Alta, roja y con los labios pintados

Por Marcela Robbio

Haydée (de pie) y su mamá Margarita
Mi querida tía Haydeé era muy alta, de boca y manos enormes. Una mujer que hoy calificaríamos automáticamente de “intensa”... Y sí: intenso era el cariño que nos teníamos, intensas sus convicciones ideológicas.

Era la otra roja de la familia que junto a mi padre seguía muy de cerca la Revolución Cubana.

Yo estaba entre las que no almorzaban en el cole. Volvía a mi casa al mediodía,  pero antes de tomar el ascensor tocaba el timbre del departamento de la tía Haydeé, que vivía en la planta baja con su mamá, la bellísima Margarita, la más dulce de las hermanas de mi abuela Josefa Martina. La tía me recibía con la boca llena, con una inmensa sonrisa en los labios pintados. Me abrazaba, me besaba. No sé cómo podía hacer todas esas acciones juntas y ¡además tragar su bocado y decirme -con intensidad- HOLA! Creo que porque era maestra, los maestros todo lo pueden.

Ella me hizo escuchar por primera vez Manuel, una historia tristísima de un trabajador que vivía tras las montañas. Mendigo a jornal fijo como él no hubo, entre olivos y trigos por un mendrugo... Del amo eran las tierras, camino abajo...  Le llamaban Manuel, nació en España, nunca nada fue suyo... Del amo era el olivo donde lo hallaron... Mi tía amaba a Serrat, escuchaba una y otra vez ese long play, Manuel era una de sus canciones preferidas.

¡Cómo se parecía a mi padre! No importaba lo peque que yo fuera, a los malos había que reconocerlos rápidamente y enfrentarlos. Creo que para ellos los cinco años ya se consideraban una buena edad para el desarrollo de la “concientización”.

La tía hablaba muy pero muy fuerte. Podía asustar a alguna gente. No a mí porque mi amor era incondicional, muy por encima de sus decibeles. También quise a su marido y a su hija, que por suerte nació cuando yo ya era más grande y pude soportarlo, controlar mis ya clásicos celos.

Pero el vozarrón de la enorme tía Haydeé un día fue reemplazado por el rugir de una leona y un león.

Una pareja de esos felinos fue exhibida en la Florería La Real, ubicada en la esquina de Pasco y San Juan, entre mi casa y el cole, barrio de San Cristóbal. Toda la enorme vidriera que daba a la avenida se convirtió en escenario para el público y hogar de la parejita. Les armaron una enorme jaula y allí vivieron por varias semanas, entre floreros, macetas, coronas y seres humanos. Porque los vendedores seguían atendiendo al público con total normalidad.

El barrio obviamente se convulsionó ¡Llegaron las cámaras de la tele! Canal Once se apropió de la esquina. Su imagen institucional era Leoncio, precisamente un leoncito ¡Cómo se iban a perder la oportunidad de promocionarse! “El capitalismo no escatima recursos para mantenerse en el poder”,  era lo que seguramente pensaban mi padre y la tía.

“Poner en riesgo el barrio, a los vecinos, un colegio a media cuadra de los leones, ¡Jorge!, esto no puede estar pasando, es peligroso”. La tía Haydeé trataba de poner algo de cordura a tan desopilante y peligrosa promoción para vender flores: “¡Coronas van a vender! Coronas para los muertos que habrá si la pareja enjaulada decide abrir sus bocazas y merendar a niños, ancianos”.

Por favor, por favor, que no se lleven a la leona y al león, por favor que no llegue la revolución que yo soy feliz pasando todas las mañanas antes de ir al cole, siempre llegando tarde, pero ahora con justa causa: quedarme fascinada mirándolos a través del vidrio, aunque no muy cerca, por seguridad (las palabras de mi tía Haydée habían hecho mella en mi imaginación).

Mis deseos, mis súplicas -no diré plegarias porque estaban excluidas de mi vocabulario- fueron escuchadas, no sé si por algo del orden de lo celestial o por algún miembro de un comité central Rojo que decidió mantener en suspenso el avance de la posible insurrección del pueblo de San Cristóbal. Yo, muy agradecida.

No recuerdo si entré a la florería, no sé si se vendieron más flores. Tampoco me enteré de cómo llegaron allí la leona y el león, mucho menos de cómo se fueron. Canal Once partió con ellos, de a poco el barrio volvió a ser el de siempre y la tía Haydeé recuperó su potente voz, esa voz que nunca perdió del todo. La de una mujer que se tomó su tiempo para casarse y ser madre, la de una luchadora vital y sensible, que amaba Cuba, a Fidel, al Che.

Las mujeres debemos tener un cuarto propio, como bien escribió Virginia en los años 20 del siglo 20, justo dos años antes de que naciera Haydeé. Pero primero tenemos que descubrir y potenciar una voz propia para no callarla ante nada, ante nadie.