Reflexiones sobre el delantal

Por Kado Kostzer

El siempre útil diccionario de la lengua castellana define “delantal” de la siguiente manera: Prenda de vestir femenina de varias formas. Se ata a la cintura y cubre la parte delantera del cuerpo para proteger la falda. Viene del sufijo “al” (relativo a) sobre la palabra “delante” y ésta del latín de “in ante” = “en frente a”. De uso semejante es el “mandil” que incluye una pecherita que se cuelga al cuello con una tira.

La definición académica corresponde a la prenda para trabajos domésticos. No confundir con el mal llamado “delantal escolar” que significó toda una época en las aulas argentinas. Las blancas palomitas -ésas casi extinguidas- lucían almidonados ¡guardapolvos!

Mi curiosidad por los delantales nace por una coyuntura profesional: una puesta en escena de La fierecilla domada. La comedia de Shakespeare, muchas veces calificada de misógina, es para un director un buen pretexto para una nueva visión del texto. Con mi escenógrafo y vestuarista, Sergio García Ramírez, habíamos optado por ambientarla en el campo argentino a fines del siglo XIX. ¡Los clásicos dan para todo!

La Fierecilla Domada
En nuestra investigación de usos y costumbres de la época, nos topamos con bellas estampas en las que la mujer del interior, a muchas de las cuales se las solía llamar chinitas, lucía invariablemente un precioso delantal. La minúscula ¿prenda? nos serviría como reafirmación -y símbolo también- en el monólogo final en el que la protagonista, la revoltosa fierecilla Catalina, promete sumisión total a su domador marido. El tono irónico que marqué a la escena se rubricaba con las demás mujeres de la historia que se arrancaban sus primorosos delantalitos y los pisoteaban. Catalina y sus amigas, poseídas por un espíritu feminista, le decían ¡minga! al machismo (quemar sostenes hubiese sido un lugar común además de difícil realización escénica).

Mi “descubrimiento” del delantal como infaltable en las vestimentas del campo argentino no era tal. Solo una herencia de los trajes típicos de toda Europa, Oriente y la América previa a la conquista. Basta hacer un viaje por distintas geografías: holandesas con suecos y ¡delantal!, rusas con botas y ¡delantal!, catalanas con alpargatas y ¡delantal!, bretonas con escarpines de charol y ¡delantal!, mayas con ojotas y ¡delantal!, quechuas con ushutas y ¡delantal!, orientales con chinelas de plata y ¡delantal!, gitanas con chancletas y ¡delantal!...

Pocas vestimentas típicas de países latinoamericanos prescinden de la prenda. En México la llevan las veracruzanas, las chiapanecas y las michoacanas de Patzcuaro. No es nada extraño que la eterna rebelde Frida Kahlo, que tanto gustaba vestir ropas de raíz folklórica, nunca incorporara el delantal a sus originales atuendos para su sofisticada vida social.

Claro está que, desde tiempos remotos, la entonces siempre blanca prenda era exclusiva de una clase social. El accesorio nunca fue tal, sino una parte fundamental de las vestimentas -desde la niñez- de saludables campesinas, muchachas pueblerinas en edad de merecer y rotundas matronas. Las aristócratas y burguesas no lo tenían incorporado a su guardarropa ya que abundaba entonces el personal doméstico femenino. Solícitas mucamas, cómplices doncellas, intrigantes amas de llaves, hacendosas cocineras, encorvadas lavanderas y sudorosas planchadoras lo usaban tanto en el interior de sus casas como en los lugares públicos donde las llevaban sus limitadas actividades.

Tradicionales italianos
Aun en las celebraciones -incluyendo bodas-, acompañaba a los más cuidados atuendos. Las mujeres podían bailar y festejar pero sabiendo que el delantal -aunque estuviese reducido a su mínima y más delicada expresión- era la cadena que las arrastraba al ámbito que socialmente se les había asignado: la cocina y los quehaceres domésticos. En cambio herreros, taberneros, panaderos, changadores, zapateros…, que también los usaban -pero de masculina tosquedad- se lo quitaban apenas abandonaban sus rudos trabajos.

