aún, a la Virgen María
con delantal. La gran excepción: los belgas Pieter Brueghel, el viejo y el
joven, grandes delantalistas en sus monumentales cuadros de casamientos, mesones
y mercados populares.
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Regionales Francia |
En
el cine -fuente inagotable de costumbres recreadas o creadas por él-, la prenda
era patrimonio exclusivo de las mujeres decentes, fieles, incluso bendecidas
por la maternidad. Es inimaginable pensar a Rita Hayworth, María Félix, Ava
Gardner, Mae West, Zully Moreno, Greta Garbo o Marilyn Monroe llevando a la
cintura un mandil aunque fuese de satén, encaje u organza. Ellas eran mujeres
seductoras, ¡vamps! capaces de traiciones, de llevar a hombres a la ruina moral
e indignas de un símbolo -aun no reconocido- de sumisión hogareña. Las buenas,
fieles y hacendosas, en cambio, como Mary Pickford, Debbie Reynolds, Doris Day
o June Allyson los lucían, sin vanidad, claro que sobre glamorosos atuendos
creados por Edith Head, Jean Louis o Helen Rose. En cuanto a las “viejas”,
“feas”, “negras” o “gordas”, la blanca presencia recortada en sus oscuras
faldas constituía un galardón a su dedicación y entrega. En las “infantilas”
(como diría Catita) -Shirley Temple, Margaret O’Brien, Marisol, Natalie Wood,
Adrianita y hasta la niña Elizabeth Taylor-, el delantalito no faltaba en sus
juegos, los mismos que les servían como un aprendizaje para su futuro rol de
mujer.
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Regionales Bavaria |
Con
el auge de las series de TV y las sitcom, a comienzos de la década del
cincuenta, el delantal de cocina dejó de ser un estigma. A las estrellas que
incursionaban en el medio -que masivamente invadía el ámbito doméstico- no se
les cayó ningún anillo (¿o sí?) al usarlo. Lo lucieron con gracia Lucille Ball
en Yo quiero a Lucy, con mesura
Donna Reed en Pero es mamá quien manda,
ocasionalmente y con desgano Mary Tyler-Moore en El show de Dick Van Dyke, sin vergüenza Jane Wyatt en Papá lo sabe todo y con impuesta
dignidad todas, absolutamente todas -incluida Bette Davis- las actrices que
interpretaron a heroicas pioneras que atravesaban el oeste en cada episodio de Caravana.
Nuestra
mítica Doña Petroña C. de Gandulfo
-autora del más grande best-seller de la Argentina, después de la Biblia,
claro- entre receta y receta de ricas especialidades aconsejaba a sus fieles
señoras televidentes: ante el ruido de la llave del marido en la puerta -ya de
regreso al hogar perfecto, luego de su jornada de trabajo-, debía tener un
delantal que pudiese ser quitado rápidamente ¡y escondido! para lucir bonita y
descansada recibiendo así al hombre de la casa. ¡Mágico!
Otro
final de siglo, el XX, con el auge de la profesión de chef entre los jóvenes,
el funcional delantal masculino se “unisexó”. Lo suficientemente despojado para
que el varón conservara su virilidad y lo suficientemente femenino para que la
mujer siguiese siendo atractiva, aunque esto último no parece importarles mucho
a las nuevas cocineras por vocación.