En la pintura clásica y contemporánea, el delantal carece del prestigio como para llegar al óleo. Autoprohibido en las obras de grandes como Van Eyk, Rubens, Giotto, Durero, El Greco… y de tantos maestros figurativos que nunca se hubiesen atrevido a presentar a sus divinidades y, menos aún, a la Virgen María con delantal. La gran excepción: los belgas Pieter Brueghel, el viejo y el joven, grandes delantalistas en sus monumentales cuadros de casamientos, mesones y mercados populares.

Regionales Francia
En períodos posteriores, los artistas europeos, y particularmente los impresionistas, se fascinaban por las bellezas de boudoir, las bailarinas en tutú, las meretrices, las cortesanas, las burguesas ricas… prescindiendo de  las pueblerinas. A fines del siglo XIX las calles ya tendrían otra imagen pues había llegado la decadencia de la prenda en el vestuario de la mujer común y corriente. Su uso se circunscribía al hogar o al trabajo, hecho no ajeno a la moda y a la pequeña industria.

En el cine -fuente inagotable de costumbres recreadas o creadas por él-, la prenda era patrimonio exclusivo de las mujeres decentes, fieles, incluso bendecidas por la maternidad. Es inimaginable pensar a Rita Hayworth, María Félix, Ava Gardner, Mae West, Zully Moreno, Greta Garbo o Marilyn Monroe llevando a la cintura un mandil aunque fuese de satén, encaje u organza. Ellas eran mujeres seductoras, ¡vamps! capaces de traiciones, de llevar a hombres a la ruina moral e indignas de un símbolo -aun no reconocido- de sumisión hogareña. Las buenas, fieles y hacendosas, en cambio, como Mary Pickford, Debbie Reynolds, Doris Day o June Allyson los lucían, sin vanidad, claro que sobre glamorosos atuendos creados por Edith Head, Jean Louis o Helen Rose. En cuanto a las “viejas”, “feas”, “negras” o “gordas”, la blanca presencia recortada en sus oscuras faldas constituía un galardón a su dedicación y entrega. En las “infantilas” (como diría Catita) -Shirley Temple, Margaret O’Brien, Marisol, Natalie Wood, Adrianita y hasta la niña Elizabeth Taylor-, el delantalito no faltaba en sus juegos, los mismos que les servían como un aprendizaje para su futuro rol de mujer.

Regionales Bavaria
Ocasionalmente primorosos delantales, exagerados en volados maricones, podían ser usados -brevemente- por actores para acentuar situaciones chuscas y caricaturescas de comedias domésticas. Vienen a mi mente Bob Hope, Cary Grant, Jack Lemmon y David Niven, cuya masculinidad salió intacta del exabrupto.

Con el auge de las series de TV y las sitcom, a comienzos de la década del cincuenta, el delantal de cocina dejó de ser un estigma. A las estrellas que incursionaban en el medio -que masivamente invadía el ámbito doméstico- no se les cayó ningún anillo (¿o sí?) al usarlo. Lo lucieron con gracia Lucille Ball en Yo quiero a Lucy, con mesura Donna Reed en Pero es mamá quien manda, ocasionalmente y con desgano Mary Tyler-Moore en El show de Dick Van Dyke, sin vergüenza Jane Wyatt en Papá lo sabe todo y con impuesta dignidad todas, absolutamente todas -incluida Bette Davis- las actrices que interpretaron a heroicas pioneras que atravesaban el oeste en cada episodio de Caravana.

Nuestra mítica  Doña Petroña C. de Gandulfo -autora del más grande best-seller de la Argentina, después de la Biblia, claro- entre receta y receta de ricas especialidades aconsejaba a sus fieles señoras televidentes: ante el ruido de la llave del marido en la puerta -ya de regreso al hogar perfecto, luego de su jornada de trabajo-, debía tener un delantal que pudiese ser quitado rápidamente ¡y escondido! para lucir bonita y descansada recibiendo así al hombre de la casa. ¡Mágico!

Otro final de siglo, el XX, con el auge de la profesión de chef entre los jóvenes, el funcional delantal masculino se “unisexó”. Lo suficientemente despojado para que el varón conservara su virilidad y lo suficientemente femenino para que la mujer siguiese siendo atractiva, aunque esto último no parece importarles mucho a las nuevas cocineras por vocación.